Los puercos no vuelan
Finalmente solo puedes ir y sentarte atontado, totalmente noqueado, y esperar; como si estuvieses en una parada de autobús aguardando la muerte.
Charles Bukowski. No hay camino al paraíso.
Cuando entramos el club comenzaba a llenarse.
Dimos paso a unas muchachas alegres que al parecer habían empezado su fiesta en otro lugar.
Me detuve junto a la puerta.
Después ella avanzó, siempre dos metros por delante. Preguntó dónde estaba el baño. Alguien estiró el brazo hacia el pasillo en el otro extremo de la pista. La vi avanzar entre la gente, perderse, reaparecer segundos más tarde bajo un lumínico rojo (en el centro una flecha amarilla señalaba con insistencia hacia su cabeza y dejaba leer con total claridad: Baños). Me dio gracia no verlo hasta entonces.
Se dio vuelta. Tomó su tiempo para mirar el lugar, para mirarme a mí. Entró al pasillo.
Prendí un cigarro.
Mientras esperaba dejé correr la vista a través del humo y las luces. Me entretuve en observar a los que bebían, la mayoría sentados alrededor de las pequeñas mesas plásticas desperdigadas por el salón. Busqué entre los que bailaban eufóricos en aquel reguero de luces amarillas, verdes, azules, rojas; y más allá, entre los rostros apáticos y los románticos agazapados en las sombras. Descarté a la mayoría antes de detenerme en aquel tipo flaco que sobresalía en el extremo derecho de la barra, justo al final, cerca del pasillo por donde ella acababa de esfumarse. A su lado había un puesto vacío. Este puede ser, pensé. Miré hacia el pasillo, Luego a mi reloj. No entendí por qué rayos ella demoraba tanto.
Aunque seguía examinado a los demás, de vez en cuando comprobé que el flaco siguiera allí. Procuré no perderlo.
Minutos después la vi de nuevo. Esperé todavía un poco y cuando estuve seguro de que también me había visto comencé un lento rodeo.
Mientras me acercaba observé mejor al tipo. Quizá llamó mi atención por ser demasiado alto, demasiado flaco, difícil de ignorar incluso entre tanta gente. Parecía tener bastante dinero. Vestía jeans, pulóver y bléiser oscuro. Alcancé a ver su reloj, era caro. En esa misma mano sostenía alguna bebida a la roca. Antes y después de cada trago hacía girar los cubos de hielo dentro del vaso. Miraba a su alrededor con cierto aire de aburrimiento, como si tan solo dejara pasar el tiempo en ese lugar a falta de algo más interesante que hacer.
Sentí algo de envidia, o en realidad mucha envidia. Apuré el paso. Casi a punto de llegar tropecé y fui a caer justo sobre el asiento vacío. El tipo me miró. Se mantuvo serio. Me acomodé. Crucé los brazos sobre la barra y bajé la cabeza. Comencé a sudar.
A pesar del accidente tuve la impresión de que al fin, por primera vez en los últimos meses, el destino giraba a mi favor, a nuestro favor.
La señal no podía ser más clara: de pronto yo estaba allí, junto a este tipo flaco y solo y aburrido, con dinero. Una víctima que había aparecido tan rápido. Un comienzo perfecto para un plan perfecto. Debí ser yo quien lo ideara. Pero en realidad se le ocurrió a ella (es cierto que las mejores ideas siempre fueron suyas). En lo adelante, hasta que ella lo arrastrara al fondo del callejón, mi parte se resumía casi en lo absoluto a la simple acción de mantenerme sereno y no echarlo a perder.
Recuerdo que tenía un miedo tremendo de echarlo a perder.
El nerviosismo pasó de a poco. Dejé de sudar. Pero aún me temblaban las manos, lo noté mientras sacaba un nuevo cigarro. El barman apareció tras un intenso flashazo amarillo, estiró su brazo y me alcanzó un encendedor. Otro flashazo, rojo, y ya la mano no estaba. Le di las gracias. Preguntó si quería tomar algo, negué con la cabeza, dije que más tarde. Pasó un paño sobre la barra, se marchó. Recé para que el juego comenzara lo antes posible. Le di una larga chupada al cigarro y mientras esperaba me puse a imaginar lo que vendría luego.
Miraba al flaco de reojo, como si este pudiera adivinar mis pensamientos. Traté de verme peleando con él. Calculé que sería difícil a pesar de su cuerpo algo desgarbado. No solo por su tamaño o la oscuridad del callejón, es que en realidad nunca supe pelear.
El tiempo siempre te cambia, pero en ese entonces lo mío eran los negocios sencillos: ropas, piezas de computadora, pastillas, cigarros, cualquier mercancía ligera que más tarde pasaba de una mano a otra en el mismo barrio. Dinero fácil para llenar el bolsillo y mantenerla a ella tan contenta como fuera posible. Durante algún tiempo, se me hizo difícil entender cómo fui a caer en aquella locura. Hasta que recordé la tarde, dos semanas antes, cuando nos quedamos de nuevo sin un peso en el bolsillo, el refrigerador como pista de hielo, sin nada que vender, y la escuché decir con esa voz de quien tiene todo bajo control aunque esté colgado de un alero a veinte pisos de altura: Definitivamente, eres un inútil. Pensé que no, pero te has superado a ti mismo. Eres un perfecto inútil. En lo adelante las cosas se harán a mi manera, como tiene que ser.
Y sonará raro, pero me pareció lógico.
El flaco terminó su trago. Dejó el vaso sobre la barra. Pensé que ya era tiempo de poner en marcha la segunda parte del plan. Solo que ahora buscaba entre la gente sin lograr encontrarla. Una señal de mi parte y ella se acercaría a este tipo, elegido de antemano como objeto de seducción, según sus palabras exactas. No dejo de reconocer que me dio gracia escucharla, me recordó a la jefa mafiosa en alguna película. Su explicación fue muy clara. Le entraría suave al tipo (mientras hablaba sus manos se movían rítmicas amasando alguna extraña forma en el aire) y cuando lo tuviera bien caliente lo llevaría hasta ese callejón que vimos a un lateral del club. Yo debía permanecer atento para seguirlos y luego hacer el trabajo rudo, o al menos lo que ella describió como trabajo rudo. Mirando sus gestos me pareció fácil: demasiado fácil.
Bajé el brazo hacia la pantorrilla en busca de confianza. Sentí la funda del cuchillo ajustada bajo la media.
Al final solo conseguí ponerme más nervioso.
De ninguna manera pude imaginar una escena en la que dijera: ¡Si mueves un dedo te abro las costillas! o ¡Quédate quieto, flaco, o te rajo como a un puerco! (pensé en un puerco flaco y volví a sonreír). Cualquier frase que significara dejarle saber sus pocas alternativas. Y no sé por qué me vino a la mente esa frase de que los puercos no vuelan, quizá pura asociación de imágenes, el subconsciente, el miedo. Lo que sí me pareció escuchar con toda la claridad del mundo fue a ella gritando: ¡Eres un inútil!
Entonces parece que la risa fue muy evidente, porque el tipo se volvió para mirarme. Lo miré, aturdido. Hizo una mueca y desvió los ojos hacia la pista. Debió pensar que yo era un poco extraño, o quizá le molestó el humo del cigarro (en realidad yo no debía mirarlo, al menos no de un modo tan evidente). Soy un inútil, pensé, y de nuevo bajé la cabeza.
Por fin la vi aparecer, recostada bajo el lumínico del pasillo. Hice el gesto convenido (más bien como una mueca que consistía en mover la cabeza hacia delante y estirar los labios en dirección al tipo). Me dejó elegir esta parte casi a última hora, cuando protesté porque no tomaba en cuenta ninguna de mis ideas. Asintió y comenzó a acercarse.
Entonces, sin darme tiempo a nada, el tipo dejó su vaso sobre la barra, se puso de pie y se perdió rumbo a la salida.
Quedé tieso, más tieso que un pararrayos, que aquel lumínico rojo con su estúpida flecha amarilla en el centro. Todavía puedo recordarme con la boca abierta, los ojos más abiertos, un me cago en mi madre en la punta de la lengua, la mano sosteniendo el cigarro. Era como si de golpe se hubiera congelado el tiempo y desapareció el suelo, las luces, la música, el mismísimo aire.
Por suerte aquel estado duró apenas un momento, después alguien tropezó conmigo e hizo que reaccionara. Ella llegó detrás, me miró con cara de: ¿Qué coño estás haciendo?, luego se acercó con disimulo y me dijo bajito al oído:
—¿Qué coño estás haciendo?
Yo encogí los hombros y apreté los dientes.
Me cago en mi madre, terminé de decir antes de que el cigarro me quemara los dedos.
Y no es que nos interesara aquel tipo en específico, a fin de cuentas era solo eso, un tipo más. La cuestión de fondo, lo terrible, era tener que empezar el juego desde el inicio, buscar entre la gente, elegir, acortar la distancia, hallar el momento justo. Me atrapó la idea de que lo mejor era marcharnos de allí, verlo todo como un ensayo y esperar otra noche, ya con más experiencia. Pero ella no aceptaría, ni pensarlo siquiera.
Respiré profundo y comencé de nuevo la búsqueda. Ahora los rostros se confundían. Todos menos el de ella, que se adueñaba del lugar, restregando, seduciendo. Nuestras miradas se cruzaron en algún momento. Hizo un gesto extraño. Yo no supe qué hacer. Empezaba desesperarme. Giré en mi banqueta. Por puro instinto agarré un cenicero, lo dejé deslizarse sobre la madera de la barra.
Cuando levanté el rostro me vi en el espejo: los brazos apoyados contra la barra, los dedos cruzados, la cabeza hundida en los hombros.
Entonces él se movió.
El gordo levantó la botella, se dio un trago, bajó el brazo. Levantó el otro brazo y se acarició la cabeza casi desierta. Cada gesto con una calma pasmosa. Luego volvió a estar quieto.
En realidad no era tan gordo, ni tan bajo, ni tan calvo. A falta de algún rasgo característico lo vi solo como un gordo. Recordé al puerco y se me ajustó más a la idea. Sin darme cuenta había ido a caer entre un gordo y un flaco (me dio gracia y traté de recordar los nombres de aquellos personajes cómicos, pero solo veía sus rostros risueños). Le puse más atención. Se movía, poco, pero se movía. Un gesto gelatinoso al mirar de reojo a las mujeres que le pasaban cerca, una mínima inclinación de cabeza, un movimiento oscilatorio, mecánico. Encendí un cigarro. Respiré profundo y puse a funcionar el cerebro. Me fijé en la botella que sostenía en sus manos. En cinco segundos tracé lo que creí un inteligente esquema mental: gordo-tímido-con-cara-de-zonzo-tomando-cerveza-fuerte.
Pudo ser nada, pero no sé, me pareció que eso de la cerveza fuerte no iba con él. Tampoco conmigo. A pesar de ello pedí una de la misma marca.
Pagué y recogí el vuelto. La cosa no estaba para propinas. Cuando el barman se retiró encontré de nuevo mi rostro en el espejo. Me vi más confiado. Levanté la botella y propuse un solapado brindis a mi salud. La noche aún era joven. Me consolé con que tal vez me había desesperado por nada.
Pensé en el gordo. En caso de empezar una conversación le diría: “Esta cerveza es la mejor, ¿verdad?”. Botella en alto, gesto exagerado con los brazos, una mueca luego del primer trago.
“Sí, seguro”, debía contestar él, siempre según mi lógica. Al hacerlo puede que dejara ver una sonrisa nerviosa. Por lo general los gordos tímidos tienen esa sonrisa nerviosa y aquel no tenía por qué ser la excepción.
“Hace un calor tremendo aquí adentro ¿no? He pasado algunas veces, pero nunca antes entré. ¿Vienes a menudo?” Pregunta directa, mirando fijo a sus ojos para darle confianza.
“No…”, me respondería luego de pensarlo un poco. “En general no salgo mucho.”
También por lo general los gordos tímidos no salen mucho.
“¿El trabajo…?”
“No, solo no salgo mucho”, dijo él en mi mente.
Pero entonces lo vi darse vuelta y dejar la botella vacía sobre la barra.
Temí lo peor.
Por suerte solo fue el fin de nuestra charla imaginaria. El barman se acercó rápido y le ofreció otra cerveza. El gordo asintió, se pasó una mano por la frente. Cuando el barman estuvo de vuelta le dio las gracias. Aposté con la imagen del espejo a que ahora subiría el brazo y luego se quedaría tieso de nuevo.
Me sentía con suerte.
Gané otro trago.
Hice un gran esfuerzo por organizar mis ideas. Pensar es un ejercicio estresante, siempre me confundo y termino complicando las cosas. En eso no he cambiado mucho.
El espejo devolvía la difusa imagen de mí mismo: yo recostado a la barra con un salto de ojos para pedir otra cerveza.
Un trago.
Una mueca.
También era parte del cuadro el hombre a mi derecha, de espaldas. Ese gordo con cara de zonzo que había dejado otra vez la botella sobre la barra y ahora no dejaba de pasarse las manos por la frente, ya más activo, movimiento alterno de izquierda y derecha con pocos segundos de intervalo.
Al otro lado del gordo encontré a una mujer, sentada de lado con las piernas cruzadas bien arriba.
Era ella.
No sé en qué momento llegó ni cuánto me perdí. Tal vez hice algún gesto involuntario, uno de tantos, o ella tomó la decisión por su cuenta. El caso es que allí estaba.
Me incliné un poco hacia ellos. El gordo estaba pálido. Aunque también pudo ser el efecto de las luces. De cualquier manera sí estaba nervioso, eso era evidente, nervioso y asustado (se me ocurrió la absurda idea de que un gordo asustado podía convertirse en algo peligroso, no sé por qué). Ella se encimó para hablarle, tanto que hasta yo pude sentir su aliento mentolado. Nuestros ojos se encontraron en el espejo. Sentí que me miraba como si sus palabras fueran para mí. Luego de pedir una cerveza le preguntó al gordo si sería tan amable de pagársela.
—Porque un gordito tan sexy debe siempre tener dinero para complacer a una mujer como yo –dijo.
Él abrió dos veces la boca sin pronunciar palabra.
—¿Entonces…?
Él dijo sí en un hilo de voz y se pasó una mano por la frente, la izquierda, creo. Luego abrió la billetera. Alcancé a ver el contenido, no estaba nada mal. Ella buscó mis ojos. Le dio las gracias acariciándole un muslo, cerca de la entrepierna. Al hacerlo volvió a mirarme. Los temblores regresaron. Apuré lo que quedaba en mi botella y pedí otra.
—¿Esperas a alguien? –preguntó ella.
Él negó con la cabeza.
—¿En serio? Entonces imagino que buscas compañía –y le puso esa cara irresistible de cuando me pedía algo.
Recordé la noche anterior. Ella dijo que no importaba, que improvisaríamos sobre la marcha: solo tenemos que llegar, fichas a alguien con dinero y yo me encargo de lo demás, dijo. Pero ahora todo en ella me parecía profesional, como ensayado miles de veces antes de este momento. Quizá todas las veces que caí ante esa misma mirada.
No podía dejar de pensar y su voz me llegaba con intermitencia:
—¿Y nunca… oscuro… con una extraña? –alcancé a escuchar.
Y la extraña se dio un trago, le posó al gordo una mano en el rostro, dejó ver su lengua, se mordió los labios, me miró.
Pero él continuaba callado. Ahora, además, comenzaba a frotarse los muslos. Parecía a punto de convulsionar.
Ella no tenía frenos.
—Pues sigue mirándome de esa manera y lograrás seducirme.
Y en realidad, lo que se dice mirarla, el gordo no la miraba. De hecho, el menor contacto visual le hacía regresar la cabeza como si recibiera un galletazo. A falta de mayor claridad comparé su movimiento con el del carro de mi vieja Remington.
O en realidad hizo que pensara en aquella tarde en que llegué a la casa y ella me dijo: Vendí el tareco ese… ¡Mira!, esto fue todo lo que me dieron. No sé por qué lo guardabas tanto, si ya no estudias. Además, nunca escribiste ni una puñetera carta en tu vida, no a mí al menos. Y luego tiró los doscientos pesos sobre la mesa, así, como si me hubiera hecho un gran favor. Discutimos un poco, pero entendí que ya no tenía caso y terminé por darle la razón. Por la noche encontré un par de vestidos nuevos en el closet; según ella, regalos de su hermana. Preferí no averiguar.
Aunque vi al gordo sonreír por primera vez, mi mente estaba en cualquier lugar menos allí y también me perdí el motivo. Entonces ella sacó una pastilla mentolada, la metió en su boca. Sacó otra y la puso en la boca del gordo. Siempre despacio. Parecía una madre alimentando a su hijo. Pocas veces pude imaginarla así, tan tierna. Menos aun si la asociaba con un niño. De hecho, solo conocía dos cosas en este mundo capaces de despertarle repulsión: una, las cucarachas; la otra, los niños, sobre todo los recién nacidos. Son solo una carga, llenos de vómito y mierda blandita. Lo decía con una gran mueca de asco cuando yo sacaba el tema, como si fuera apenas otro de tantos entre sus chistes de humor negro. Por supuesto, en el fondo ambos teníamos bien claro que aquello iba en serio. En momentos como esos me preguntaba qué diablos hacía con alguien así. Aunque la respuesta solía llegar un poco más tarde, desnudos y sudados sobre la cama, con mi cara pegada a sus nalgas.
Eso era.
Una madre alimentándose a su hijo.
Cebándolo.
Para comérselo luego.
—Eres una mujer muy linda –se atrevió a decir el gordo.
Me resultó patético.
Ella soltó una carcajada que pudo ser realmente sincera.
—Eres muy gracioso –dijo luego, sin parar de reírse–. Me gustas.
Tuve la impresión de que en realidad no la conocía.
Pedí otra cerveza.
Le dijo al gordo que la esperara un momento. Cuando me pasó por delante aún tenía esa sonrisa pegada a la cara.
La vi meterse entre la gente. Un rato antes quizá hubiera estado orgulloso de que una mujer así fuera mía. Pero ahora, no sé, ya había escuchado suficiente mierda, y supongo que también estaba un poco borracho.
Solo pensé: puta.
Miré al gordo y estuve a punto de compadecerlo. El pobre no sabía si tragar la pastilla mentolada, sobarse los muslos, subir los brazos o mover la cabeza. Volvió a parecerme un blanco perfecto, nada que ver con el tipo peligroso que imaginara momentos antes.
Se supone que yo no debía hablarle, pero no pude contenerme:
—¿Está buena, verdad?
Él me miró con susto, como si yo fuera un fantasma que hubiera aparecido de la nada.
—Sí, aquella del vestido rojo, la que hablaba contigo ahora mismo.
Trató de disimular inclinándose un poco en la banqueta. Estiró los labios antes de mover la cabeza de un lado a otro. Después se pasó una mano por la frente.
—¿Tú la conoces? –se atrevió a preguntar.
—No… –le contesté, poniendo entonces lo que debió ser una cara de extraño amigable con cerveza en la mano. Me hubiese gustado verme en el espejo, pero ahora yo también estaba de espaldas–. Esperaba que pudieras presentármela, si no estás interesado en ella, claro.
Él sonrió, ahora un poco más relajado.
Empiné la botella hasta vaciarla. Pedí otra. Luego lo miré en espera de una respuesta que pareció no llegar nunca. El alcohol hacía lo suyo, lo sentía en todo el cuerpo, en la pesadez del cerebro.
—No, tampoco la conozco –dijo, mientras se acercaba un poco para hablarme–. Hoy debo estar de mucha suerte, parece que le gusto.
Y sonrió de nuevo con esa sonrisa de gordo tímido.
Esta vez fui yo quien lo miró perplejo, preguntándome si acaso podía existir todavía alguien tan ingenuo, tan comemierda. No sé si fue eso mismo lo que empezó a revolverme por dentro.
—Si –le dije–, parece que le gustas.
—No sé, no tengo mucha suerte con las mujeres.
Por qué será, pensé, mientras me daba un trago de la botella que el barman acababa de ponerme sobre la barra.
—Pero bueno, ¿y si le gustas qué? Ya sabes lo que dicen de la suerte.
Entonces lo vi agarrase los huevos, o eso me pareció. Tal vez fue un gesto involuntario al sobarse los muslos. A lo mejor solo se acomodaba el pantalón. Pero fue suficiente para imaginarlo desnudo sobre ella, embarrándola de su sudor pegajoso, repugnante, con aquella cara grotesca hundida entre sus piernas. Y lo peor es que a ella le gustaba, empinaba las nalgas y le estaba gustando y le pedía más al gordo. Dame más, mi gordo, así, dame más, le decía.
—¿Y te gustaría estar con ella, eh, eso te gustaría?
Hablé sin pensar, como si escupiera un mal trago.
—Sí, claro, yo… —balbuceó por fin, y comenzó un movimiento de cabeza que pudo significar cualquier cosa. Pero no le di tiempo a terminarlo.
—¿Eso, nada más, gordo? —le dije pegándome a su cara—. ¿O lo que quieres decir es que te gustaría templártela?
Mi reacción lo tomó desprevenido. Quedó tan tieso como yo cuando el flaco desapareció de mi vista. Pensé que no respiraba. La botella se le escurrió un poco de las manos y estuvo a punto de caer. Se movió incómodo en la banqueta.
Seguí adelante sin poder contenerme:
—Vamos, macho, no hay que disimular, seguro te encantaría pasar toda la noche estrujando ese par de tetas, ponerla de espaldas, darle hasta que hayas quemado la tonelada de grasa que llevas arriba.
Por un momento me dejé llevar y disfruté aquello de estar casi borracho. Luego vino la seguridad de haberlo metido la pata, aunque en fin, ya no había remedio.
Pensé que se levantaría para agarrarme por el cuello, o algo así. En cambio se mantuvo quieto, la vista en algún punto entre luces y la gente. Seguí su mirada y descubrí que ella estaba cerca.
Tuvieron que pasar algunos minutos antes de que lograra recuperar la calma. Saqué la caja de cigarros. Le ofrecí uno.
—No…, gracias –dijo, sin mirarme.
Recosté la espalda a la barra, encendí el cigarro. El calor era intenso, las gotas de sudor comenzaban a empaparme la espalda. También estaba aquella música infernal, un ruido repetitivo y estremecedor de agudos y bajos machacándome el cráneo.
Me di vuelta. Aparté la botella vacía. Apoyé ambos codos sobre la barra, luego la cara entre ambas manos. Sentí algo de mareo. Las ideas se escapaban para rebotar contra el espejo. Cuando por fin pensé tener alguna me sorprendí agarrándole la solapa al barman. Preguntó si quería otra cerveza. Retiré el brazo, ofrecí disculpas. Le dije que sí.
Pensé de nuevo en ella. Creo que no me vio hablar con el gordo. Bailaba cerca de nosotros, pero dándonos la espalda, prometiéndose para él como una perfecta y deseable desconocida. Sentí un buche amargo que se me atoró en la garganta, a duras penas logré reprimirlo.
Entonces el gordo se inclinó y me dijo que sí, que le gustaría acostarse aunque fuera una vez con una mujer como esa. Detuvo la mano izquierda a mitad de camino rumbo a su cabeza, la bajó y se acarició los muslos, los huevos.
Esta vez quedé en silencio.
Puse la botella fría sobre mi frente.
Él decía algo, con un tono más bajo, lento, casi misterioso. Hablaba y se frotaba los muslos con las dos manos, ambas cosas a un ritmo. Quien lo viera desde otro lugar pudo pensar que era un borracho hablando solo. Me pareció que estaba borracho. Lo veía gesticular, pero no escuchaba más que la música y los gritos. Hasta ahora solo alcanzo a imaginar lo que debió decir. Cuando terminó creo que le faltaba el aire.
Tomé un trago y la cerveza me supo amarga, demasiado, la dejé sobre la barra.
Sin previo aviso, ella se acercó al gordo y le dijo algo al oído. Él se levantó y se abrieron paso hasta la salida.
Los seguí. A pocos pasos del club me detuve. Los vi alejarse, girar a la derecha en la primera esquina. Encendí un cigarro y lo fumé despacio. Miré el reloj. Seguí el recorrido del segundero por la esfera durante los dos minutos acordados. Luego me salí del plan y dejé escapar otro par de minutos. No podía moverme. Se me acercó una pareja que iba de salida. Preguntaron la hora. Lo pensé. Les dije que el reloj estaba roto, no sé por qué. Se miraron extrañados y siguieron de largo. Esperé otro poco. El aire estaba fresco, agradable. Caminé hasta la esquina, me detuve. Después de mirar hacia atrás entré al callejón.
Estaba muy oscuro, tal como ella lo describió dos días atrás, cuando explicaba por qué le parecía el mejor lugar. Avancé pegado a la pared, representándome en la mente el estrecho camino entre las cajas y los trastos que vimos esa misma mañana. Tuve incluso la loca idea de que quizá ya no estuvieran allí, o que tal vez no estuvieran solos. Seguí. No tropecé con nada. Me pareció escuchar algo. Era como una lucha de mudos: roces, gemidos. Imaginé al gordo con los pantalones por los tobillos rogándole que empezara de una cabrona vez, que la chupara toda, y a ella dejando correr sus manos por aquel cuerpo pegajoso para hacer tiempo, acariciándole la panza y los huevos empapados de sudor.
Estuve a punto de chocar con ellos. Los vi a un par de metros. El cabrón gordo la tenía de espaldas, doblada contra uno de los tanques de basura, y le daba duro por detrás, le daba, le daba, le apretaba el cuello, bufaba y la embestía con furia, con toda la furia que puede tener un animal en abstinencia. Se veía más grande, enorme. Miré alrededor. Por puro instinto comencé a buscar algo para atacarlo, cualquier cosa. Junto al muro encontré una botella. Me agaché sin dejar de mirarlos. Ella gemía, estiraba los brazos y la cabeza hacia atrás, intentando defenderse sin alcanzarlo. Él estaba tan fuera de sí que nada lo hubiera distraído. Pero ella me vio, lo sé. Por un momento presentí el peso de su mirada y la escuché gemir con más fuerza. Intentó decir mi nombre, o eso me pareció cuando vi aquella mueca. Me levanté con las manos vacías. Retrocedí algunos pasos y escapé tan rápido como pude.
Justo al llegar a la esquina una ola caliente subió incontenible desde mi estómago. El vómito me salió por la nariz y la boca. Quedé doblado. No podía mover las piernas. Entonces fue que recordé el cuchillo. Sin embargo lo agarré solo para envolverlo en el pañuelo luego de limpiarme la cara y fue a dar entre unas cajas de plástico. Me recosté contra la pared. Miré de nuevo hacia atrás. Desde el fondo del callejón salía apenas una densa oscuridad, ningún sonido.
No sé qué me hizo regresar al club. Me detuve ante la puerta. Quedé allí, fumando, tampoco sé por cuánto tiempo.
Luego de un par de minutos quizá, entré.
Ya el lugar no estaba tan lleno.
Fui a ocupar el mismo sitio en la barra. En el espejo se reflejaban algunas luces, mi rostro aún descompuesto. Miré un par de veces hacia la entrada. No apareció nadie. No puedo explicarlo, pero me sentí más tranquilo, tranquilo y atontado como un sobreviviente al final de la guerra.
Nguyen Peña Puig. Camagüey, Cuba, 1977. Licenciado en Derecho
Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, Finalista del XV Premio de Cuento La Gaceta de Cuba, Primera Mención en las Ediciones XXIII y XIX del concurso de cuento Ernest Hemingway, Mención en el Premio David de cuento, año 2012. Mención en el Premio Calendario de Cuento, año 2012. Premio de cuento La Gaveta (AHS de Pinar del Rio), año 2013, Premio David de cuento, año 2013. Premio de narrativa “Hermanos Loynaz”, año 2013.