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Mayra

Nadie sabe cómo había logrado penetrar en el lobby. Pero allí estaba, mostrando su despampanante belleza, con el vestido más corto que se pueda imaginar y unos muslos de esos que uno les pega los ojos y lo que quiere es que se lo lleve el demonio con tal de rozarlos siquiera. Varios turistas se le habían acercado, pero diplomáticamente les decía que esperaba a su novio. No se estaba tranquila, pasaba entre los huéspedes dejando tras de sí un tenue perfume. Algunos la sopesaban como a una mercancía mientras se metían la mano en el bolsillo, como si contaran el dinero que podrían gastarse con tremenda hembra, o tal vez aguantando un principio de erección. Un viejo rechoncho y calvo dio unos pasos. En ese instante se abrió la puerta del elevador y el ascensorista, un mulato fuerte, con la ropa algo estrecha, la miró y haciendo un gesto con la mano derecha extendió los dedos índice y pulgar, llevándoselos al rostro, a guisa de teléfono. Ella comprendió y sin mirar a los lados avanzó unos pasos mientras sacaba el celular de una minúscula cartera.

Al poco rato, la joven salía del hotel, en el mismo instante que un auto con chapa de turismo frenaba ante ella. Un canoso, de abundante bigote, le abrió la puerta delantera sin bajarse del auto. Ella subió y el auto se alejó del lugar. Todo fue tan rápido que el portero no tuvo tiempo ni de acercarse. Al ver como se alejaban hizo un movimiento de cabeza, como diciendo: “Ahí se me fue una buena propina”.

Lejos, en los arrabales de la ciudad, varios autos de la Policía están reunidos en la calle, obstaculizando el tránsito. Sus ocupantes rodean una vivienda. Dos de ellos, vestidos de civil, esperan a un lado sin apartar los ojos de la casa. El más joven denota cierta ansiedad; el otro al contrario, más curtido por la experiencia, está impasible. Minutos después un automóvil blanco se detiene ante ellos. De su interior salen el canoso y la joven. El más viejo de los oficiales sonríe al ver la cara de asombro que pone su acompañante. Se lo imagina lanzando un silbido

Ella es la teniente Mayra. Se la presenta. Estaba en lo de la jinetera, no pude ni cambiarme de ropa, se justifica la muchacha.

No importa. Escucha para qué te necesitamos. En aquella casa hay un hombre oculto. Es un sádico escapado de la prisión. Allí vive su novia, queríamos cogerlo por sorpresa. Pero nos descubrió y tiene a la muchacha como rehén. El hombre detuvo su explicación para secarse el sudor de la frente. En fin, él pide un carro con una mujer de chofer. Tú eres la más adecuada para manejar esta situación. El loco ese quiere un avión y un montón de dinero. Parece que ha visto muchas películas policíacas. Resumiendo, vamos a jugar su juego y de aquí al aeropuerto pueden pasar muchas cosas. Lo fundamental es que no se nos escape. ¿Podemos contar contigo?

Ella sonríe y, achinando los ojos, asiente con la cabeza. Luego, mirando al joven que sigue embelesado, le hace un guiño.

A continuación trazaron un plan de acción. Ya todo listo, le avisaron por un megáfono al delincuente que cumplirían sus condiciones.

El auto con la oficial adentro se detuvo frente a la entrada, abrió la puerta trasera y esperó. De la casa salió un bulto verde oscuro que se fue acercando lentamente. Ella aguzó la vista y se mordió los labios. “Definitivamente, ha visto muchas películas norteamericanas”. El “bulto”, que en realidad era un gran cobertor de cama donde se habían envuelto el delincuente y su víctima, logró con gran trabajo subir al automóvil. Una voz ronca le ordenó partir. Las ruedas rechinaron alejándose; los patrulleros se hicieron a un lado por un instante para luego reincorporarse y comenzar el seguimiento.

El hombre puso a un lado la tela que los cubría. Ambos estaban completamente empapados de sudor. La joven al volante los observaba por el espejo. Él se dio cuenta.

Lo tuyo es la carretera y que lleguemos bien. Blandió un enorme cuchillo, amenazándola; luego, mirando a su acompañante, le gritó: ¡Y tú, estúpida, lo echaste todo a perder! Con la mano libre le dio un golpe en el rostro. El auto dio un bandazo y tuvieron que sujetarse. ¡Tonta! ¡Si vuelves a hacer eso te mato! No se sabía con cuál de las dos hablaba. La oficial hizo una mueca de indiferencia.

El hombre miró atrás notando que los policías se habían acercado demasiado. ¡Acelera, maldita! El moderno carro comenzó a despegarse. Entonces el delincuente atrajo hasta sí a la rehén y, abriendo la portezuela con un brusco movimiento, la lanzó al pavimento. Luego, inclinándose sobre la teniente, le puso el la filosa arma en el cuello, mientras le hablaba: “Sigue y ni mires para atrás”.

Pero no pudo evitar hacerlo por el retrovisor, comprobando como los demás autos frenaban para no atropellarla. ¡¡¡Ahora!!! ¡¡¡Métele duro!!! Atrás fueron quedando las siluetas detenidas en la vía.

Aflojó los dedos sobre el mango del cuchillo, aunque se mantuvo inclinado sobre Mayra. Un mechón de cabello le golpeó la mejilla y el tenue perfume comenzó a rondarle la respiración. Inclinó su vista y el escote del vestido se le metió de lleno en los ojos. Los pronunciados senos se anunciaban turgentes, apetecibles. El borde del vestido se le había corrido un poco para arriba mostrando los redondos muslos y el blanco de la ropa interior.

Estás muy rica, mamita. Resolló mientras movía peligrosamente el arma. Estás como para comerte. Yo no sabía de policías tan buenas. Cambió el cuchillo de mano y comenzó a acariciarle el cuello. Ella no movió un solo músculo, su rostro no reflejaba emoción alguna, solo los ojos tenían un brillo extraño, fijos en la carretera. Del cuello los dedos fueron resbalando hasta el pecho, penetrando dentro de la tela, hasta apretarle los pezones. ¡Así! ¡Déjate hacer! ¡Mi madre, qué rica…!

Parecía haberse olvidado del lugar y la situación. Solo le interesaba ella. Puso el cuchillo en el asiento y comenzó a acariciarse el pene, inclinándose más, hasta alcanzarle los muslos desnudos y como un demente se los acarició hacia arriba, hasta sentir en la palma de la mano el contacto del sexo a través de la fina tela. No se había dado cuenta de que el auto iba a una velocidad tremenda.

Fue entonces cuando la teniente aplicó los frenos y las gomas se arrastraron por el pavimento, como si quisieran abrir un negro surco sobre el asfalto. El cuerpo del hombre, siguiendo las leyes de la inercia, se estrelló contra el parabrisas convirtiéndolo en cientos de fragmentos. Mientras, la joven oficial era comprimida contra el cinturón de seguridad. A lo lejos, la sirena de la Policía se escuchaba cada vez más cerca.

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