Los salvajes
El día no había comenzado bien, pero trató de no darle importancia. Se consideraba afortunado de no ser supersticioso. Un supersticioso no habría salido a la calle al ver lo que él vio cuando abrió la ventana de su apartamento: policías amontonados en pequeños grupos de tres a seis, repartidos por varios puntos de la avenida, sobre todo en las esquinas. “Un operativo”, se dijo. Durante unos segundos estudió el comportamiento de los pequeños racimos de uniformados; mientras, se tomaba una tacita de café. Se dio cuenta de que no le pedían identificación a nadie. Ni tan siquiera a los negros. Además, habían traído barricadas, esas que parecen rejas divisorias para controlar el ganado en una vaquería. Había visto cómo las usaban para cerrar perímetros y contener y controlar a grandes multitudes de personas en la Plaza de la Revolución. Vivir cerca de allí le permitía ser testigo de todo eso en la distancia, como si fuera una foto lejana y extraña. Pero esta vez las vallas estaban muy cerca del edificio en que vivía. “Si la semana comienza así…”, pero no quiso llevar el asunto más lejos en su cabeza. “Hay que mantener la cabeza sobre los hombros, de lo contrario…”
Cuando bajó a la calle para ir a su trabajo, sintió que la atmosfera era inquietante. Evitó pasar entre los policías. Contrario a lo que estipulaba la consigna socialista, se sentía inseguro cuando los tenía cerca. Cuando les miraba a los ojos, veía en la mayoría de ellos almas turbias con uniforme y arma. En ese instante recordó aquello que no se había atrevido a decirles a sus alumnos adolescentes en clase: “La seguridad es un mito de la sociedad moderna”. Pero él no enseñaba filosofía, sino Historia de Cuba.
Mientras caminaba, de vez en cuando miraba hacia el cielo. Estaba despejado y resplandeciente, las nubes, recortadas en un azul intenso, parecían pequeñas almohadillas de algodón que invitaban a tomarse un descanso allá arriba. Se preguntó cuándo sería eso: “no hay apuro, siempre hay tiempo para irse a allá arriba”. Cuando regresó la vista a la tierra, se encontró demasiado cerca de un grupo de policías.
Trató de hacer una maniobra para eludirlos. Quizá el gesto fue un poco brusco o tal vez su lenguaje corporal envió una señal de desprecio. Uno de los uniformados se separó del grupo y lo detuvo.
“Buenos días, ciudadano”. La voz era desagradable, tenía el tono de un niño airado.
Respondió lo más sosegado que pudo. Cordial. No quería parecer nervioso. El policía no le dio importancia.
“Por aquí no se puede pasar”.
Era delgado. Sus brazos en jarras, que culminaban en dos manos nervosas que descansaban sobre el cinturón del arma, les recordaron a los esperpénticos modelos de las cuquitas en las revistas Mujeres que leía su madre.
“Pero este es el camino de todos los días para mi trabajo”.
“Le dije que por aquí no puede pasar”.
“Voy a llegar tarde por la vuelta que tengo de dar”.
“¡No entendió lo que le dije!”
“Pero…”
“¿Está sordo?”, y se viró hacia el resto de sus compañeros.
Se dio cuenta de lo que estaba pasando. Un rito de paso, una prueba de iniciación. Requisito indispensable en las cofradías primitivas, donde se privilegiaban el uso de la espada y el puñal. De eso se trataba. Dio un paso atrás sin decir palabra alguna. “La historia no es más que el juego sucio de la recolección de datos de la supervivencia de los hombres”. Pero eso tampoco se lo había dicho a sus estudiantes. Sin filosofar, sin chistar, dio media vuelta. Trató de no bajar la cabeza, de mantenerla erguida. No supo si lo consiguió. Dejar atrás el espectáculo que se armaba a sus espaldas era lo importante. Miró al cielo y se preguntó si sería un lugar mejor. Se dio cuenta de que las manos se le habían congelado de pronto. El día no había comenzado bien, pero era temprano. Quizás había tiempo para arreglarlo.
“Es la huelga”, dijo una voz de pronto a su lado.
Era un hombre pequeño, de aspecto pusilánime. De esas personas que dan la impresión de sobrevivir a todo, o casi todo. Caminaba como si le hiciera compañía.
“¿Huelga?”, pensó.
El hombre pequeño, al ver el desconcierto, sonrió malicioso.
“La de los taxistas, salió en internet”.
“No tengo internet” .
“AH”, dijo el hombre pequeño y comenzó a separarse de su lado, como quien evita un contagio.
Entre la disyuntiva de dar crédito o no a las palabras del hombrecito pusilánime, decidió que tendría que dar una vuelta enorme para llegar a su trabajo. La opción de esperar un ómnibus era irrisoria, un taxi de diez pesos sería mejor. Llegó hasta la avenida Carlos III. Se ubicó estratégicamente cerca de la parada del ómnibus, calculando la posibilidad de una carrera decente, que no resaltara de manera pública y ridícula su proximidad a los cincuenta años con sobrepeso. Extendió su mano para hacer señas. Había taxis, lo de la huelga era un cuento. Pero pronto cayó en la cuenta de que no se detenían a recoger a nadie, y no porque estuvieran llenos de pasajeros. De hecho, algunos pasaban vacíos. Miró a la gente que pretendía lo mismo que él: tomar un taxi. Se veían angustiados, llenos de incertidumbre, y molestos. Eso no debía extrañarle. Era parte de la historia cotidiana, la que no aparecía nunca en los libros. La fisonomía de una manada compungida y herida, de la cual él formaba parte. “La historia es el barniz de la falsedad de la civilización humana”, pensó.
Finalmente un viejo Buick del 53 se detuvo delante de él. Vio abalanzarse en tropel a las personas que estaban cerca, recibió un par de empujones y un codazo que casi hace saltar sus gafas por el aire. Al ver que quedaba una plaza vacía en el asiento del copiloto, decidió mantener su actitud cívica. Con un gesto que pretendía ser digno e imperturbable, dejando muy claro que estaba por encima de todo atropello, estiró su brazo para alcanzar la manigueta de la portezuela. Una vez adentro, el chofer se dirigió a los ocupantes, como si estuviese haciendo una declaración de principios.
“Ustedes saben lo que hay. Esto es oferta y demanda. No lo inventé yo. ¡Ah!, y no pregunten por la huelga que no sé nada de eso. No estoy pá´ meterme en candela… A ver puro, ¿pa´donde tú vas?”. El tono imperativo del taxista se le pareció al del policía, salvo que era más grave. No era una pregunta cordial, de quien ofrece un servicio, sino una interrogante que demandaba una respuesta, so pena de algo terrible.
“Para mi trabajo”, dijo, entre asustado y sorprendido.
“Puro, y ¿dónde queda eso?, vamos que no tengo todo el día”.
El resto de los pasajeros comenzó a inquietarse. Lo miraban con la misma hostilidad que el chofer. Se dio cuenta que estaba fuera del orden en aquella tribu minúscula que súbitamente se había implementado con una velocidad, que haría temblar la línea temporal de cualquier cronología. Aquella espontaneidad gregaria que lo dejaba excluido, hizo que las manos comenzaran a enfriársele de nuevo. Por primera vez en mucho tiempo sintió temor.
“Vedado. Trabajo en el Vedado”
“Son veinte pesos, puro. ¿Te cuadra?”
“Pero el viaje costaba…”
“Ya lo pasado, pasado, como dice la canción… Puro, si no te gusta, bájate”.
Si poder definir lo que sentía, bajó del auto en silencio. Dio un paso atrás, y observó los rostros en patético cuórum de los ocupantes. Ojos ceñudos, labios apretados, hombros cargados, como si llevaran un peso alevoso, del cual no se podían desprender. Una muchacha no tuvo valor para sostenerle la mirada. Cuando el auto se alejaba, un hombre que había montado en la parte trasera le gritó “¡Estas lento para la ley de la selva!”.
“La historia de las llamadas civilizaciones, supuestamente avanzan, no retroceden. El salvajismo y la bestialidad social son la primera señal de la decadencia y el fin”, recordó haber leído en uno de sus libros de cabecera.
Cuando llegó a su trabajo, subió hasta el aula. La encontró vacía. Había llegado tarde, el horario de su turno de clases estaba finalizando. Se asomó al patio de la escuela. Los alumnos estaban dispersos, felices de no tener que estar recibiendo clases. Incluso, algunos se percataron de su presencia, y no les importó. Estaban muy motivados viendo a tres condiscípulas bailando reggaetón con la música de sus móviles. Meneaban las nalgas y las caderas, como si esperaran que un macho en celo las montase. La escena le recordó las descripciones de los cultos primitivos de la fertilidad. El espectáculo duró hasta que llegó un profesor. Después de llamarles la atención, les comunicó que subieran al aula. “El profe de historia ya había llegado”.
Regresó al aula, y se sentó en la fila de los primeros asientos destinados a los estudiantes. Cuando alzó los ojos y miró hacia la pizarra, vio escrito con tiza y una deforme caligrafía: “La historia es a mi manera” y debajo del rótulo aparecía estampada una firma peculiar: “El nene, la bestia de La Habana”.
Se convenció de que el día no había comenzado bien, pero ya no importaba. Los fragmentos de las experiencias recientes comenzaban a encajar en su lugar dentro de él. Su primera intención fue coger el borrador, pero se arrepintió en el acto. Volvió a leer el pizarrón, una y otra vez. Los alumnos lo encontraron riendo. Las carcajadas se extendían a lo largo del pasillo. Al principio les causó gracia. La risa, al igual que la violencia o la estupidez, es contagiosa. Pero pronto dejaron de sonreír. Finalmente el grupo quedó paralizado. Dos estudiantes salieron del aula corriendo, mientras pedían a gritos por ayuda. Otros, simplemente, sacaron sus móviles y comenzaron a filmar.
Johan Moya Ramis. La Habana, 1978. Narrador
Licenciado y master en Teología y Biblia. Trabaja al frente del Dpto. de Publicaciones de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí y forma parte del Consejo de Redacción de la Revista Espacio Laical, publicación sociocultural y religiosa del Arzobispado de La Habana.
Sus cuentos, artículos, ensayos y entrevistas se han publicado en Cuba y el extranjero, los cuales cubren un variado espectro temático: literatura, el cine, música, sociedad y religión.