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Lost in Translation

He sido cordialmente invitado a investigar la muerte de Linus García. Por supuesto, he aceptado. Los yakuzas no quieren admitir que fue un suicidio. Mejor así.

En la televisión ponían Matthew’s Best Hit TV.

Matthew Minami conversaba con Bill Murray. Matthew Minami hablaba en japonés y Bill Murray en inglés. Parecían entenderse. Estoy seguro de que al menos Bill entendía. Bill siempre lo ha entendido todo. TV Asahi, la principal cadena televisiva de Japón, subtitulaba sus palabras con esos hipnóticos caracteres. O puede que fuera el mismo televisor, no lo sé.

Bill decía:

“No quiero hablar más de las putas japonesas. Las regañas y ponen mala cara. Las golpeas y muerden. Las matas y se convierten en espectros”.

Entonces tocaron a la puerta de mi habitación.

Vestía una combinación de seda y perlas.

—Masaje —pronunció.

—Gracias, pero no —le dije.

—Es regalo. Agradecimiento.

Se había aprendido más de una palabra. No terminé de cerrarle la puerta en la cara.

—¿De parte de quién?

—Productores. Seguridad de hotel. Ellos.

—Quienes sean, no sé qué me agradecen. Yo no he hecho nada.

Sin mucho entusiasmo me entregó una tarjeta con un mensaje escrito en japonés. Por el otro lado había una palabra: wikisubtitles. Debí imaginar lo que vendría a continuación.

La puta se metió en mi cama y descargó los subtítulos.

Adelante. Lo estábamos esperando.

Entré a la suite y me encontré frente a un grupo de japoneses vestidos de esmoquin: algunos sentados y fumando o bebiendo y otros, más jóvenes, de pie. Me estudiaron en silencio.

De pronto aparecieron las letras:

El director ha sido asesinado.

Creí no haber leído bien.

—¿Asesinado? ¿Cómo?

Esperamos que usted lo descubra.

Queremos que usted encuentre al asesino.

—¿Por qué no llaman a la policía?

No. Nada de policías.

—¿Y qué les hace pensar que yo puedo…? Yo soy un extra.

Lo sabemos. Usted y los dos alemanes eran los extras de Occidente.

—¿Por qué yo?

Me miraron con fiereza. Al parecer la pregunta era estúpida.

Porque usted va a entender mejor. También es mexicano.

—Yo no soy mexicano.

Más o menos. Vienes de la misma área.

Unas millas no hacen diferencia aquí.

—¿Qué pasa si no acepto?

Ya has aceptado.

Técnicamente, Linus García no era mexicano, pero sí lo era su padre, a quien nunca conoció. Su padre, Ulises Linus, se perdió en el desierto de Sonora y nadie supo de él en mucho tiempo, hasta que apareció en el sur de California con la ropa hecha harapos y una herida de bala. Eso fue lo que le contó a Linus García su madre, una mediocre guionista de Los Ángeles que hablaba en términos de shock cultural y encuentros pasajeros, y eso era lo que contaba Linus García años después a la prensa y las revistas, dando el toque definitivo de leyenda a su aura de cineasta precoz y terrible. ¿Qué pensaba él de su padre? ¿Estaría muerto? ¿Se habría perdido otra vez? ¿Tendría otros hijos perdidos en la vasta profundidad americana? Linus respondía a esas preguntas con un encogimiento de hombros. Él no pensaba ni creía nada. Todo ese asunto le importaba un carajo.

Lo primero que hice en la suite de Linus García fue encender el televisor.

Matthew Minami estaba diciendo: “Tú estás bastante lejos de aquí, ¿no es cierto, Bill Murray?”

Linus García estaba en la cama, envuelto en la bata del baño, muy pálido. En la mesa había un frasco vacío de Restoril. Caso cerrado.

Bill Murray: “Bueno, qué quieres que te diga… Yo crecí en un suburbio de Chicago.”

Matthew Minami: “Hablando de Chicago, Bill Murray, ¿qué demonios pasa con los Cubs? ¿No piensan volver a ganar nunca?”

Bill Murray: “Esa es una buena pregunta.”

No había pistas: ni huellas, ni señales de violencia. Nada que indicara la presencia de otra persona. Todo parecía estar en orden.

Había un montón de regalos caros de la compañía Suntory.

Me di cuenta de que yo no estaba haciendo nada razonable allí.

Era un buen momento para intentar largarme. No solamente de la suite de Linus García, sino del hotel Park Hyatt, y de Tokio, y del maldito país.

Aún no he podido hacerlo.

Entre el insomnio y el bar. Miro la gran noche a través de los cristales.

Un buen rato mirando las torres del barrio de Shinjuku, las criaturas de neón reptando por el cielo de Shinjuku, y ya no se puede mirar más nada. No hay nada más allá, no hubo nada antes ni lo habrá después.

La camarera me acerca el café. La chapita con su nombre corona su pecho izquierdo.

—Gracias… Kasumi. Esto está bastante solitario hoy, ¿no te parece?

Luce sorprendida al ver los caracteres lumínicos sincronizados con mis palabras. Pero a continuación luce de lo más habituada a ver todo tipo de cosas sorprendentes.

Tú llevas varios días deambulando por aquí. ¿Negocios o placer?

—Soy un extra.

Yo pensé que eras un huésped.

—¿Conoces a Linus García, Kasumi?

Quizás. No puedo aprenderme todos esos nombres raros.

—Le pagan millones por filmar un comercial de la cerveza Suntory. A mí me pagan un poco menos por salir en una de las escenas, atrás, al fondo. Así es la vida.

Al menos vas a salir en un comercial de una marca importante.

—No estoy seguro. No sé si Linus terminó de hacer lo que quería hacer.

¿Y qué quería hacer?

—Ya no importa. Está muerto.

Kasumi deja caer la copa que está limpiando.

La copa rebota dos o tres veces en el suelo.

No se rompe.

Yo sólo quería ver a Ranma en vivo. Ranma, el prodigio de las artes marciales más disparatadas y absurdas, el ídolo manga que obsesionó por igual a chicos y chicas y sus estados intermedios. Ranma, que ya no era el mismo de antes, que ya no era un adolescente, que ya no era un dibujo animado. Pero tampoco era un ser de carne y hueso como Linus García y como yo. ¿Qué era entonces? Había que verlo.

La computadora de Linus está protegida por contraseña. Tengo suerte al teclado. Pruebo “suntory”, y entro sin problema a los archivos.

Matthew Minami y Bill Murray siguen hablando de deportes. Matthew muestra la traducción japonesa de Cinderella Story: My Life in Golf, el libro de Bill Murray que es parte autobiografía y parte ensayo y sobre todo mucha pasión por los torneos de celebridades. Qué más se puede pedir.

Busco videos, imágenes, textos, cualquier cosa que pueda estar relacionada con la filmación del comercial.

En realidad lo que busco es el secreto del comercial: una secuencia, una imagen borrosa, una línea del guión.

Exceptuando unos cuantos programas, la mayoría de los cuales no sé para qué sirven, el disco duro está vacío.

Por hacer algo, googleo “Linus García”. Navego. En YouTube van a aparecer de inmediato y sin mayor misterio dos (tres, cuatro, cinco…) versiones posibles de lo que estoy intentando ver.

Matthew Minami: “¿A Bugs Bunny lo conociste jugando golf?”

Bill Murray: “No, a Bugs Bunny lo conocí en Space Jam.”

Matthew Minami: “La película de Michael Jordan.”

Bill Murray: “Sí. Uno de los mejores cameos de mi carrera. Yo todavía soy un fan de Jordan, ya sabes. Y Bugs Bunny es el conejo más genial que he conocido. Yo creo que uno debería pensar más a menudo en Bugs Bunny, recordarlo, estudiarlo, escribir sobre él, o mejor, escribir como hubiera escrito él. Por los viejos tiempos.”

Empieza en un restaurante. Ranma está sentado solo. Se acerca una camarera, le pregunta qué desea y él responde: una cerveza, por favor. El restaurante está lleno de extras japoneses. Excepto por una mesa, que apenas se ve, donde estoy yo (he visto a Ranma, lleva el pelo recogido en una larga trenza, no lo puedo describir) conversando con los dos alemanes de cabezas rapadas…

—Somos de Bremen, ¿y tú?

—La Habana —respondí.

—Somos artistas conceptuales.

Ready-mades. Instalaciones.

—Me hago una idea —dije.

—Es cierto. Vienes de La Habana.

—¿Cómo fue que terminaste en esta mierda de comercial?

—Linus García me llamó y me dijo… —y me interrumpieron:

—García es un cerdo traidor. Con los ojos cerrados es capaz de rodar unos minutos que harán de la Suntory la cerveza más famosa del mundo. No podemos permitirlo.

—Por eso estamos aquí. Vamos a joder el comercial.

—¿Desde aquí atrás? —les pregunté—. A lo mejor ni salimos.

Me explicaron que se trataba de un efecto subliminal. Ellos, pagados y patrocinados por Beck’s, iban a estar ahí hablando de la cerveza Beck’s, pensando en el sabor de Beck’s, la mejor cerveza del mundo, usando la ropa que Beck’s les compró, y de algún modo eso tendría que impactar (así estaba previsto) en el inconsciente del espectador.

—¿Están seguros de que va funcionar? —dudé.

—Si no estuviéramos seguros no estaríamos aquí haciendo de idiotas, ¿no crees?

—Si no estuviéramos seguros ya habríamos asesinado a García. Lo hubiéramos hecho parecer un accidente. Por Beck’s, amigo habanero, todo lo que haga falta.

Camino por los pasillos. No tengo nada que hacer. Hasta ahora lo único que tengo es el frasco vacío de Restoril. No debería necesitar nada más.

Encuentro una habitación abierta y con televisor encendido. Entro a hablar con la mucama. La mucama se llama Nabiki.

—¿Puedo cambiar el canal?

¿Qué quieres ver?

—El show de Matthew Minami.

Ese afeminado insoportable. Lo odio. Odio la televisión basura.

Pero el uniforme le sienta bien, y sabe moverse con su aspiradora sobre la alfombra.

—¿Has visto algo extraño en este piso últimamente, Nabiki?

¿Cerca de la suite del señor Linus, quieres decir?

—Entonces lo sabes.

Todo ese rollo sobre muertes de estrellas de rock me tiene harta.

—Él no era una estrella de rock.

Oh, perdón. Del cine independiente.

—No existe el cine independiente.

Lo único extraño que he visto en todo el hotel es ese turista cubano que entra y sale de las tiendas envuelto en un limbo de hastío y profunda tristeza. ¿No eres tú?

—¿Puedes describirlo?

Para mí todos son iguales.

—Hasta luego, Nabiki. Te queda lindo ese uniforme.

Me responde algo que no alcanzo a leer. Apuesto a que es la clave de todo.

Bill Murray: “Hay que tener en cuenta que Space Jam fue concebida como una posibilidad comercial y sólo secundariamente como una película. De lo que se trataba era de vender muchos productos a la vez.”

Matthew Minami: “Uno de los productos era el propio Michael Jordan, ¿no?”

Bill Murray: “Sí, Michael se estaba lanzando como una marca independiente. Independiente de Nike, quiero decir.”

Matthew Minami: “Y también era como un dibujo animado más, o como un nuevo tipo de animación.. ¿No crees, Bill Murray?”

Bill Murray: “Eso venía desde antes. Desde aquellos anuncios de Nike que hicieron del deporte un espectáculo sin límites, donde Michael superaba las capacidades humanas.”

Matthew Minami [suspirando]: “¡Jordan podía volar!”

Bill Murray: “El videoclip de rock llevado al deporte. Algo así. Aquellos anuncios traían algo completamente nuevo.”

Matthew Minami: “Tú también eres una marca, Bill Murray.”

Bill Murray: “¿Yo?”

Matthew Minami: “Aquí tengo una lista. Algunas ideas asociadas a la personalidad de la marca Bill Murray son: un limbo extraño, inalcanzable, heroico; un ingenio extravagante y una resistencia profundamente cool ante la estupidez, el horror, la basura; un tipo algo depresivo, al borde de sus facultades, en el límite del hastío y el agotamiento, no se sabe si un poco más imbécil o un poco más inteligente que los demás.”

Bill Murray: “Por favor. ¿De dónde sacaste todo eso?”

Pregunto en la recepción por los conceptuales de Bremen. Me dicen que ya se marcharon. Fueron los primeros en marcharse. Pregunto por los miembros del equipo de Linus. Todos se han ido también.

Parece que en el hotel no queda nadie involucrado con el caso.

Sentada como una sombra en un sofá del lobby hay una japonesa de buen escote y maquillaje perfecto. No está esperando por mí.

—¿Me firmas un autógrafo? —le extiendo bolígrafo y cuaderno de apuntes. Ella sonríe y desliza en el papel unos trazos automáticos: Akane.

No tienes la menor idea de quién soy, ¿verdad?

—Puedo adivinar. Cantante. Supermodelo. J-pop.

Ella aplasta el cigarro en el cenicero de cristal.

Eres pésimo. Eso no le va a gustar a tus amigos mafiosos.

—No sé de quiénes está hablando, señorita Akane.

Tipos con pistolas. Grandes tatuajes. ¿No estás trabajando para ellos?

—Así que los conoces.

Puedo adivinar. Si te digo diez nombres, siete estarían correctos. Pero esos tipos no valen la pena, Linus. Nunca te van a dejar en paz.

—Lo dices por experiencia.

Puede ser.

Estira los dedos y se mira las uñas: brillan como rubíes. Luego echa la cabeza hacia atrás y cierra los ojos.

—Dime que no vas a estar sentada aquí durante un tiempo insoportable.

Sólo hasta que me traigan lo que estoy esperando. Entonces dejaré de aferrarme a estos cojines y me iré marchitando poco a poco.

Una de las tiendas del hotel Park Hyatt es uno de esos negocios locales denominados burusera: venta de ropa interior femenina usada.

En los mostradores se exhibe una larga variedad de blúmeres envasados al vacío. Cada envase lleva una foto de la antigua propietaria (casi todas adolescentes) usando la prenda.

Entonces entra el turista que yo estaba esperando ver.

Lo que no esperaba era reconocerlo tan fácilmente.

—Oye —me le acerco—, tú eres Julián del Casal.

—Dios mío —suspira él—. Ni que llevara un logotipo en medio de la frente.

Es perturbador. Es afeminado. Usa eyeliner. Tiene unas alas de murciélago que le impiden caminar. Tiene un aire emo. Está más pálido que Linus García, que está muerto.

—Eres Julián del Casal, qué le vas a hacer. Cualquiera que te vea va a decir: ese tipo es Julián del Casal.

—No me dan un respiro —dice, y se pone a examinar los blúmers, y me doy cuenta de que, efectivamente, no respira.

—¿Qué estás haciendo aquí, Julián del Casal?

—Ahora soy detective privado. —Extrae del capote negro un tomito de sus poemas del siglo XIX traducidos al japonés—. No vendió mucho, pero he podido establecerme. Me fascina el tranvía rápido. El shinkansen.

—Le dicen tren bala.

Los dos nos quedamos mirando un blúmer rosado, de tela semitransparente. La etiqueta dice: Scarlett Johansson, y la foto de Scarlett Johansson con el blúmer puesto pertenece a una toma inolvidable de una de sus películas más famosas.

—Dime una cosa. ¿A ti te gustan mis poemas?

—Me gustan ahora —le respondo.

Empieza en un restaurante. Ranma está sentado solo. Se acerca una camarera, le pregunta qué desea y él responde: una cerveza, por favor. Cuando la camarera se va, Ranma mira afuera, hacia a la calle, y se percata de algo. Es una calle populosa del barrio de Shinjuku, pero intuimos que Ranma está mirando más allá. Hay algo ahí detrás, algo que sólo Ranma puede ver. La cámara se mueve en la dirección de su mirada, y entonces vemos cómo los tonos rosados de Shinjuku se vuelven transparentes y detrás, de manera borrosa, va apareciendo un desierto.

Ranma se levanta y sale corriendo. Mira a todos lados y no lo puede creer. ¿Qué se ha hecho de la enorme, la abrumadora ciudad? Cuando mira atrás, el restaurante también ha desaparecido. El desierto lo ha suplantado todo. No hay más personas, no hay extras ni ruido alguno, Ranma está solo escuchando el viento.

Empieza a caminar sin rumbo.

Camina y camina y camina.

Montañas en el horizonte.

Unos pocos arbustos.

Mucha arena.

Y rocas.

Y cactus.

Y los buitres planeando sobre la cabeza de Ranma, bajo el sol que es un destilado de fuego.

Hay un corte temporal y ya tenemos a nuestro héroe arrastrándose, desesperado, muerto de sed. No parece que haya avanzado en ninguna dirección. De pronto su mano se encuentra con un objeto metálico, cilíndrico, que chorrea gotitas de agua.

A Ranma le brillan los ojos cuando abre la lata de cerveza Suntory.

Rápidamente, se desprende de los guiñapos de ropa que le quedan, alza la lata sobre su cabeza y se la vierte encima y entonces su cuerpo, su bien formado cuerpo cubierto de espuma, se transforma: crecen los senos, anchan las caderas, se suaviza el rostro, etcétera.

Ranma, tal como nos tiene acostumbrados, se transforma en Ranma: se transforma en mujer.

¿Qué es lo que está tratando de decir? ¿Que no hay progresos en la investigación?

Uno de los yakuzas está envolviendo en algodón un dedo cortado.

Al menos tendrá sospechas de alguien.

—Para empezar, todos los que participaban en el rodaje abandonaron el hotel —el sudor, frío como la cerveza, me atenaza el cuello—. Todos menos yo.

No se preocupe. Ya nos ocupamos de eso.

—Pero es que da igual si se fueron o no, porque todo parece indicar que fue un suicidio. Tengo dos o tres hipótesis para explicar por qué se suicidó. Ninguna es buena.

Me miran perplejos.

Por supuesto que “todo parece indicar” que fue un suicidio. Es lo que el asesino pretende hacernos creer.

Me miran defraudados.

En resumen, ¿puede decirnos qué ha estado haciendo?

—He pensado un poco. He visto el comercial.

El comercial no existe. Nunca se terminó de rodar. Seguro se imagina por qué.

Ahora lo que veo es a Linus García tirado en la cama de la suite (en algún momento el cadáver se debe empezar a descomponer), con los ojos cerrados, filmando todavía, filmando desde otra parte.

Si no ha llegado a nada es porque no ha pensado bien, porque no ha entendido bien las cosas.

Y nosotros confiamos en que usted, por venir de tan lejos, por venir de donde sea que venga, iba a ser capaz de mirar más allá de una vulgar sobredosis con pastillas y de una simple publicidad de marca. Nos equivocamos.

Esto último me lo invento yo, soy yo el que añade texto a las voces. Tengo que hacerlo, porque los subtítulos se terminaron. Más temprano o más tarde, todos los subtítulos se terminan.

El yakuza guarda el dedo envuelto en algodón en una cajita, la cierra con un lazo y se la entrega a un yakuza más joven, diciéndole algo al oído. El yakuza más joven pasa por mi lado con la cajita y sale de la suite.

—¿Me puedo ir ahora? —pregunto.

En la segunda versión entramos directamente al desierto. La perspectiva es la de una cámara subjetiva, lo que en videojuegos se llama “primera persona”. Es de suponer que vemos a través de los ojos de Ranma, y lo que estamos viendo probablemente sea el desierto de Sonora. La cámara se mueve, avanza, avanza, no sabemos en qué dirección, quizás hacia el norte. Al fin, el norte. Unas millas al norte sí hacen diferencia. Unas millas al norte son la diferencia. Pero ocurre que de pronto el suelo cambia, la arena y las rocas adquieren otra textura. Hemos llegado al océano y el desierto de Sonora continúa, se prolonga en el mar: el Pacífico es una inmensa superficie oscura y petrificada, como de barro, y las olas están quietas como dunas. Ranma sigue avanzando. Entendemos que tiene la capacidad de atravesar cualquier desierto, por vasto que sea. Entendemos que lo hace porque el desierto (en esta primera persona) es parte de él. Después de muchas millas, aparece nuevamente la ciudad abrumadora pero familiar. Es Tokio. Es de noche. La cámara se mete en el vértigo de luces y llega hasta el fondo de un callejón; allí, una mujer mira fijamente a la cámara. Lleva una larga trenza, está vestida a la moda de un comercial futurista (si es que esa palabra tiene algún sentido en Tokio) y luce como un efecto de realidad en el cuerpo que no es posible encontrar en los cuerpos de las mujeres reales. Es un residuo animado, un esplendor que no es físico. Es Ranma. Ok. Pero entonces, ¿quién venía del desierto, quién cruzaba el Pacífico a pie? ¿Un doble, un monstruo, Ulises Linus? ¿Una multitud llena de ojos sedientos, contando los dos míos? La respuesta puede estar en la mirada de Ranma. Pero la cámara esquiva esa mirada que se encuentra consigo misma. La cámara va hacia abajo: desciende por la atlética figura femenina, llega hasta los pies. En el suelo hay una lata de cerveza Suntory, abollada y abierta. Ranma le da una patada.

Matthew Minami: “Bill Murray, ¿tú sabes que la banda Gorillaz, cuyos integrantes son también dibujos animados, tiene una canción titulada Bill Murray?”

(Cuento incluido en la antología Isla en negro. Historias de crimen y enigma, Casa Editora Abril, 2014)

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