Miriam permanece en silencio luego de que el paciente entre a su consulta y tome asiento. Piensa en la sábana, en lo que había debajo, en los temblores y un hedor a orine que sigue ahí, tenaz en su acoso al olfato de la doctora mientras ella abre un talonario de recetas. Los arañazos en su antebrazo empiezan a picarle de nuevo. Miriam se los rasca por encima de la manga antes de levantar la vista:
—Buenos días —le dice a su primer paciente de la jornada. Es un hombre de mediana edad, ojos castaños, corpulento y con cabellos lacios salpicados de canas. Viste una camisa que le queda algo ceñida y lleva desabotonado el primer botón, lo suficiente para dejar entrever unos vellos en el pecho que acaloran la libido abandonada de la mujer, pero enseguida todo se enfría al regresar la sábana, la peste a meados, lo rápido que le latió el corazón y esa dichosa picazón en su antebrazo.
Miriam sacude la cabeza, recupera el aliento y pregunta al paciente los datos rutinarios. Nombre y apellidos, carné de identidad y, tras dedicarle una ojeada más inquisitiva, la doctora cambia el tradicional “¿qué se siente?”:
—Usted es nuevo en el barrio, ¿no?
—Sí.
Ella conoce a cada persona del vecindario en el que radica su consultorio, pero solo en el último instante se ha percatado de no poseer registros mentales de este señor. Aún sigue allá arriba, hostigada por esos ojos gélidos y recriminadores que la miraron cuando retiró la almohada.
—¿Hace cuánto que se mudó?
—Cuatro días.
—¿Y qué le parece el barrio?
—Hasta ahora, muy tranquilo —El señor sonríe, encogiéndose de hombros—, pero bueno, todavía es muy pronto para dar un veredicto.
Con un arqueo de cejas, su interlocutor le pide una opinión y Miriam no titubea:
—Dele su tiempo, ya le saldrán algunos defectos, pero en general es un buen lugar para vivir.
—¿Y usted vive en el apartamento que hay arriba de este consultorio?
Ella asiente.
—¿Sola?
—Sí —guiada por una cruda noción de la realidad, Miriam contestó sin antes reflexionar bien. Enseguida se corrige y muestra su mejor sonrisa de inocente olvidadiza al hacerlo—. Bueno, con mi mamá.
—¿Y el esposo?
—No hay —encierra el resto de la respuesta en un silencio forzado. ¿Para qué añadir que todos huyen cuando llega la hora de conocer a la suegra?
El hombre inclina un poco la cabeza, su ceño fruncido delata su expectativa de una respuesta diferente. Y Miriam, temerosa de que la curiosidad de su interlocutor los lleve a través de un sendero por el que ahora mismo ella no desea transitar más de lo necesario, se aclara la garganta, adopta un semblante serio y pregunta:
—¿Qué lo trae por aquí?
—Una bobería —Él sacude la mano, en un gesto despectivo—. Resolví un trabajo, cerca de aquí, pero me están pidiendo varias cosas.
—Un chequeo médico —dice la doctora, al tiempo que abre la gaveta de su mesa y hurga dentro, en busca de las planillas.
—Así mismo —sonríe el hombre—. Coño, aparte de bella, me salió también adivina.
Miriam se eriza de pies a cabeza, cargados sus vellos de una dulce sensación de calor. Añora los elogios, las miradas directas de un hombre que la desee y no ponga reparos en divulgarlo.
—Bueno, vamos a ver —toma un bolígrafo y comienza a anotar los datos del paciente en la planilla. Sabe que llenar el documento le robará si acaso cinco minutos de su tiempo; luego se despedirán y entrará el próximo paciente y el próximo y así hasta las doce, cuando cierre la consulta.
Llega a la sección de las condiciones médicas y, sin levantar la vista del papel, pregunta a su interlocutor si padece de asma, diabetes.
—Miriam —La voz de su madre se entremezcla con la del hombre, que le habla de su hipertensión.
—Ya voy, mima —en silencio, Miriam sigue anotando en la planilla. Mientras, abre la puerta y entra a un cuarto con ventanas en la pared derecha, todas cubiertas con cortinas de tela muy delgada que consienten a la luz del sol teñir el lugar de una tonalidad rojo vino. Rechinan las aspas de un ventilador en su constante oscilación de un lado a otro. Allí, entre esas cuatro paredes, mora un hedor a muerte en gestación, que sin importar cuánto ambientador le rocíe Miriam, jamás se marcha por completo.
—Miriam —repite su madre y ella, cuyo olfato solo necesita unos segundos para ajustarse al olor y erradicarlo, avanza hacia la cama. Allí, desde el interior de la bata de casa orinada, una figura consumida levanta la mano en un ruego.
—También tengo una hernia discal —interviene el hombre.
Miriam anota en la planilla y llega hasta la cama, toma la mano de su madre, siente los huesos apenas disimulados detrás de la frágil cubierta de carne:
—Disculpa, mijita —dice, con ese siseo rasgado en el que se ha convertido su voz—. No me dio tiempo a avisarte.
—Tranquila, mami —acerca los dedos a los cabellos grises de la anciana y le deja una caricia. Una piel fría, húmeda y escamosa le devuelve el roce.
En aquellos años difíciles, casi olvidados, que marcaron el inicio, Miriam debía luchar contra las náuseas y el miedo a meterse en el ring, pero ya en estos tiempos, el cansancio y el hábito han pulverizado las otras angustias.
—¿Todo bien? —pregunta el hombre cuando la doctora deja de anotar.
—Sí —Ella lo mira, agradecida de que lo espera el rostro de su paciente. A él no tendrá que colocarle, una a una, las pastillas en la lengua y luego, acercar un vasito de jugo a sus labios retraídos hacia las encías desdentadas, para ayudar al medicamento a seguir su cauce.
—Bueno, muchas gracias —El hombre se incorpora una vez Miriam deja en sus manos la planilla— ¿Nos veremos entonces?
—Sí, claro —Inconsciente del movimiento, Miriam se rasca el antebrazo, por encima de la manga de la bata—. Si puede, eche un ojo afuera y dígame si hay mucha gente.
Obediente, el hombre entreabre la puerta que conduce a la consulta, asoma la cabeza y luego regresa al interior para, con una mueca de fingido pesar, dedicar un cabeceo afirmativo a la doctora.
—Muchas gracias —dice ella.
Él le guiña un ojo y sale.
Miriam respira hondo antes de ordenar al próximo paciente que entre. Mientras espera, unta un poco de crema en las escaras de su madre, quien, ladeada en la cama, de espaldas a ella, muestra cada uno de los huesos de su columna, visibles a través de la piel amarillenta. Alguna que otra mosca revolotea y se posa sobre ella, como si los insectos anticiparan la hora final y acudiesen a reclamar su territorio de antemano. Escucha la respiración leve, carrasposa, tan común en sus oídos que la lleva consigo a todo sitio.
—¿Cómo está hoy, doctora?
Tiene delante a Ester, la anciana de la esquina, vendedora de cigarros desde que Miriam era niña. Viuda hace un año, ha envejecido una década desde la muerte de su esposo.
—Bien, bien, ¿y usted?
—Ahí, con estas migrañas que me tienen loca.
—Ya veo, ¿vino a buscar una receta?
—Sí, hoy por la mañana, antes de venir para acá, se me acabó el último blíster que tenía y la mujer que me las resuelve anda perdida.
—Usted no tiene que hacer eso, Ester —le recrimina Miriam, negando con la cabeza—. Sabe que puede venir aquí a la hora que sea y yo le hago una receta.
—El lío es que está perdida en las farmacias, mi niña —la anciana se encoge de hombros—, y una ya no tiene edad para andar la Habana toreando medicinas.
—Bueno, ahora mismo hay. Ayer surtieron las farmacias, así que no pierda tiempo —Miriam coge su talonario de recetas, escribe una y la deja en las manos temblorosas de Ester.
—Gracias, mija —con un notable esfuerzo, la señora se incorpora—. Oye, ¿y tu madre cómo sigue?
Un escalofrío recorre a la doctora de pies a cabeza. Vuelve la picazón en el antebrazo y casi se le escapa un grito cuando ante sus ojos brota la imagen de su madre en la taza del baño, enjabonada, y ella con el cubo echándole el agua encima.
—Ahí, ya usted sabe.
—De verdad que a ti hay que ponerte una medalla, mijita. Todo lo que has hecho por esa señora.
—Ella lo merece.
—Así y todo, ¿cuánto tiempo lleva ya en cama?
—Cinco años.
—Una medalla, mi niña —insiste Ester—. Una medalla de verdad.
En serio deberían dársela; sin embargo, lo máximo que recibe Miriam son elogios similares a ese. Está harta de los recuentos verbales de sus sacrificios y el vaticinio de una recompensa ficticia: solo recibe a cambio agotamiento, tedio y maltrato a su moral y a su cuerpo. Pero ella no necesita premios, ya no más.
Luego de Ester, vienen dos embarazadas para su chequeo rutinario y dos jóvenes: uno con granos ciegos que precisan de antibióticos; el otro quiere un certificado médico a ver si descansa unos días de su trabajo. En ese tiempo, probará qué tal le va en otro.
Alrededor de las once y cuarto, Miriam sale al recibidor de su consulta y lo encuentra vacío. Decide entonces cerrar y subir a su casa para reposar un poco. Al asomarse en el portal del consultorio, varios vecinos la saludan de lejos. Todos la quieren y respetan. Ella vacuna a sus hijos, atiende a sus padres, les resuelve cuando se puede.
Sube las escaleras y mientras sus pasos la acercan al apartamento, la doctora nota un incremento en los latidos de su corazón; vuelven a picarle los arañazos. Abre la puerta de la casa, deja el bolso encima del sofá y pone rumbo al cuarto de su mamá. Se detiene frente a la puerta, agarra un buen sorbo de aire y encierra entre sus dedos el picaporte, dispuesta a girarlo, como mismo hizo esta misma mañana.
—Miriam —musitó su madre al verla aparecer. Débil, temblorosa, la mirada suplicante, las sábanas que la rodeaban tan dispersas que la anciana parecía una náufraga cautiva de un mar enfurecido. Su hija reconoció el significado tras esa mueca, de tanto distinguirla. Se hizo caca.
La doctora, sin exhibir molestia o enojo, llegó al lecho, tomó asiento a la altura del rostro de su madre y le acarició los cabellos, igual a todas las mañanas.
—Tranquila, mamá —le susurró—. Ahora vamos a limpiarte.
Vislumbró la almohada, tirada a la derecha de la cama, tan cerca de ella y tan persuasiva. Miriam la agarró, ignoró los olores, el sudor, las moscas, hasta la expresión de perplejidad que asomó entre los miles de arrugas en el rostro de su madre antes de extraviarse bajo la almohada. Apretó bien los extremos, lo suficiente para que ni una frágil ventisca de aire entrara o saliera del calabozo donde recluyó a la cabeza de la anciana. Aun así, los mugidos plantaron batalla a la tela y los brazos sin aparente fuerza ascendieron vigorosos en busca de un escape, encontraron las muñecas de Miriam y las uñas largas y descuidadas trazaron heridas en su antebrazo varias veces.
En más de una ocasión alimentó la idea de detenerse, de apartar la almohada, pero las imágenes del pasado y de su futuro se estampaban una y otra vez contra sus ojos y Miriam solo conseguía apretar más y más. Al notar la ausencia de movimientos y los sonidos extintos, retiró la almohada. Un rostro macilento, roído por los años y las fauces del cáncer, le prodigaba una mirada de horror reforzada por una boca abierta, sin dientes. Miriam le cerró los ojos y colocó la almohada detrás de su cabeza. Se incorporó de súbito, presa de temblores, incapaz de controlar su respiración. Una súbita urgencia de vomitar la dirigió al baño, pero nada aconteció, salvo varias arcadas. Lavó los arañazos en su antebrazo y, mientras el agua arrastraba la sangre hacia el tragante, Miriam notó la tensión desprenderse de ella cual una nube tóxica. Pronto, el alivio devoró la culpa y ya los días venideros perdieron la incertidumbre.
Se vistió para bajar a la consulta y comenzar otra jornada de trabajo. Usó sus atuendos habituales, la bata médica y el rostro ensombrecido, para alejar sospechas. Hace años nadie la ve sonreír con sinceridad o mostrarse completamente alegre. Y por un buen tiempo, Miriam sabe que no puede alterar esa rutina.
Concluido su día de trabajo, gira el picaporte y entra al cuarto de su madre. Allí la encuentra, como mismo la dejó. La boca abierta, los ojos cerrados y la mancha oscura entre sus piernas. Podrá decir que, en el momento de la muerte, los esfínteres se aflojaron y dio lugar a las heces y el orine. Claro que no habrá autopsia. ¿Quién va a cuestionarle algo a ella, una hija preocupada y para colmo, una doctora?
Miriam llega a la cama para dejar un último beso en la frente de su madre y luego salir a la terraza, donde invierte unos segundos en cargar sus ojos de lágrimas. Algunos de los vecinos que se encuentran en la calle alzan la vista hacia el apartamento de la doctora Miriam, que vive encima del consultorio. Todos la ven, agarrada a la baranda del balcón:
—¡Ay, dios mío! —exclama— ¡Mi mamá se murió!
Miriam se dobla y cae de rodillas. Oye los gritos de los vecinos, varios corren hacia allí, para auxiliarla. Cierra los ojos y sigue llorando. Su madre ha muerto, no hay mentira en ello; se dice a sí misma. Un paro respiratorio y punto.
El resto de los detalles nadie necesita saberlos, pero por si acaso, se echará una crema en esos arañazos, no vaya a ser que alguien le pregunte por qué se rasca tanto…
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