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Mi abuelo y yo

El abuelo comenzó a morirse por los dedos de los pies. Se le pusieron negros. Y la negrura le fue subiendo por el cuerpo. Lo recortaron de a pedazos, hasta que ya no fue más el abuelo. ¿Lo último en sucumbir?, los ojos, que se negaban a cerrar: póstumo ensayo de resistencia a la Muerte. 

La difamaba, más en los postreros meses, porque le cortaron los dedos; después los dos pies, uno antes que el otro; más tarde una pierna y después la misma pierna hasta arriba; en pocos meses, la que le quedaba. Cada vez que salía del salón de operaciones decía cosas terribles de la huesuda, que a mí me asustaban. A veces le parloteaba como si sostuvieran un diálogo inextinguible. Desde que yo recuerdo, le hablaba, pero en el final, llegaron a ser amigos. No sé si se perdonaron el uno al otro ni si tenían algo que perdonarse; él, por lo mal que se refirió siempre a su estilo de vida; ella, porque se lo llevó en los primeros años de viejo, y ni siquiera fue con los pies por delante. 

Se había convertido en un pedazo de lo que fue, era difícil no verlo de esa manera. Conservaba su humor oscuro, la creencia de que la gente no se muere, sino que ella se los lleva, y una lealtad con los deseos de la familia a prueba de crisis. Sin embargo, en el pueblo no lo querían, y más de uno se alegraba de su penoso estado. Decían por ahí que a la abuela no se la cargó la Catrina; decían que el abuelo la mató de uno de los muchos disgustos que le dio. Me costaba creer eso, aunque la abuela se había largado antes de mi nacimiento. El abuelo llevaba dos décadas solo, y al menos tres años desde que empezaron a mutilarlo. Es verdad que se había vuelto difícil de soportar, pero cómo juzgarlo. La mayoría de los hijos partieron a otros países, buscando aquello que, por mucho que se esforzó, jamás hubiera podido darles. Y bueno, vivíamos en un pueblo chico, en un grandísimo infierno. Pueblo que el abuelo ayudó a levantar y del cual fue el alguacil y arquitecto creativo durante treinta años. Yo creía que con tales cargos habría ganado muchos enemigos, y por eso era malquerido de algunos; la verdad, de la mayoría. Tenía tres amigos incondicionales. Su hermano Ramón, el más pequeño, con cincuenta cumplidos y una incipiente demencia senil que le hacía decir disparates delante de otros, bastante inoportunos. Pero el abuelo lo adoraba, como a todos los miembros de la gran familia de los Honey, descendientes ingleses de un pasado que prefirieron olvidar. Llegaron un día con las bolsas al hombro e instituyeron el pequeño imperio de Salsipuedes, donde la mayoría fueron desdichados. 

El segundo amigo era Hilda, una prima de su mujer que jamás se casó y que dicen las malas lenguas llevaba la vida entera enamorada del abuelo. Ella le traía tartas una vez a la semana y él bromeaba que ella lo que quería era matarlo del azúcar de una vez por todas. A lo que ella respondía que, de ser así, le estaría allanando el camino. Pasaban horas conversando y bebían aguardiente después de los dulces. Se querían bien y ambos tenían una especial debilidad por las novelas rosas, así que ella traía las novedades y le leía mientras bebían el elixir de las cañas. A veces el abuelo se calentaba con estas sesiones. Desde las rendijas de las ventanas, los mocosos del barrio y las viejas chismosas se colgaban para ver cómo sufría una erección en el cuerpo tullido, a la cual Hilda no era ajena. Parecía un acuerdo tácito entre ellos, del que todo el pueblo tenía pormenores. Jamás se tocaron. 

El otro amigo era yo, su nieta, una muchacha de dieciocho años, mestiza y bella según unos; india e ilegítima, según otros. Había desistido de aventurarme al futuro como casi todos los de la familia, porque me resultaba insoportable separarme de él. Cuando lo veía ahí tirado, la mitad de largo de lo que había sido, con aquellas erecciones que luego tardaban mucho en bajar y que eran la comidilla, me sentía más cercana que nunca. Era yo quien lo cuidaba, quien lo divertía. Él me hacía una mujer feliz. Esa pequeña dosis de alegría que conservamos dentro, incluso cuando creemos haber perdido hasta la esperanza, en el abuelo era un ramalazo de estrellas capaz de hacerme gratas más las noches que los días. Problemas de dinero jamás tuvimos desde que Salsipuedes empezó a levantarse sobre su propia nada, así que no era un trabajo torturador para mí. Nos ayudaba María, que, si bien no lo quería, tampoco lo odiaba. Yo me dedicaba a escribir historias en las mañanas, mientras él dormía —lo amodorraban las horas cálidas— y desde la caída de la tarde hasta muy entrada la madrugada, compartíamos historias nuestras. Las inventábamos, era una fiebre de personajes que se fueron quedando, poco a poco, a vivir entre nosotros. A María tuvimos que construirle un bohío atrás, porque decía que era imposible descansar con tanto fantasma rondando. El abuelo y yo la dejamos arreglar las cosas a su manera. Aquel mundo nuestro era lo mejor que me había pasado y, creo, lo mantenía con vida a él. Me convertí en una Sherezada, que no paraba de escribir historias para tener qué contarle y así salvarlo. Salvarme. 

Él contaba a la par, pero no necesitaba escribirlas, se las inventaba con un ejercicio de imaginación que cualquier hombre hubiera envidiado. Era sarcástico, inteligente y muy suspicaz; habría sido un gran artista, pero jamás se habría permitido un oficio tan poco redituable. Era su afición, simplemente, lo de contar historias, y supongo que lo heredé a fuerza de escucharlo. Nuestros encuentros tenían lugar desde que yo pude levantarme en las noches por mis propios pies e irme a su alcoba a soñar un poco de esa magia que allí se vivía —por supuesto, a la orilla del fuego— y que parecía despertar en el momento que traspasaba su puerta de caoba, grabada con dragones. Salsipuedes era una aldea y los dragones pertenecían a una mitología desconocida. 

Nuestra relación fue simple, sin pausas, intensa y no exenta de risas y llantos estruendosos, que sumían a Salsipuedes en la tormenta de un tiempo aciago o la despertaban a una aurora, que no sucedería en la realidad. Yo había renunciado al mundo, sacrifiqué el amor de otros hombres porque no creí que se acercaran siquiera al que el abuelo me tenía, y abandoné el único otro sueño que alguna vez acaricié, el de estudiar cualquiercosa en París. Estuve en las sombras de la ciudad luz un par de días solamente, durante una de las primeras operaciones suyas, porque no quería quedarme sin conocerla, y así el abuelo no se enteraría de lo que yo misma no podía calificar de otra forma que traición. Después, volví a la habitación de los dragones tatuados en madera, y le masajeé el único pie que todavía le quedaba. Aquel día sentí por él el más íntimo de los sentimientos que algún ser humano me haya inspirado, compasión. En sus ojos navegaba otro de esos nefandos, el desasosiego. Ambos sabíamos que la hora de la despedida no estaba lejos. 

Una noche, cuando ya no quedaba más que un guiñapo humano, llegué con una bata roja de seda que él había mandado a importar de China para mí. No llevaba nada debajo de la tela, más que el temblor de la pérdida anticipada. Él se había hecho poner el esmoquin con que se retiró de su puesto vitalicio de alguacil fundador de Salsipuedes. La escena parecía irreal: el viejo con moño negro en el cuello y sin piernas; herido de la vida, arrugado del enojo, hastiado de la soledad. Esa noche quiso saber lo que decía la gente de él. Quiso saber qué pensaba yo. Y yo lo enjaulé en mis brazos, lo besé en los ojos, en las mejillas calientes, en los labios, en los pliegues del cuello y de las manos. Aquel miembro duro, por el que morían de envidia las viudas, descorrió sin prejuicios la bata de seda, desenlazó la cinta de la cintura, y me penetró hasta las entrañas, al tiempo que un rayo partía la noche de Salsipuedes e iluminaba las casas por los resquicios. Estábamos solos en el cuarto de los dragones. El fuego quemaba los leños y hacía figuras terroríficas. Estábamos solos en la casa, en la villa, en Salsipuedes. Estábamos solos en el mundo y no sabíamos qué más hacer con nuestra inocencia, con el amor. 


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