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Los cuerdos

Suben, bajan, sin el menor rubor. Nalgas que gritan, que apenas caben en el inmundo short. Nalgas del pueblo. Comienzan los cuerdos a gritar como locos, mientras el otro, el frotador, arrinconado contra un árbol —pobre árbol―, hace lo que puede. Cuando parece que la función acaba y hasta comienzan a retirarse los adeptos, una moneda hace el milagro de aumentar la revolución, la de las caderas digo. Y comienza derecha izquierda, nalgazos van, nalgazos vienen…

Dicen que nació de esa manera, extraviada ya en el laberinto de su mente, que su familia toda es así. Juran y perjuran que la historia cierta es que un día, cuando iba a la escuela y andaba con la naturaleza queriendo reventar en ella, un señor la llamó. Como la habían mandado curiosa, allá se fue con toda la inocencia de sus nueve años. Luego el relato se bifurca y no se sabe si es fábula que el morbo fabricó y echó a rodar…

Dicen que alguien la recogió detrás de un almacén, encima de unos sacos de harina; que la hallaron enrollada como un gato, que para arrancarla hubo que reunir a tres hombres muy hombres porque de pronto le había nacido una fuerza terrible y no parecía haber nadie sobre esta tierra capaz de despegarla del saco enrojecido.

Se cuentan, es verdad, otras historias.

Dicen que arrastró un cajón sin ruedas y se fue al mar con una sonrisa pintada sin orden, más allá de los labios. Tardó en regresar, tardó muchos días hasta que la vieron arrastrar el carromato con un enorme cargamento de rocas verdes. Las escogió en las orillas, se arriesgó más allá. Las redujo tomando una piedra afilada como los antiguos aborígenes.

Saltaba cuando ponía cada fragmento pétreo en las manos de niños y de adultos. Se ponía muy seria al repetir la frase:

—Es una ola del mar…

La gente se miró extrañada de las ocurrencias de La Loca.  Estaba más loca que nunca.

Dicen que La Profesora, que había abandonado un día los aplausos de las cortes europeas para dedicarse a la enseñanza, que había sido venerada en los cuatro puntos cardinales, sintió que le habían quebrado la última cuerda cuando supo que cerrarían la escuela. Contestó los saludos con la cortesía que la distinguía y torció sus rumbos hasta los límites de la ciudad.  Cuando ya tenía medio cuerpo afuera de las barandas del puente, se apareció La Loca, la asió por el brazo y la devolvió a la cordura. Le puso una flor silvestre en el pelo encanecido y se le quedó mirando…

Otro día levantó la falda que arrastraba todo el polvo de las aceras, la falda sin más nada, y se sentó entre las piernas de su compañero a plena mañana, hasta que una pedrada la derribó y pronto llegó otra. Anduvo amoratada y escondida. Los parques se quedaron tristes sin sus danzas. Algunos no entendieron que había devuelto a la ciudad el Eros natural y primitivo, el Eros sin vendimia.

La Loca sumó un perro a su comitiva, un perro lleno de los que están los perros callejeros. Si fue una comida pútrida que le ofrecieron o si ella la tomó de un basurero, nunca hubo acuerdo en eso; pero La Loca enfermó y con los males físicos, enfermó de soledad.

Los cuerdos decidieron que era hora de encerrar su vergüenza de una buena vez.

Una tarde se puso al frente de un desfile interminable, tocó a la puerta del director del manicomio, desató un pedazo de sábana y leyó sus demandas todas locas. Ordenó el asaltó de las paredes con pedazos de carbón. Fue encerrada dentro de su encierro, en una habitación minúscula, y al regresar, empezó a besar a aquellos seres perdidos día y noche. Alguien propuso salvar las blancas paredes y devolverla a su deambular, alguien se atrevió a preguntarle si se quería ir:

―Tengo que cuidar a mi familia ―respondió. Eso dicen.

Los árboles son fuertes en el manicomio para resistir aquellas nalgas que suben y bajan. Estar contra el tronco es un premio que todos se disputan. Dicen que les dan todas las quejas, que ella apunta en un cuaderno enorme, que les pasa la mano.

(Cuento del libro La edad de la insolencia, Ediciones Caserón, UNEAC, Santiago de Cuba, 2013)

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