No es hasta que lees un libro suyo en la quietud de la cama, a solas con 76 páginas, que lo entiendes: Yosie Crespo (Pinar del Río, 1979) no le teme a la palabra cosa; ni a la palabra dicha. No teme a lo que algunos consideran palabras no poéticas. Yosie no es Midas, pero cada expresión que toca la convierte en poesía.
Es la mirada sensible de quien se ha ido —se la han llevado— de una casa, de un municipio, de una ciudad, de un país, de un cuerpo, que experimenta a ratos “el gorrión” o, a su manera, el pájaro que aúlla.
Y el pájaro aúlla porque Yosie tampoco teme a las influencias. La angustia de la que hablaba Harold Bloom, Yosie la experimenta en otro sentido: el aullido de su pájaro, aunque “una golondrina no hace verano”, es el de una generación de pájaros emigrados cuyos mejores cerebros se han perdido en sucursales de Starbucks, McDonald’s o H&M.
Yosie dice, a veces, que ella hace su literatura sin saber quién dicta y, en algún momento, hasta menciona nombres: Marguerite Yourcenar, sí; pero también, y especialmente, Allen Ginsberg.
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Catar los olores, el sabor poético de cada frase, hacer una autopsia a estos versos —no porque estén muertos, sino todo lo contrario, por estar demasiado vivos— puede hacerse sin dilaciones, por el disfrute estético en sí mismo. Y se encuentran versos como estos:
…“Después de un largo viaje, el viaje nunca termina”…
… “Soy la que se va… y tantas mujeres ya he sido”…
… “No son para mí cosas extrañas
esta tierra que me ha visto llorar desde la risa
ni este pájaro que aúlla de nostalgia”…
Son ejemplos de que este poemario se sostiene sobre la metamorfosis, sobre la transformación del yo, de su (s) sujeto (s) lírico (s) en el viaje que lo trasciende.
Leer a Yosie, por otra parte, me mantuvo con una constante sensación de deja vu. No porque hubiera leído antes versos similares; sino porque son versos que los siento como míos; los hago míos; me recuerdan los versos que he querido escribir desde mi autoexilio, al interior de mi ser. Y Yosie los canta con tanta fluidez, y con palabras que tan pocos poetas se atreverían a escribir: cascarones, granizos…
Sospecho que estas palabras son tan infrecuentes en la literatura nuestra como la nieve. Me alegra que, mucho antes de lo que yo pensara escribirlas, existiera una Yosie para hacerlo, la misma poeta que en algún momento dice, con la mayor claridad y fuerza provocativa: “Esto no es un poema”, para más tarde titular otra página como “El poema”.
En todo ello, además de pájaros —leitmotiv esencial— hay ciudades, dioses y, por supuesto, mar, un mar infinito “donde no hay refugio natural, solo mar por todas partes/pueden verse pájaros/ que ningún cazador logrará matar”… Hay una isla que si bien a veces se torna espacio invisible, vestigio de la memoria; otras, cobra sentido de patria, país, nación. Aunque a veces, digámoslo también, es “un país que se desploma”.
¡Qué maravilla —pese a las roturas que entraña— la de ser una suerte de Frankenstein cultural! Y que estén tan cerca ese país que se desploma y Kurt Cobain: “he aprendido a decir/hasta cubrir las distancias insalvables”. No se necesita más explicación, el verso es lapidario, hermoso, atraviesa corrientes de sentido universales —como ha de ser el verdadero verso—.
Quien se aproxime a la lectura de Caravana encontrará sus propios ecos y avanzará en el siempre largo y sin retorno camino de la “autoasunción”.