Los sueños de la carne
El que la encontró fue un pescador, muy temprano, y después se sentó ante su cuerpo Emilio, el loquito del pueblo, quien había presentido días atrás que la ballena iba a encallar. O al menos eso fue lo que contó. A mí me gustaban sus historias, pero todos los adultos decían que había que evitarlo y yo terminaba por hacerles caso. En cuanto a la ballena varada, me enteré por Marcos, mi vecino, quien a su vez lo supo porque su padre había bajado a la playa a las seis, como siempre.
Para media mañana ya estábamos allí todos los niños de Punta de Piedra, alrededor de aquel cuerpo gigantesco y muerto. Todavía no había empezado a oler, excepto por el olor a mar espeso, al salitre concentrado, y le correteaban por el lomo toda clase de cangrejos y otros bichos de mar. Pero no fue de inmediato que supimos que era una ballena. Podía haber sido cualquier cosa, un dragón, un monstruo, hasta que alguien dijo esa palabra: ballena, y así quedó claro qué era, a qué criatura pertenecía el cuerpo varado.
Esa noche busqué entre los libros de mi abuelo la enciclopedia de tapas verdes en la que se hablaba de todos los animales. Y en el tomo dos, bajo la entrada “Cetáceos”, la encontré. Yo no sabía nada de ballenas, pero leyendo aquel largo artículo (no leí otra cosa durante esa semana) me enteré de que las había con dientes y que las había con barbas, y que entre las diversas formas que tomaban esas ballenas con barbas la que había aparecido en la playa tomaba la de la Ballena Azul o quizá la del Rorcual. Pronto empezaría a descomponerse, a desmoronarse, así que lo que vimos aquellos primeros días resultó ser todo lo que íbamos a saber de su forma. Creo que un grupo de gente del pueblo intentó tomar medidas. No sé qué resultado tuvieron sus esfuerzos; supongo que ninguno, porque cuando vinieron a llevarse los huesos nos preguntaron por el cuerpo y sus formas y nadie supo responderles, o nadie quiso hacerlo.
Mi abuelo estaba preocupado por lo que llamaba mi “obsesión”. Una noche llegó a decirme que aquella enciclopedia estaba hecha de mentiras y que el tipo de ballena que había encallado en la playa no aparecía en sus páginas porque era “otra cosa”. Después, a la mañana siguiente, se arrepintió y me dijo que estaba bien que leyera e investigara, pero que no me hiciera ilusiones con respecto a lo que iba a poder sacar en limpio porque el cuerpo estaba muy deformado y porque la enciclopedia era vieja o una porquería o ambas cosas. Pero la noche anterior, según mi abuela, había estado borracho. Para mí no tenía importancia; en última instancia, pensé, la enciclopedia era suya.
Creo que fue poco después de esa primera semana, a medida que los huesos empezaron a sobresalir y lo que debía ser la piel de la ballena a desmoronarse y ceder, cuando empezaron a escucharse los relatos de balleneros y de todas las ballenas que habían encallado en Punta de Piedra.
Alguien dijo —y yo no pude verificarlo, ni tampoco mis amigos— que los avistamientos de ballenas eran tan antiguos como el pueblo, o incluso anteriores, ya que en los más viejos relatos de exploradores que pasaban por la zona en tiempos antiquísimos suele haber alusiones a las colas, los surtidores y los saltos de estos animales, a veces confundidos con dragones o serpientes marinas.
Un día acompañé a mi abuelo al bar de las afueras del pueblo; era un miércoles por la tarde, creo, y cuando llegamos descubrí que el paseo tenía como propósito que yo escuchara las historias que contaba allí un hombre bastante anciano al que yo nunca había visto en el pueblo. Después de pasar casi dos horas escuchándolo me pareció que de alguna manera lograba acaparar para sí todas las historias que sonaban por ahí, como una suerte de enciclopedista o memorialista de las tradiciones del pueblo, porque habló de los huesos de ballena que habían sido usados en la construcción del abandonado Gran Hotel, de las costillas de ballena disimuladas en la nave de la Catedral, de la gran pintura “Escena de la caza de ballenas” expuesta en el Cabildo, de las ruinas del astillero al noreste, de los arpones que todavía podían verse en el Club de Pescadores y de muchas cosas más, que pronto olvidé.
Sí me importó dar con la pintura aludida y los arpones. Los últimos no fueron un problema: convencí a mi amigo Marcos de que me acompañara y fuimos en bicicleta al Club de Pescadores, al sur del pueblo. Yo sabía por relatos de mi familia e incluso por fotografías que el lugar había visto mejores momentos, pero por aquellos tiempos estaba prácticamente abandonado y sólo servía para la fiesta de bendición de los barcos, el dos de febrero, cuando las mujeres de los pescadores pasaban todo el día limpiando el lugar y acondicionándolo para el festejo. Los arpones, entonces, estaban apoyados contra una pared, en uno de los rincones del salón más grande. Me parecieron, en realidad, nada más que pedazos de metal con cierta forma puntiaguda.
La pintura, en cambio, sí me impresionó. Marcos creyó reconocer el paisaje de Punta de Piedra como fondo, pero yo no logré verlo. Había un mar embravecido, un cielo completamente irreal, roto por remolinos de nubes o huecos que podían tragarse la luna y las estrellas; había también un barco, un poco a lo lejos, y varias barcazas entre las olas, una de ellas, me pareció, suspendida en el aire. Y también, por último, un monstruo gigantesco, algo que parecía más bien la pesadilla de un ballenero demente y no una ballena. No una ballena real: no podía serlo, porque esa criatura no podía pertenecer a un orden natural, a un mundo en el que las ballenas habían evolucionado de otras criaturas emparentadas con los antepasados –como decía la enciclopedia– de los hipopótamos y los ciervos. Si algo parecía, parecía única. No había género o especie posibles, sólo la idea esencial de monstruo, de abominación, de peligro supremo. Sé que yo uso estas palabras ahora, y que de niño debí pensarlo en otros términos, pero la sensación, salvo que mi memoria me traicione, es la misma. Para empezar, era muy difícil distinguirle la forma completa. Había una gran cabeza, sí, pero no era fácil decir cómo se continuaba el cuerpo o exactamente cuántas partes tenía la mandíbula, cortada por las olas. Además, unas aletas que se veían cerca de uno de los barcos y la gran cola que asomaba desde atrás de las olas no parecían estrictamente biológicas, propias de una criatura viva, sino que resplandecían con tonos metálicos y lucían perfiles demasiado duros y complejos, casi como si dejasen entrever un armazón de poleas y piezas articuladas. Lo mismo pasaba con los ojos, que centelleaban como una fragua, y con el vapor que brotaba del respiradero, en el que parecían adivinarse –sin que fuese posible apreciar del todo de qué se trataba– las formas de grandes ruedas dentadas.
Cuando le conté a mi abuela lo que habíamos encontrado en el club y en el cabildo me contestó que nadie en el pueblo conocía a aquel hombre del bar, que así como había aparecido se había ido y que nunca se supo de dónde venía ni cómo se ganaba la vida. La pintura, además, bien podía ser una falsificación, del mismo modo que los arpones podían haber sido usados para cualquier tipo de pesca. No entendí bien qué quería decirme con eso, pero en su momento aquellas afirmaciones me entristecieron, como si establecieran que de la ballena yo iba a poder saber poco y nada o que me había entusiasmado, una vez más, con una nadería.
También recuerdo otro momento, bastante posterior a la aparición del cuerpo, en que Marcos me avisó que un grupo de científicos había venido de la capital y estaba examinando la ballena. Entonces la carne había casi desaparecido por completo, reducida a una mínima espuma solidificada en la que se adivinaba algo así como los perfiles de los órganos, todo eventualmente devorado por las aves marinas y los gatos callejeros que bajaban a la playa.
Algunos niños pasamos esa tarde escuchando a una mujer que había venido con los científicos, seguramente una científica ella misma, muy elocuente e interesante en su manera de explicarnos la importancia del hallazgo y la historia natural de las ballenas. Algunas de las cosas que dijo eran parecidas a las que yo leía y releía en la enciclopedia, pero otras diferían notablemente. Dijo, por ejemplo, que las ballenas hacia siglos que existían en números pequeñísimos y que por esa razón encontrar una muerta en la playa era un acontecimiento singular. Después mi abuela —y otras personas del pueblo, al enterarse de lo que nos había dicho esa mujer— la desmintió por completo: la que había aparecido encallada no era ni por asomo la única ballena que murió en nuestra playa. Era, incluso, un hecho relativamente frecuente, que sucedía como mínimo cada ocho años.
Durante mi vida, sin embargo, eso no había pasado nunca, o al menos yo no podía recordarlo. Pero después de escuchar esas palabras de mi abuela empecé a entrever, a veces en el fondo de los sueños, en esas certezas que asoman en los sueños, a veces incluso al leer la enciclopedia o al escuchar historias de la ballena contadas por la gente del pueblo, una suerte de fondo de memoria, de recuerdos apelotonados y apretujados en una masa difusa e informe. Parcialmente, jamás con claridad, creí recordar que yo había caminado con mis padres por la playa y señalado la forma gigantesca de una ballena varada. En algunos de los recuerdos esa escena sucedía por la mañana, con la luz celeste, casi verdosa de las mañanas de Punta de Piedra, pero a veces se me aparecía —como algo de lo que era apenas consciente, plantado cerca del punto ciego de mis ojos—bañada en el color de remolacha del atardecer. En otras ocasiones, incluso, era con mis abuelos que paseaba por la playa, y a veces también me veía cerca del cuerpo, cerca de la boca de la ballena, en la que creía encontrar dientes, como si se tratase —según aprendí en la enciclopedia— de un cachalote. Y yo siempre era un niño pequeño; me costaba caminar y reclamaba todo el tiempo los brazos de quien me acompañara.
(Entre los despojos de la ballena jamás encontramos barbas o dientes; la mujer que vino con los científicos nos dijo que el cuerpo estaba demasiado deformado por la descomposición como para determinar a qué familia de ballenas pertenecía.)
También estaba la cuestión de las historias que contaba la gente. Con Marcos pasamos semanas recorriendo la costanera y escuchando las conversaciones en los miradores, en el farallón y en los restaurantes, para después tratar de sacar ideas en limpio. Había, descubrimos, muchas historias como las que sugería mi abuela, relatos de momentos del pasado en que otra ballena terminó por morir en nuestra playa. También —entre lo que escuchábamos por ahí y lo que nos contaron en el Cabildo y leímos en un par de libros de historia de Punta de Piedra— empezamos a entender la escala de tiempo implicada, en la que los últimos barcos balleneros partieron del puerto cientos de años antes de nuestros nacimientos, cientos de años, incluso, antes de la llegada de nuestras familias a Punta de Piedra. Mi abuelo confirmó esos descubrimientos y me contó que sus antepasados (los “vascos”, dijo) habían encontrado al pueblo en decadencia y forzaron el pasaje de la antigua economía ballenera a la más reciente apoyada en la pesca y el turismo. En cualquier caso, estaba claro que los barcos balleneros habían partido de nuestro puerto durante más de mil años. Algunos señalaban, incluso, que en los comienzos la ballena era vista como un dios que se sacrificaba para el bienestar de nosotros, los humanos, y que los balleneros, por tanto, eran hombres santos que hacían cumplir la voluntad de la divinidad.
Después encontramos al loquito Emilio en la plaza, sentado en un banco con un libro en las rodillas. Lo saludamos y le preguntamos qué leía. Era un libro sobre las ballenas, dijo, y en sus páginas, según nos contó, se decía que el mundo era el cadáver de una ballena gigantesca, arponeada por Dios para que de su cuerpo surgieran todas las cosas, las montañas, los ríos, los mares, los animales y las plantas. Los primeros humanos, leímos, habían sido tallados de sus dientes.
También encontramos un libro, en la biblioteca del liceo, que sostenía que el mundo había sido dominado por las ballenas, eras atrás. Antiguamente, leímos, las ballenas podían volar, caminar y nadar, y construían hermosas ciudades de cristal que terminaron cubiertas por los mares. Los primeros humanos, decía el libro, habían sido esclavos que se habían revelado contra ellas y, tras miles de años de lucha, las habían exterminado y empujado a los mares, su último refugio. Allí se habían convertido en lo que eran en el presente, una especie mermada, la ruina lastimera de unas criaturas que fueron terribles.
Entre las muchas ilustraciones del libro había una que permanece en mi memoria. En un paisaje montañoso, una ballena alada ataca a un hombre montado a caballo. Ambos, ballena y hombre, están cubiertos por metal, por piezas articuladas de metal que de inmediato interpreté como armaduras; el hombre sostiene un arpón o una lanza, y la ballena está arrojándole fuego por la boca.
Las historias que oíamos en el pueblo eran más bien prosaicas e insistían, aparte de los datos anecdóticos, en la recurrencia de las apariciones de las ballenas en nuestra costa, especialmente para morir. Nos pareció muy extraño que tratándose de un lugar de alguna manera “privilegiado” Punta de Piedra no fuese más conocida a nivel nacional o incluso regional, al menos a la hora de estudiar las ballenas.
Después algunos vecinos nos contaron que tampoco era la primera vez que venían científicos de la capital, que aparecían siempre que una ballena encallaba, hablaban, confundían a la gente con sus supersticiones y después desaparecían sin que se volviera a saber de ellos.
Pero esta vez no fue así. Al mes de la partida de ese pequeño equipo preliminar dos ómnibus cargados de científicos y maquinaria aparecieron en la ruta y levantaron un campamento en las afueras del pueblo. Al día siguiente acordonaron el cuerpo de la ballena, ya casi reducido por completo a una trabazón de costillas, y se pusieron a trabajar.
Por las noches daban cuenta de sus hallazgos. Miren, decían, gran parte del esqueleto está por debajo de la arena —y nos mostraban los huesos ocultos o algo que parecía un hueso largo y curvado—, o señalaban lo que pensaban que eran los restos o incluso la huella del cráneo, o cualquier otra parte de la anatomía de la ballena (a veces ellos mismos se contradecían y uno decía cráneo y otros cadera, por ejemplo), y nos preguntaban por la forma que había tenido apenas encallado el cadáver, cuando todavía estaba cubierto de carne y piel.
También nos pidieron que les entregásemos las “reliquias” que pudiéramos haber recogido en los primeros días de la ballena en la playa. Todos nos negamos, y ellos dijeron ser conscientes de que no podían obligarnos a nada, aunque apelaban a nuestra solidaridad. Es muy probable que hayan ofrecido sumas de dinero, esa noche, en los bares de la costanera, y fue así que aparecieron trozos de piel, de aleta e, incluso, buena parte de un ojo, una especie de gelatina solidificada como ámbar que entusiasmó a los científicos y que era con toda seguridad una falsificación de algún avivado, como decía mi abuela.
Pero yo trataba de escuchar a los científicos lo más posible, y así aprendí, por ejemplo, que no muy lejos de Punta de Piedra había sido hallada una ballena fósil que tenía millones de años de antigüedad y en la que podían adivinarse marcas de la actividad de los balleneros. Supe también que en muchas partes del mundo las ballenas eran un mito, como quien habla de dragones o sirenas o unicornios. Mis padres, pensé, que se habían ido del pueblo hacía ya cinco años, acaso estarían viviendo en un lugar donde la gente ignoraba que las ballenas aun vivían y recorrían los mares y, a veces, morían en las playas de Punta de Piedra.
En una ocasión uno de los científicos nos pidió a Marcos y a mí si podíamos responderle unas preguntas. Le dijimos que sí. Las primeras fueron sencillas: qué habíamos hecho cuando supimos de la ballena, cómo habíamos pasado aquellos primeros días, si podíamos contarle de la forma del cuerpo antes de que la descomposición lo desmoronara, etcétera. Esa noche sentí que al responder algo se había sacudido en mi memoria, como quien abre cajas polvorientas y olvidadas para que un montón de polillas se abra camino por el aire. ¿Cuánto tiempo había pasado? Al responder me sabía un adolescente, casi, y en los recuerdos era apenas un niño pequeño. O quizá eso sentía ante la aparición de la ballena, no sé; pero en esos recuerdos que emergían yo me veía en los primeros días jugando sobre el lomo todavía sólido, rodeado de la gente del pueblo, de fogatas en la playa y de música que venía de la costanera. Era una noche de luna llena, en realidad, y la ballena centelleaba bajo la luz metálica como si su piel todavía no desaparecida estuviera poblada de joyas.
No me atreví a comentarle ese recuerdo a Marcos, ni mucho menos a mis abuelos, porque probablemente, concluí, no era sino el recuerdo de un sueño. En los días que siguieron, sin embargo, me pareció recordar otras noches como esa, y de alguna manera era fácil ordenarlas, siguiendo la pauta de la descomposición del cuerpo. Curiosamente, en las imágenes más viejas era visible la cabeza del animal, cosa que no aparecía en la mayoría de los recuerdos, ni en los míos ni en los de nadie. A la vez, si profundizaba en esas capas de memoria, volvía la sensación de que yo era más pequeño, que las distancias se dilataban y que todo era más terrible y más nuevo, del mismo modo que las habría visto de haber sido casi un bebé, un niño de dos o tres años. Pero no todos los recuerdos funcionaban de esa manera: había algunos, por ejemplo, en los que yo podía ver a Marcos y lo encontraba igual que siempre.
Entonces dejé de leer la enciclopedia. Marcos ya había concluido que nada más podríamos averiguar sobre la ballena y que nadie sabía más que nosotros, que todos los adultos a los que les hacíamos preguntan terminaban inventando las respuestas o aceptando mitos o leyendas sin fundamento alguno. Lo único que dimos por cierto, entonces, fue la historia de los balleneros, con su ascenso y caída.
—Tenemos que escribir un libro sobre las ballenas —dijo Marcos, y le dije que sí, pero que para hacerlo íbamos a tener que escribir también la historia del mundo, de modo que la tarea nos llevaría toda la vida.
Se encogió de hombros.
—Tenés razón —le dije.
Los científicos terminaron por llevarse los huesos de la ballena y la playa pareció volver a su estado de siempre.
Durante esos días todo en Punta de Piedra nos pareció nuevo y reluciente, como si al llevarse el esqueleto de la ballena aquellos científicos de la capital nos hubiesen liberado (a nosotros y a las casas del pueblo, a las calles, a los árboles, a las plazas) del peso terrible que, sin saberlo o apenas sospechándolo, veníamos cargando desde hacía casi tres meses.
Y fue el mejor otoño de nuestras vidas.
Fue cuando aprendí a tocar la guitarra, cuando Marcos le dio su primer beso a Ivana, cuando mi abuelo desenterró aquella medalla de oro, cuando mis padres me mandaron un paquete lleno de regalos, entre ellos un avión para armar. Fue el otoño de los más largos paseos en bicicleta, de tantas sorpresas, de noches cálidas en las que el aire vibraba y centellaba y todos nos mirábamos las caras y no decíamos nada pero sonreíamos, como si de pronto hubiésemos descubierto qué quería decir ser felices. Bajábamos a la playa por las noches, antes de volver a casa, y prendíamos fogatas y bailábamos y nos peleábamos en broma y mirábamos las luces remotas de los barcos más grandes, allá en el horizonte, junto a las tormentas.
Apenas recuerdo el invierno, la primavera y el verano siguientes, como si todo ese tiempo permaneciese invisible gracias al resplandor del otoño que lo precedió. Y, además, después las cosas cambiaron para peor. Mi abuelo enfermó, mis padres dejaron de escribirme, Marcos y su familia se fueron del pueblo. Y estos recuerdos, cuando los evoco, se parecen a hojas quebradizas que el viento lleva lejos y rompe y reduce y hace desaparecer.
Por ejemplo: un día mi abuelo me dijo —con las pocas fuerzas que le quedaban— que apenas se recuperara iríamos a la capital para ver a la ballena, al esqueleto de la ballena, que había sido reconstruido, según dijo saber, en el Museo de Historia Natural.
Mi abuela guardó silencio. Yo traté de parecer entusiasmado, aunque sabía que aquello jamás sería posible, incluso si en efecto estaba la ballena donde mi abuelo decía que estaba.
Y mi abuelo murió pocos meses después.
Yo me quedé en Punta de Piedra. Empecé a pescar, trabajé en todos los restaurantes de la costanera, fui artesano, vendedor ambulante, cuidador de los predios del liceo. Me casé con Agustina y tuve una hija, Margarita, y un hijo, Rodrigo.
Un día viajamos los cuatro a la capital.
Nos había invitado un primo de Agustina, que pasó una semana entera paseándonos por las avenidas monumentales, por los barrios señoriales del noreste, por la Rambla, por la vieja fortaleza, por el Jardín Botánico y, también, por los museos.
El último fue el Museo de Historia Natural.
Ese día le conté a mis hijos que, más de veinte años atrás, una ballena había encallado en la playa de Punta de Piedra, y que sus huesos habían sido transportados a la capital. Y ya en el museo, casi terminado el recorrido, uno de los guías nos llevó a la sala siete, la sala de la ballena.
Allí, suspendido del techo altísimo, estaba el esqueleto de lo que parecía una serpiente. No era tan largo como lo había esperado o como creía recordarlo, y las grandes aletas estaban colocadas por encima de las vértebras, como si fuesen alas. Había también un cráneo, el cráneo de un reptil, de un dragón, con larguísimas hileras de dientes, un cráneo que, yo sabía, no podía ser real.
Una de las paredes de la sala lucía una imagen de lo que habría sido la ballena en el mar. “Reconstrucción tentativa”, confesaba. Y era sobre todo una máquina, me pareció, un barco gigantesco, de vientre nacarado, con una cabeza llena de engranajes y poleas y ojos que dejaban ver un corazón en llamas. Recordé de inmediato la ballena-dragón de aquel libro de fantasía.
—No puede ser, la armaron mal —dije a mis hijos—; la armaron mal, en realidad la ballena…
Y me callé. Porque entendí que me preguntarían cómo era en realidad la ballena, cómo era su forma real, y yo sólo podría responderles que no sabía. Que nunca lo había sabido. Que sólo había visto sus huesos y un montón de sueños de su carne.
Ramiro Sanchiz. Montevideo, 1978.
Comenzó a publicar en 1994 en revistas de ciencia ficción y fantasía. Estudió literatura y filosofía en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República e inició después una carrera musical como guitarrista y compositor. En 2008 figuró en las antologías El descontento y la promesa y Esto no es una antología; y publicó su primera novela, 01.lineal. En 2009 apareció Perséfone, novela corta complementada por un cómic. En 2010 publicó las colecciones de cuentos Del otro lado y Algunos de los otros, más la novela Vampiros porteños, sombras solitarias; y su libro Subterráneos ganó mención en el concurso Narradores de Banda Oriental. En 2011 publicó las novelas Nadie recuerda a Mlejnas y La vista desde el puente. En 2012 el Centro de Estudios Contemporáneos (Buenos Aires) lanzó en edición digital y para descarga gratuita su novela Trashpunk, y ese mismo año salió su nouvelle Los viajes. Obtuvo el Primer Premio Nacional de Literatura 2016 con la novela El orden del mundo. Integró en 2016 el jurado de cuento del Premio Literario Casa de las Américas y preparó para esa editorial cubana el volumen Antología de narrativa nueva ̸ joven uruguaya.