LOS FIRMANTES
Hay trámites ensombrecidos por una maraña de fino perfume
Concesiones y cuentas aureoladas de cicuta.
Hay un embate de pájaros y serpientes
que preceden al grito, la persecución y la censura
Un rastro de sangre que queda latente y oculto en el papel,
difuminado y olvidado en un viejo archivero.
Si, de pronto, alguien escarba y repta, suma y trenza
una cadena de hechos violentos, aislados y herméticos
Que toca al sello gomígrafo, al personaje de investidura,
algo sórdido y misterioso flota,
como un cadáver en la superficie de un río.
Entonces, cuando un heraldo de nombre y número
deja virutas de oro en un cuerpo inerme
que salta de la tierra o del agua y cuya humareda
alcanza la primera plana del mundo
Apenas se advierte un revuelo de plumas ensangrentadas y negras
En el despacho del responsable,
es decir, uno de los que hilan la trama celeste
E irrumpe un cardumen de oscuros sirvientes,
ángeles de cabeza rapada,
que se precipita en torno al pequeño brote de la muerte
Y cambian, presurosos y callados,
las palabras que se pasan de mano en mano,
de manera que la verdad no pueda romper su crisálida.
Es cuando convocan a la clase carroñera
y se les arroja piltrafas de certezas, conveniencias y sinsabores
Es cuando se coloca a algún peón en nómina,
se prepara telar y urdimbre para el relato,
se legitiman lágrimas y honras.
Acaso el hombre pulcro y florido
asuma una cuota honorífica de culpabilidad,
acaso lo señalen y quede ceñido
por voces dispersas y anónimas en pleno candor de la calle.
Pero su agenda permanece bruñida y rebosante,
y en medio de tanto escarceo burocrático
El ilustre espera como una araña
entre sus movimientos de damas o ajedrez
y, pletórico de gracia, desenvoltura y hálito de manzana,
saca de su estuche
La fórmula solemne y magra de estrechar el saludo,
la sonrisa de oficio y la palabra fragante y planchada.
Nadie se resiste al torrente de elocuencia
que denota su absoluta falta de escrúpulos.
Nadie repara en que levanta a las multitudes
con el mismo arte del verdugo que acaricia y aglomera las reses.
Eventualmente, sus palabras de progreso, de libertad y reivindicación
se esfuman como gotas en una furiosa sartén.
Es el patricio de salmón y vegetales que simula cofradía
con quienes confunden el bagre con mero refinado.
Es el patriota que se vale de cláusulas
para someter y hundir una república con la mano en el corazón.
Es el honorable que engorda tranquilo y feliz
a costa de los sueños remendados
de millones que se guarecen en vano del hambre y el terror,
la desidia y el olvido.
SANJUANERA
“En el verde olivar de la colina
hay una torre mora,
del color de tu carne campesina
que sabe a miel y aurora.”
Federico García Lorca
No dejará de llover hasta que tu cuerpo se tienda en mi cuerpo
Y me suba de golpe la fiebre de luna nueva.
No se callarán los muertos hasta que derrame tu sangre sobre la tierra.
Pero es mío el cauce de tamarindo que se precipita en tu vientre
Es mía la carne negra que retumba como tambor en medio de la selva.
El viento remueve las frondas oscuras y te vas deshojando
Como un rumor de serpientes en mis venas.
Sanjuanera
¿Qué dulce brebaje ha sometido mi sueño?
¿Qué raro diamante has derretido en el crisol de mis penas?
Que ya no resiento al huracán desde que me prendí de tus senos
Que ya no me toca el relámpago desde que me azotan tus caderas.
EL IDILIO DE ARENA
“He aquí que los diques del Océano celeste
Son violentados
Y los pasos de los Hijos de la divina Luz, liberados”.
Conjuro LXVII. El libro egipcio de los muertos
¿Quién, si no tú, como hechicera
Puede traducir en oro los secretos del Nilo?
¿Quién, si no tú, como amante
Puede desatar los conjuros
Que rigen mi camino?
Soy un polizón en la barca del día.
Han sellado mi voz con piedras preciosas.
¿Quién, si no tú, como sombra
Pudo arrebatar mi antorcha divina
De las fauces de Amam?
Cuantos dioses habrán sucumbido
A la fiebre de encarnar
Tu arrebato sangriento
Mientras las tinieblas de Apofis
Rodeaban a la viuda más celosa del cielo
Y de tus ojos solo iba quedando el rocío.
Cuantos azules habrán profanado los reyes
Que se consumían
Por rasgar tu vestidura menguante.
Bajabas bramando como por agua
Sobre páginas que ardían
Infinitamente en blanco
Cuando el don cambiante de los astros
Levantaba mi templo a ras de oriente.
¡Cuántos escorpiones anidaban mi estirpe!
¡Qué sombras escurridizas colgaban del trono!
Girando en una orgía de incienso y mediodía
Pude temblar cuando probé tu aliento
Y me enredabas como la parábola del ciego
Que se perdía sin saber que se ahogaba.
Y bastó ese sorbo de mujer para vencer
A la pluma.
Pero el chacal también urdía con sospecha
La cuenta oscura de mis lágrimas.
Gruñe despacio y muerde con rabia las cruces
Que me protegen.
Has sido un oasis que se llevó la polvareda.
Mi máscara es un eclipse.