Los senderos despiertos
A grandes rasgos, podríamos decir que una buena parte —más por cantidad que por excelencia— de la más reciente poesía escrita en nuestro país es perfectamente identificable-definible por su afán elíptico, agudos escarceos lúdicos, cierta pretensión intertextual o una feroz introspección (y en ocasiones, todo ello a la vez…). Intención que puede traducirse, al menos entre las voces más interesantes, en un discurso penetrante, coherente, tentador o atractivo incluso, aunque, por lo general, sospechosamente alejado de aquello que, con legitimidad, pudiera seguir llamando una voluntad trascendente, patrimonio de toda gran poesía —aún en nuestros días, nihilistas y/o posmodernos. Tal aspiración, creo, podría identificarse en la postura del ser que se interroga por su lugar y su sentido en el mundo. Que hace de esto un centro importante —si no el más importante— de sus preocupaciones éticas y artísticas (¿o es lo mismo?). Que indaga en y cuestiona todo aquello que lo rodea, la lucidez en vilo, y busca ahí una respuesta, siempre angustiosa, invariablemente lacerante (“lo exterior-desconocido, que está dentro y fuera de nosotros”, como lo definiera Fina García Marruz en uno de sus más penetrantes ensayos sobre poesía). El movimiento constante alrededor de este centro pertinaz, el peligro que implica esta obsesión indagatoria, consciente de la otredad consustancial a esta peligrosa exploración (más allá de coagulaciones lingüísticas/ afanes introspectivos/ cinismo juguetón/ cultos intertextos), constituye para mí el elemento esencial de Los senderos despiertos, el libro de poesía más reciente de Daniel Díaz Mantilla, galardonado en 2008 con el Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas. A mi juicio un libro de poesía no habitual entre nosotros. O mejor, un gran libro de poesía.
La evidente “vocación transgenérica” de este cuaderno es uno de los primeros elementos que llaman la atención, y ello se debe a la consecuente —y constante— imbricación de géneros que existe en la obra de DDM. El tono reflexivo parece ser consecuencia de su ya conocido interés ensayístico; la heterogeneidad compositiva un resultado de su irrevocable vocación narrativa: es imposible separar al autor de este libro de la prosa contenida en Las palmeras domésticas o en·trance, a mi modo de ver, dos de los libros más importantes del emergente corpus narrativo cubano de mediados de los 90 —y aún no lo suficientemente bien estudiados. También son evidentes, sobre todo en la referida intención estructural, los nexos con Templos y turbulencias, publicado en 2004, aunque en éste, su primer libro de poesía, la intención parece estar más cercana a la indagación filosófica, preocupado el poeta en la reflexión sobre el hombre y su lugar en el mundo, en el sentido de la existencia y “la angustia del tiempo” que lo fuerza a “crecer entre preguntas que conducen a nuevas preguntas”, ontología del ser que se interroga y busca, como única y principal vía de conocimiento.
Así pues, en Los senderos… abundan los textos escritos en prosa, pero una prosa bien lejana incluso de lo que suele llamarse “prosa poética”. Las fronteras entre el relato corto y el poema se difuminan, o mejor, se confunden aquí para dar lugar a un material literario, estética o estructura compositiva donde lo importante no es determinar hasta qué punto pertenece a un género u otro, hasta dónde la versificación establece una pauta, o una línea argumental con desarrollo de personajes, situaciones, diálogos, etc., nos acerca a las formas narrativas tradicionales, sino desentrañar, una vez terminada la lectura, ese “no se qué que quedan balbuciendo”, sometidos al rigor de una propuesta más conceptual que estética (como en el caso de Templos…), sólo que ahora, en Los senderos…, las premisas que generan el poema parecen estar más cerca de una reconocible cotidianidad. La “poesía”, entonces, es sustrato, extraña pulsación indescriptible, convicción íntima, parece decirnos DDM; tal vez, sencillamente, esa “expresión de una emoción significativa” en una circunstancia determinada, como quería Eliot. Quizá sea por ello que, según este tipo de estructura compositiva, en ese “estilo” híbrido (como un campo abierto a la especulación) estén escritos algunos de los mejores textos de este libro (“En el establo”, “Escenas matrimoniales”, “Café, sueños…”, “Una visita al zoológico”, “Desierto…”), breve relación a la que, en este sentido, no podría dejar de añadir títulos como “Conversaciones con la muerte” —cuyo aliento nos recuerda al mejor Robert Frost—, “Apoyando las manos en el borde”; “Santos, brujos, líderes, pastores” o “Paseos nocturnos”, títulos estos últimos donde la poesía de Daniel Díaz Mantilla parece alcanzar su definición mejor: situaciones cotidianas, aparentemente anodinas, son metaforizadas por la sensibilidad del poeta hasta adquirir una dimensión otra, descritas, a su vez, con una tentadora parquedad y limpieza estilística, tal vez incluso con esa simplicidad, noble simplicidad, que exige, al decir de Lichtemberg, la máxima tensión de nuestras facultades anímicas. O el arte de expresar con claridad lo que se piensa con vigor; gestos, situaciones, instantes rutinarios, contemplados aquí desde una perspectiva que parece dotarlos de un nuevo sentido —esa pretendida otredad. Y este sentido genera una tensión, tal vez un desasosiego que viene dado no sólo por la fuerza y la transparente extrañeza de sus imágenes, sino, sobre todo, por una muy particular visión del entorno, intuido a través de las múltiples superposiciones —más conceptuales ahora que semánticas— que conforman el espesor o el entramado de la circunstancia social en que el poeta se mueve. Aquí aparecen algunas de las líneas temáticas más tangibles de Los senderos…, como pueden ser el problema de la libertad individual frente a las varias conminaciones sociales (la ideología, la familia, el estado…), evidente en muchos de estos textos desde perspectivas diferentes, o la preocupación por desentrañar y reflejar aquello que parece sustentar o dar sentido a la vida de una persona: sus esperanzas, su fe, y —por contraste— ese estado de desconfianza o desidia que sobreviene después de las decepciones, cualesquiera que éstas sean. Como si existiera una relación directamente proporcional entre estos desalientos y la libertad individual, instante donde parece operarse una suerte de crecimiento o adultez: cómo dejar de ser ingenuo ante un entorno social que puede tornarse adverso pero sin perder el altruismo, o cómo hacer (cómo seguir haciendo) sin esperar a cambio ningún resultado palpable, mutuamente meritorio y tanto menos recompensable. “Escribir sin esperanza ni desesperación”, decía Isak Dinesen, y este axioma fundamental parece aplicarse aquí no sólo a la función del escritor, sino a todo comportamiento o intención humanas (“Soy una voz hecha de ramas en la brisa/ una canción antigua de un poeta ya olvidado/ para una mujer sin nombre, sin rostro, sin edad” (p. 101). No escribimos gracias a la plenitud, escribimos gracias a la angustia, a la carencia. Nada más alejado, no obstante la tentadora intención aproximativa, de cualquier interpretación mística de la poesía o de la vida (¿no son la misma cosa?) en este libro: el místico debe vaciar su interior para dejar entrar a Dios; el poeta hace lo mismo, pero quien debe entrar es el universo. La vigilia de estos senderos parece querer mostrarnos uno de esos accesos.
Atilio Caballero. Cienfuegos, 1959. Poeta, narrador y dramaturgo
Licenciado en Teatrología y Dramaturgia por la Facultad de Arte Teatral de la Universidad de las Artes, La Habana. Ha publicado los libros de poesía El sabor del agua y La arena de las plazas (Premio Calendario, 1998); las novelas Naturaleza muerta con abejas, La máquina de Bukowski y La última playa (Premio Cirilo Villaverde de la UNEAC, 1998); el volumen de ensayos Escribir el teatro (2004) y los libros de relatos Tarántula, El azar y la cuerda (Premio Pinos Nuevos de Narrativa, 2003) y The some remains the same. Obtuvo el Premio Alejo Carpentier de Cuento 2013 con el libro Rosso lombardo. Ha traducido y publicado a varios escritores italianos, entre ellos Claudio Magris, Valerio Magrelli y Eugenio Montale. Actualmente dirige el grupo Teatro de La Fortaleza, con el que ha llevado a escena, entre otros, los espectáculos Woyzeck, La tentación, Tigre, La alegría de los peces, Antígona —según Watanable y Marca de agua (Premio José Antonio Ramos de Dramaturgia, 2000). Textos suyos han aparecido en diversas antologías de narrativa y poesía en Cuba, España, México, Nicaragua y Chile.