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Los clásicos, la obra maestra y el lector tipo Elio Méndez (1)

En Soldados de Salamina dice Javier Cercas que Bolaño le dijo que él leía hasta los papeles que encontraba por las calles. En mi caso, no es que comparta la manía salvaje del detective Arturo Belano; aunque sí, lo juro, soy de los que leo de las revistas hasta las reseñas sobre libros que probablemente nunca tendré a mi alcance. Y si la reseña está publicada en una página de Internet, lo más seguro es que hasta eche un vistazo a los comentarios dejados por los lectores al final.

Así me pasó con el texto publicado en el Caimán Barbudo digital acerca de Esto no es una caja cerrada del joven Yonnier Torres, donde un tal Elio Méndez confesaba al “amigo Leopoldo” Luis (autor de la reseña) que no había leído ese libro, y tampoco lo haría porque “no me ocupo de los Premios Calendarios y los Premios Pinos Nuevos*, etc. Esa Literatura, con todo respeto hacia sus autores, necesita todavía ser decantada, filtrada por los detectores de m… (sic) del tiempo”.

El tan escrupuloso Elio, que ni a escribir M-I-E-R-D-A se atreve, me trajo a la mente a un Borges de sesenta y tantos años declarados, y su ensayo Sobre los clásicos, donde el argentino ciego se excusa porque, “a su edad”, las “novedades importan menos que lo que uno cree verdadero”. Y también pensé en un escritor amigo, igualmente remontado en la sexta década, que me declaró ya sólo releer clásicos y no aventurarse con lo contemporáneo.

Al tal Méndez, tras imaginarlo decano, de calvicie venerable y luenga barba blanca, no cuesta demasiado redimirlo. Bajo esa facha de carne transcurrida y mirada anclada en el trillo de la memoria, se entiende que habite un típico lector de clásicos. Porque, ¿qué es un Clásico?

El mismo Borges intentó la definición recurriendo a la antigüedad de la palabra, al origen etimológico. Classis, vocablo latino, cuyo significado es “flota”. Luego, ¿acaso no es clásico aquel libro reflotante a toda prueba de tempestad en el océano proceloso del Tiempo, aquel bajel que surca a través de las aguas tornadizas de las eras y los gustos inconstantes de los hombres?

Un Clásico, confirma Borges, “es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”. Pero aclara él con insistencia: “no es un libro (lo repito) que posee tales o cuales méritos”. Y es que al Clásico nos convoca una insólita sinrazón, una impresión recóndita o sentimiento; más no el estilo sublime o la perfecta arquitectura de la página.

¿Será por tal que García Márquez nunca sacará El Conde de Montecristo de la lista de los diez libros que lo acompañarían en una isla desierta? ¿O que el recién fallecido Carlos Fuentes montó su última novela como un homenaje a la obra de Dumas padre? Y que yo mismo acabe de convertir esas mil y tantas páginas de desiguales peripecias desde PDF hacia un formato más amigable para el Kindle, y me apreste a repasarlas por dieciochoava ocasión…

Luego, si necesariamente no es el Tiempo aquel filtro mejor, el decantador ideal, el más diligente detector de m… ¿Acaso no debería el estricto Elio Méndez pasarse al bando de los lectores de obras maestras?

Porque una Obra Maestra, al decir de José Emilio Burucúa, sí es el “producto de una destreza técnica y estética llevada a su punto culminante” y es una pieza artística que alcanza a convertirse en “experiencia compartida” más allá del “horizonte cultural del que la obra ha salido”. Expresado a la manera de Milán Kundera en El Telón, la Obra Maestra encarna un “valor estético objetivo”, que se puede extraer como “específico”, por fuera del contexto histórico en que la obra surge, y sin el cual “la historia del arte no sería más que un inmenso depósito de obras cuya sucesión cronológica carecería de sentido”.

Sin embargo, es necesario explicarle al juicioso Elio Méndez que los amantes de las obras maestras suelen tener un hábito lamentable: el de creer que basta agarrar la mejor parte para apropiarse de todo.

Me explico: un lector de obras maestras despacha a todo Cortázar leyéndose Rayuela o siente que la hora de García Márquez terminó tras consumir Cien años de soledad. No se sume en El arpa y la sombra de Carpentier luego de atravesar El siglo de las luces. Vacila entre Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov, sin entender por qué ambas contratapas aseguran que es la obra magna de Dostoievski, y a la larga elige al cara o cruz.

Ese, ni loco desciende la mentada cumbre de Thomas Mann, La Montaña Mágica, para afrontar una Muerte en Venecia. Y cumplido el esfuerzo de casi tantas páginas como el título, 2666, no enfrentaría Los detectives salvajes de Bolaño.

El lector de obras maestras recibe la guía de un detector de mierda llamado “crítico literario”. En el que cree infaliblemente sin saberlo “hijo del tiempo”; o sea, ni siquiera “hijo del Tiempo”. Porque el juicio de los críticos literarios es tan efímero como algunas tendencias del arte contemporáneo.

De Leonardo Padura se dijo que había alcanzado el no da más con La novela de mi vida; y sin embargo escaló otra cima con El hombre que amaba a los perros. ¿Y qué decir del rompecabezas que será Philip Roth para un lector de obras maestras cuando los críticos creyeron primero que no superaría El lamento de Portnoy (de 1969), después El teatro de Sabbath (1995), más tarde Pastoral americana (1997) y en 2000 salió La mancha humana?

A esta altura de la reflexión, voy elucubrando que al tal Elio Méndez se le podría recomendar que buscase un detector de m… todavía más eficaz.

¿Qué tal si lo invitamos a probar con el Canon?

NOTAS

* El Premio Calendario es un concurso que se libra en Cuba para autores menores de 35 años; y el Pinos Nuevos admite solamente a autores inéditos o que tengan una sola obra publicada.

CONTINUAR…

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