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Mi fiebre de invierno

No era mi intención romper mi récord pero la librera me estaba mirando. Por su mirada, me percaté de que ya le habían robado muchos libros y que no permitiría ni un robo más. Mi técnica era dar una vuelta, coger dos o tres libros, hacerme el lector curioso, mirar a los lados en el momento justo y deslizar el libro elegido en un bolsillo o dentro del pantalón.

La Feria Internacional del Libro de La Habana aún no terminaba, por lo que había muchos libros que quería robar. La librería estaba cambiada, ahora, en su forma lineal, la librera podía ver todo a su alrededor, y nadie, aunque tuviera mañas y práctica, podría esconderse detrás de un estante para guardar libros en un bolsillo o dentro del pantalón sin que ella lo presenciara. O sea, todo un reto para mí.

El objetivo de mi robo era un libro titulado: Palabras sin velo (Editorial Caminos, 2013), un libro de entrevistas y cuentos de narradoras cubanas, organizado por Helen Hernández Hormilla. No podía irme de allí sin ese libro, además, tenía mi pantalón ancho, especial para robos intempestivos. La otra cuestión es que soy gay a las mujeres. No es una contradicción. La frase se la he robado a un amigo muy original, encierra en sí misma la devoción inevitable e incondicional que se puede sentir por algo, en este caso por las mujeres escritoras. En la antología había entrevistas y cuentos de Mirta Yáñez, Esther Díaz Llanillo, María Elena Llana, Marilyn Bobes, Laidi Fernández de Juan, Nancy Alonso, Aida Bahr, Karla Suárez, Anna Lidia Vega, Mylene Fernández. Nadie lo veía a simple vista, pero en el libro estaba escrito por un lado invisible que alguien se lo robaría tarde o temprano.

Tomé el libro, junto con otros dos y me acerqué a la librera. Iba a poner en práctica la vieja técnica del señuelo: yo le hablaría y hablaría de varios libros hasta que, en un descuido, ella mira hacia no sé dónde y el libro previamente elegido termina dentro de mi pantalón. Muchos años de práctica.

Mientras me acercaba a la librera pensé en los diferentes temas de conversación a utilizar: ¡qué calor!, ¿esta librería es calurosa, eh?, ¿usted ha leído este libro?, ¿está bueno?, ¿cuál me recomienda, este o este?, y como todas las libreras son conversadoras, el libro elegido acaba, invariablemente, dentro de mi pantalón.

A unos centímetros de la librera, sobre el mostrador, estaba el libro Fiebre de invierno (Ediciones UNIÓN, 2012). Aquella novela de Marilyn Bobes ya la había hurtado meses atrás, aunque había deseado leerla desde el 2005, cuando ganó el Premio Casa de las Américas. La librera, al parecer, dejó de leerla apenas entré en el local.

Esa novela me encanta, le dije señalando al libro.

Ella lo agarró y soltó una sonrisita, casualmente, la librera era una mujer de cuarenta años, en plena duda existencial. La librera, como el personaje de Fiebre de invierno, se debatía constantemente, su vida estaba patas arriba. Marilyn le había dado forma a un modelo de mujer cubana que uno podía encontrar en muchos lugares, una mujer que, como millones y millones de mujeres, se detenía frente al espejo de su pasado. La librera me habló de la trama de la novela, me habló de una mujer de más de cuarenta años que es abandonada por su esposo y comienza a replantearse su existencia.

Estoy por la parte en que la protagonista se decide a escribir una novela para sacarse todo lo vivido de adentro, me dijo.

Estaba en la parte que el tedio y la gravedad de los días impulsan a cualquiera hacia la reevaluación y el descubrimiento. Pero a mí, en verdad, lo que más me había impactado de la novela fue la manera directa en que logra comunicarse con los lectores, la habilidad para amigarnos con la protagonista y señalar su interior, un lugar cerrado en el que me sentí a gusto y no quise salir, porque es un lugar que la escritora se propuso mostrar y no un lugar para hallar lo que la escritora no se propuso, o no le interesó mostrar —me refiero, por supuesto, a esos fantasmas que a veces buscamos en los textos, esas lecturas prejuiciosas que a veces nos obligamos a hacer para encontrar lo que nadie se propuso escribir.

Sí, esta novela se lee muy rico, empecé hace dos horas y mira por la página que voy, me dijo la librera.

Después de robarme la novela Fiebre de invierno, meses atrás, había vuelto a casa con ella en el bolsillo, me acosté en la cama y la leí de un tirón hasta bien entrada la tarde. Paralelamente, mientras leía, mi cuerpo aumentó su temperatura y ya casi al final de la última página, mi fiebre se trasmutó en admiración. Fiebre de invierno era una novela que había perseguido desde el 2005 y ahora, nueve años después, me dejaba satisfecho. El tiempo, tal vez, sedimentaba la atemporalidad de su historia, y el conflicto universal de la protagonista quedaba fortificado. La novela se convirtió, sin esforzarme, en una de mis preferidas, ya que evolucioné junto a ella y me mostró el rompecabezas de vidrio que esconde toda mujer.

Es una de mis novelas preferidas, le dije a la librera al final de la conversación, y ella asintió con el libro en la mano, dándome a entender que quizá le sucedería lo mismo una vez que llegara a la última página.

¿No te vas a llevar ningún libro?, preguntó diez minutos más tarde, cuando los puse de nuevo en su sitio.

No, no me llevaré ninguno.

Al llegar a casa, me tiré en la cama y abrí Palabras sin velo. Fui directo hacia la entrevista de Marilyn Bobes, y me asombré cuando Helen le preguntó:

“¿Qué desearía?”

Y Marilyn respondió:

“Me gustaría hacer lo que yo quiera. Todavía intento escribir una obra que guste a los lectores, que sea buena. Desearía llegar un día al punto de sentarme ante la computadora y decir: esto es lo que quiero escribir, si les gusta bien y si no, no me interesa”.

A mi derecha, junto a un bulto de libros, revistas, hojas y bocetos, estaba Fiebre de invierno. Mientras la miraba de soslayo sentí que la temperatura de mi cuerpo volvía a subir.

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