24. DUELO EN LA TORRE DEL RELOJ
Vicky caminaba junto a Ángelo por la Riva degli Schiavoni en medio de una multitud disfrazada que había partido de la Bienal rumbo a la Plaza de San Marcos, cuando sonó su móvil y vio en la pantalla que era una llamada de Tony.
—Hola —le dijo, en medio de un bullicio le impediría escuchar con claridad.
—Atiende, Pecas: un amigo periodista en Florencia averiguó que los restauradores no tienen La tentazione di Adamo ed Eva y no lo esperan hasta la próxima semana. —La voz de Tony se tornó más grave—. Aleja a los muchachos de todo esto que aquí hay gato encerrado.
Vicky supo de inmediato que Tony tenía razón.
—Ahora mismo les aviso —dijo, y colgó.
Vicky llamó a Barry, y al ver que no le respondía probó a comunicar con Wambo, pero tampoco lo logró. Llamó entonces a Rasmey, y nada. Trató con Alitzel y, después de varios timbres, escuchó la voz de la muchacha.
—¡Madre!, tienes que avisarles a Barry y Wam que dejen de seguir a un hombre llamado Caronte, porque es peligroso.
—¿Quién es Caronte? —le preguntó, preocupada.
—El jefe de una banda de ladrones de obras de arte. Él compró el Tintoretto.
—¿Cómo lo sabes? ¿Dónde estás? ¿Y Ras?
—Está conmigo. Mis hermanos tienen que dejar ir a ese hombre peligroso.
—¿Dónde están ellos? —le preguntó Vicky, desesperada.
—Ahora mismo caminan ante la Basílica. En la tableta seguimos sus móviles.
—Nos vemos ante la Torre del Reloj —acordó Vicky y colgó. —Vamos —le dijo a Ángelo—, mis hijos están en peligro.
—Seguimi! —dijo el hombre, y echo a andar entre la muchedumbre.
Pero no les fue nada fácil. Eran tantas las personas disfrazadas que se dirigían a la Plaza de San Marcos, que después de varios minutos apenas lograron sobrepasar la iglesia de Santa Maria della Pietà. Y mientras más se acercaban al Palacio Ducal, más difícil se les hacía avanzar entre la apretada multitud.
***
Barry no miraba por donde caminaba sino que observaba el mapa en la pantallita de su móvil, que le indicaba por dónde iba Caronte. Tenía puesta una mano sobre el hombro de Wambo, quien lo guiaba entre el gentío que colmaba la Piazzetta.
—Caronte se adentró en la Plaza de San Marcos —dijo—, como si intentara regresar a su hotel.
Los dos muchachos llegaron a la altura de la Torre del Reloj. La Plaza de San Marcos estaba repleta y la mayoría de las personas miraban hacia arriba pues, en lo alto del Campanile, dos operarios le sujetaban los arneses a la joven que descendería por un cable desde lo más alto hasta el escenario levantado ante el Ala Napoleónica, para el tradicional Vuelo del Ángel.
—Caronte se está apurando —avisó Barry—. Casi está corriendo por la arcada. Se acerca a Ristorante Quadri, y por ahí puede cruzar el pasillo y llegar al hotel.
—¡Ya lo vi! Aquel, el de la joroba —afirmó Wambo—. Y más adelante hay dos policías. Vamos a avisarles.
Los dos muchachos gritaron a toda voz que detuvieran al Medico della Peste que tenía la joroba. Los policías quedaron desorientados, porque a su alrededor vieron a varias personas disfrazadas de Medicos della Peste. Wambo advirtió que Caronte se detuvo ante los agentes y se disponía a regresar sobre sus pasos.
—¡Ése es! —gritó—. ¡El de la joroba!
Los dos policías buscaron entre la muchedumbre. Y Wambo y Barry se sorprendieron al ver que el Caronte atravesaba corriendo la tarima de la orquesta del Ristorante Quadri y derribaba a su paso a músicos e instrumentos.
—¡Aquel es! —le dijo el policía del bigote a su compañero, pero las personas que corrían, huyendo del escándalo, les impidieron avanzar con rapidez.
El Medico della Peste saltó de la tarima y corrió entre la veintena de mesas situadas al aire libre en la plaza. En su desesperada huida, derribó mesas con tazas de café, platos de comida y botellas de vino, y lanzó al suelo a clientes en sus sillas y hasta a un camarero que portaba una bandeja. Esquivando las mesas del cercano Caffe Lavena, Caronte se internó entre el gentío. Los dos policías tuvieron que demorar su paso para evitar atropellar a las personas que intentaban levantarse del suelo. El delincuente había desaparecido en medio de la muchedumbre.
—Mira tu móvil para saber dónde está —le dijo Wambo a Barry y fue entonces que su hermano se percató de que le habían llegado tres mensajes de Vicky.
—Madre pregunta dónde estamos —avisó—, quiere vernos ante la Torre del reloj y dice que no sigamos a ese hombre.
—Ras y Ali se lo contaron —aventuró Barry—. Llegó un mensaje de Ras. También dice que no lo sigamos, que es muy peligroso.
—¿Dónde está Caronte? —lo apremió Wambo.
—Va hacia la Torre del Reloj —dijo Barry—. Seguro que quiere irse por la calle Merceria hasta el Puente Rialto, donde puede subir a una lancha taxi. Vamos.
Se abrieron paso entre la multitud con la intención de llegar ante la torre y volver a buscar la ubicación de Caronte en su móvil. Wambo fue tras él, tratando de no perderlo de vista, pero no le era fácil. Alguien disfrazado con un traje negro se le interpuso y cuando trató de esquivarlo el hombre lo sujetó de un brazo. Wambo se estremeció al ver ante sí el pálido rostro del caballero antiguo.
—¡Salomón! —dijo, con voz entrecortada. Trató de zafarse el brazo y, cuando no pudo, exclamó—: ¡No eres un fantasma!
Al constatar de que no era un espíritu sino algo corpóreo, un hombre de carne y hueso, el muchacho dejó de ser Wambo O´Donnell, el civilizado estudiante de arte, para que su cuerpo y su mente reaccionaran como Lele de Dieu, el niño guerrero entrenado para espiar, matar y sobrevivir entre enemigos en la selva africana. Y, como poderoso y ágil kadogo, se soltó del brazo y lanzó un golpe al estómago que tomó por sorpresa al caballero pálido, quien terminó doblado del dolor. Lleno de ira, Wambo iba a descargar su puño contra el rostro del hombre para derribarlo, cuando alguien lo sujetó por detrás. Wambo pudo ver que era un hombre calvo quien lo sujetaba con unas manos como pinzas de acero. El muchacho lanzó un grito feroz, pero no logró zafarse. El hombre de negro se había recuperado a medias y ayudó a maniatarlo. Luego, miró a la pantalla de su teléfono.
—¿Por qué tu móvil sigue moviéndose? ¿Quién lo tiene? —le preguntó a Wambo y, como el muchacho se negó a responder, volvió a mirar la pantalla de su teléfono—. Aquí veo que Barry sigue al que tiene tu móvil. ¿Es Caronte? ¿Barry está persiguiendo a Caronte Borgia?
Wambo creyó comprenderlo todo: Salomón y el calvo eran cómplices de Caronte y Malatesta, y querían evitar que ellos ayudaran a capturar al hombre que huía. Volvió a forcejear, pero esta vez no pudo zafarse.
***
Ajeno a lo ocurrido a Wambo, Barry había ido empujando a todo el que tenía por delante y estaba cada vez más próximo a Caronte. Miró su móvil, comprobó que estaba realmente cerca y al levantar la vista localizó, a sólo dos personas de distancia, al hombre disfrazado y con una joroba a la espalda.
—¡Detengan a ese Medico della Peste! —gritó el muchacho—. ¡Es un ladrón!
Caronte vio que quien gritaba estaba disfrazado de gondolero. La multitud comenzó a moverse de forma rara, pues se formaron grupos alrededor de cada persona disfrazada de Medico della Peste. Caronte empleó toda su fuerza en abrirse paso, aun atropellando a mujeres y niños. Barry trataba de seguirlo.
—¡Llamen a la policía! —pidió el muchacho.
Y él mismo se sorprendió pues, mientras avanzaba entre la gente, pudo contemplar el insólito espectáculo de decenas de aristócratas, polichinelas, arlequines, mattacinos, leones, hasta perros y gatos sacando sus móviles. Barry logró ver a Caronte cuando ingresaba al arco bajo la Torre del Reloj y fue tras él, a tiempo para divisar a dos militares que se alejaban por la calle Merceria.
—¡Ladrón, ladrón! —gritó.
Los militares se volvieron, desconcertados y aunque no lograron comprender qué ocurría, Barry vio que, al menos, Caronte se detuvo y entró por una puerta por donde acababa de salir un grupo de turistas con su guía.
Barry demoró dos segundos en llegar allí. Un letrero decía que era el acceso a la Torre del Reloj. Entró, se halló ante una estrecha escalera, escuchó los pasos de Caronte subiendo los últimos escalones y fue tras él. Al llegar arriba, se encontró con un juego de pesos y contrapesos que colgaban del techo, marcando el ritmo de las horas y minutos, y pudo ver al delincuente, que ascendía por una escalera hacia un piso superior.
Siguió escaleras arriba tras Caronte y al arribar al segundo piso se encontró ante tres figuras. Creyó que lo iban a atacar, pero de inmediato comprobó que eran estatuas de madera de los Tres Reyes Magos y de un ángel con una trompeta. Hacia la fachada del edificio vio los tambores que indicaban las horas y minutos. Y advirtió los pies de Caronte terminando de subir otra escalera. Del piso de abajo le llegaron ruidos de personas que corrían, y decidió seguir subiendo.
Llegó a otra habitación donde vio restos antiguos de la máquina original del reloj y, a derecha e izquierda, las puertas que permitían el acceso a las dos terrazas laterales. Fue a abrirlas, pero estaban cerradas con llave. Entonces, advirtió la existencia de una estrecha escalera de caracol y ascendió por ella.
Barry pasó por una especie de escotilla y se encontró al aire libre, en la pequeña terraza superior de la torre, ante dos grandes estatuas de bronce con martillos para golpear la campana del reloj y, detrás de ellas, al Medico della Peste.
Por la actitud corporal del hombre, Barry supo lo que estaba pensando: Caronte acababa de comprender que no había salida y que su única posibilidad de escapar estaba en regresar, al menos, al piso inferior y forzar quizás la puerta de alguna de las terrazas laterales… y después vería. Barry también supo que él no iba a permitirlo. Caronte arremetió contra el muchacho, que tensó sus músculos y lo golpeó con el hombro. El hombre se tambaleó, y Barry cerró la escotilla de la escalera, para que no pudiera descender. Caronte lo agarró por la camisa y ambos forcejearon hasta tropezar con el pequeño muro que rodeaba la torre.
Abajo, la Plaza de San Marcos estaba repleta de gente que aplaudía y gritaba alborozada, porque había comenzado el descenso de la joven que protagonizaba el Vuelo del Ángel. Hasta que alguien se percató de que en la Torre del Reloj se desarrollaba una fiera pelea entre un gondolero y un Medico della Peste.
—¡Hay otra actuación del carnaval! —gritó un entusiasta—. ¡En el reloj!
—Está mejor que la mujer bajando por el cable —aseguró otro.
Y las miradas se desviaron desde el Vuelo del Ángel hacia la Torre del Reloj, donde la pelea parecía ser violenta y muy peligrosa. Las orquestas del Caffè Florian y del Ristorante Quadri dejaron de tocar porque no hubo músico que quisiera perderse un espectáculo tan insólito, jamás visto en un carnaval veneciano.
Cuando Vicky llegó junto con Ángelo a la plaza, reparó en que todos miraban hacia la Torre del Reloj, pero después de echarle una ojeada a la carnavalesca pelea, siguió buscando con ansiedad a Barry, Wambo, Rasmey y Alitzel.
En lo alto de la torre, Caronte logró dominar a Barry y lo apretó por el cuello, pero pisó su propia capa y cayó al suelo. De un tirón, se quitó la capa y la máscara de pájaro picudo. Al descubierto, quedaron la mochila a su espalda y su rostro de mirada torva, que recordaba a un cuervo. El hombre se irguió justo cuando el muchacho se abalanzaba sobre él.
Abajo, en la plaza, se escucharon entre la multitud las exclamaciones de aquellos que comenzaban a comprender que la pelea era real.
Mientras forcejeaba con Caronte, Barry escuchó que alguien daba golpes en la escotilla, tratando inútilmente de abrirla.
Los hombres que desde el campanile controlaban los cables del Vuelo del Ángel estaban tan fascinados por la visión privilegiada que tenían de la riña que paralizaron su actividad. La joven quedó colgando a cientos de pies de altura y comenzó a gritar, pero a nadie pareció importarle, porque toda la atención estaba enfocada en la espectacular pelea en lo alto de la Torre.
Caronte se zafó de las manos de Barry, trató de ir hasta la escotilla, pero cuando subía la escalerilla, el muchacho lo atrapó por una pierna. El hombre vio su oportunidad y, con su pie libre, le lanzó una patada que hizo que Barry lo soltara, tropezara en los escalones y del impulso pasara sobre la pequeña barandilla.
El público abajo gritó al ver que el gondolero, a punto de caer, se agarró de uno de los balaustres y quedó colgando en el vacío, sobre la Plaza de San Marcos.