La mayoría de los libros que se venden en las Ferias del Libro de nuestro país son infantiles. Esa cifra se debe en parte al misterioso interés del estado en imprimir libros para colorear, y en parte al hecho de que los cubanos adultos no compran libros para sí mismos. Es mucho más fácil para un adulto comprarle un libro a su hijo pequeño. Digamos que se concibe como una inversión educativa: mi hijo leyendo se va a hacer más inteligente, así que como padre mi obligación es comprarle libros.
Si los niños fueran dueños del dinero que emplean sus padres en libros infantiles, de seguro lo destinarían a otra cosa. Los padres no se han puesto a pensar en que los niños suelen leer por imitación de los adultos y no porque tengan libros enfrente. Es un hábito adquirido, como comer vegetales. Porque es cierto: para la mayoría de los padres leer es comparable a comer vegetales. Son cosas que hay que hacer aunque a uno no le guste. Después voy a comentar sobre esta visión errónea de la literatura, por ahora dejemos claro que la mayor parte de los recursos destinados a los libros para niños en nuestro país se están derrochando. Que los padres compren libros no quiere decir que sus hijos los lean.
La responsabilidad del asunto queda un poco en el aire. ¿Cae sobre ministros y funcionarios, o sobre los que escriben e ilustran literatura infantil? ¿Cae sobre los padres, o sobre los maestros de las escuelas? Creo que la responsabilidad más inmediata, más superficial, es la de los editores. No de todos, pero al menos de una parte de ellos.
Pienso en esas colecciones editoriales horrendas con dibujos horrendos, que dicen promover los libros para niños que también puedan ser leídos con placer por los adultos. Esos libros cubanos, hasta donde sé, no los leen ni unos ni otros. No porque resulte imposible que un libro infantil sea leído con placer por un adulto, sino porque hasta ahora, en la mayoría de los casos, lo que hacen esos libros es tomar historias de adultos y adaptarlas a la fuerza dentro del universo de los niños. Fuera de que en vez de personas son animales los que hablan, y fuera de que el lenguaje está visiblemente simplificado, siguen siendo libros de adultos. A menudo, malos libros de adultos, por si fuera poco. Con ilustraciones de malos artistas.
En tiempos posmodernos, un artista que no sepa dibujar podrá engañar a una galería de arte o a un crítico, pero jamás podrá engañar a un niño. Esas colecciones editoriales de vanguardia solo sirven para engordar el orgullo de sus editores, y para dar trabajo, de paso, al océano de escritores desempleados que hay en Cuba. Personas que, ante la falta de presupuesto de la literatura para adultos, se vuelcan hacia la literatura infantil. Una afortunada e imprevista consecuencia de ese fenómeno, vale la pena aclarar, es que algunos de nuestros escritores de ciencia ficción y fantasía han descubierto a su público más apropiado y, con un poco de suerte, se mantendrán fieles a él.
Otros libros, a menudo enfocados hacia los niños más pequeños, no caen en la tentación de introducir elementos visuales o narrativos del mundo adulto, pero son demasiado escolares, se nota demasiado la intención de que los niños aprendan cosas. Yo odiaba esos libros insípidos y vegetarianos, porque sentía que me trataban como a un idiota. La literatura infantil, para que sea considerada literatura, debe producir en los niños un extrañamiento no menos intenso y genuino que el que sienten los adultos.
Lo que sucede es que lo que impresiona a un adulto no es lo mismo que impresiona a un niño. El adulto puede imaginar o recordar sus emociones de niño, pero lo inverso resulta imposible. Tom Sawyer nos sigue gustando porque nos sitúa en situaciones que nos eran emocionantes en otros tiempos, y su placer está hecho no solo de lo que nos impresiona hoy, sino de la nostalgia natural que sentimos por la infancia. Numerosas situaciones sociales y personajes adultos que hoy nos conmueven son en cambio aburridos para un niño. La consciencia del niño se basa en el rechazo a todo lo que le huela a adulto, y la literatura infantil debe hacerle olvidar al niño, a fin de cuentas, que está hecha por adultos. Si tiene que llegar a ser políticamente incorrecta y transgresora, que lo sea, pero dentro de los parámetros de transgresión del mundo infantil.
Peter pan, escrita en el siglo XIX, es para un niño una historia más transgresora que cualquiera de las alegorías sobre migración o abuso doméstico que han hecho algunos autores cubanos contemporáneos en sus libros infantiles. Recordemos los extraños dibujos de Donde viven los monstruos, del siglo XX, que causaron la indignación de miles de padres, y el éxtasis de una generación de niños que querían escapar de la realidad. No es casualidad que las mejores historias para niños involucren exilios a mundos insólitos y extravagantes. En parte la literatura es eso, y lo continúa siendo para los lectores adultos, aunque de una manera más indirecta. Los dibujos de Donde viven los monstruos no intentaban situar al artista en los manuales de Historia del Arte, sino que capturaban las pesadillas de los niños y las hacían entrañables. En algún punto, sospecho, el arte verdadero traspasa lo que el arte entiende por su propia cuenta.
Nuestras editoriales no pueden revertir el fenómeno del interés de los niños en otros asuntos, como los videojuegos o el cine de superhéroes, pero pueden ser más precisas a la hora de enfocar sus productos. Pueden dejar de gastar papel y tinta en libros tontos que se ven contemporáneos o educativos ante los ojos de los padres, despedir a los malos dibujantes y escritores, y centrarse en un público más pequeño e insatisfecho, el de los niños que de verdad leen, que por lo general buscan libros de editoriales extranjeras, por cierto. ¿Acaso han olvidado que esos niños existen?
Por último, quiero decir que la solución no está en aproximar nuestros libros a los superhéroes, y a lo que se espera que guste a los niños. Para eso ya están las películas y los cómics. Nada de versiones cubanas y educativas de cosas que corresponden a medios ajenos a la literatura. La literatura infantil de nuestros días tiene que ofrecer, por el contrario, lo que no pueden ofrecer a un niño esos otros medios. Lo que no pueda ya ofrecerle más nadie.