Reseña

Los caídos: relatar el fracaso

Libro Los caídos, de Carlos Manuel Álvarez

Cada vez que leo un libro trato de imaginar, ¿cómo ese autor escribió el texto? ¿En qué condición? ¿En cuál recoveco o cámara luminosa y minuto de la vida se sentó a dejar de vivir para lograr ser?

¿Balzac con su hectolitro de café; Pessoa, abúlico, en una fonda detrás del heterónimo casual; Martí sin levantar la vista tratando de hallarse en ese torbellino de oraciones portentosas? Son referentes que arrastro como muesca de lector.

La novela Los caídos, de Carlos Manuel Álvarez1, fue escrita en la noche de Miami, en algún piso de esa otra provincia cubana, territorio adjudicado a la isla como lo estuvo hasta pasado el trimestre de ocupación inglesa a la Habana en 1762. Época esa de exilio o expulsión de personajes tan gratos como el obispo Morell de Santa Cruz que con su famosa obra nos ofrece una, otra, narrativa de la isla, una anatomía imposible de rechazar. De gratuidad apareció allí, nada menos, el poema Espejo de Paciencia.

Uno de los grandes dilemas de la literatura cubana ha sido siempre desde dónde narrar, desde qué resquicio ubicar las voces narrativas, desde qué lugar plantar cara al relato, al discurso que hoy impregna hasta las grietas de las paredes y pretende ahogar, a veces lo consigue, con esa ubicuidad tenebrosa.

Si el relato de la conquista abre una disyuntiva de verosimilitud entre la crónica real y lo fantástico, Morell hizo un relato de buzón, recopila lo que ve, le dicen o encuentra y queda ese mamotreto espléndido perdido hasta que le llega la hora de aparecer.

La literatura cubana actual aún es ese buzón, donde cada cual mete su voz, mete su nariz o su mirada y muchas veces, y tantas veces, es la misma mirada, la misma voz, la misma calamidad y atrofia visual.

Si en los noventa se desplomó bastante ese relato oficial, y como una explosión se desató un nicho de interés internacional en sacar a la luz esos añicos de cristales narrativos, poco a poco todo fue quedando en nada, en esa voz cacofónica de la literatura de la Isla, salvo casos contados que han mantenidos por años la misma intensidad y un tono diferente, forma esta de ariete narrativo molesta al relato oficial y en la misma intensidad a esos fragmentos que pretenden implosionarlo con el eco bolerista de lo que pudo ser.

Los caídos se estructura en cinco partes, un pentagrama narrativo, con cuatro voces o lo que es lo mismo cuatro tiempos o tonos: es una estructura musical, que en el mismo orden nos va relatando o susurrando un proceso de disección, la taxonomía de un cuerpo, ese relato anatómico de una célula familiar como epítome nacional.

Una mujer, un hombre, una hija y un hijo. Cuatro seres que desmenuzan su cotidianidad: ese fulgor existencial de carencias, premuras, doble moral. Anécdotas que como ritornelo se adentran sin grandilocuencias ni gratuidades, dígase sexuales o políticas, tan al uso, sino con la crudeza cotidiana, la amargura de vidas truncas, de fracaso. El diario vivir y la confesión de ello, el relato en primera persona de los personajes que recomponen esa familia tratando de ubicar los añicos de la epopeya, reubicando los fragmentos de ese bolero triste que nos susurra la lectura.

Ya sabemos de la queja del escriba egipcio de no tener nada nuevo que contar. Ese lamento se traduce en la obsesión moderna de la originalidad, asentada en la forma, en la estructura que aquí inicialmente ofrece la impresión de modelos narrativos como el usado por Faulkner en Mientras agonizo pero es una ilusión.

Una de las mayores ganancias en esta obra de Carlos Manuel Álvarez es la limpieza textual, de una brillantez inusual en los páramos del castellano que junto a la estructura musical seduce sin estridencias con escenas de una poética realista; narrativa fotográfica fusionada en la urdimbre de voces, ecos de una distorsión.

Álvarez ya había publicado un libro de relatos en la isla, La tarde de los sucesos definitivos2, un libro de periodismo La tribu. Retratos de Cuba3, y ahora esta, su primera novela. Si con La tribu… ofrece una radiografía periodística de la isla, casi sin parangón, especie de manual taxonómico de la sociedad cubana desde la crónica, ahora con Los caídos logra esa rara contradicción de hacer un poema musical en prosa, una pieza de un tono a cuatro voces donde cada lector podrá recomponer la letra del fracaso, el puzzle de la irremediable aventura del desgaste.

Hay una escena donde el padre, esa figura tutelar en el relato occidental, pero tratado aquí como una voz más, hace referencia a un concepto mencionado en algún programa televisivo: la quiralidad, término extraído de la ciencias de la materia orgánica, aquí empotrado como otra metáfora: «no es más, dijo, que la propiedad de un objeto de superponerse con lo que los entendidos llaman su imagen especular. Es decir, su doble, su alma gemela. La izquierda, dijo el profesor refiriéndose a las manos, es igual a la derecha. Idénticas, pero opuestas»4.

Quizá sea ese gran el conflicto de la literatura cubana, la incapacidad de dejar de ser una expresión atrapada en este concepto.

Los caídos se propone anular eso. Romper ese estigma.

Y entre más se aleja de la usual narrativa cubana este exquisito autor, más cerca, más nítido, vemos el mapa de la isla que muy bien puede ser, o ha sido, otro espejismo en los relatos de Occidente.

NOTAS

  1. Matanzas, Cuba, 1989.
  2.  Editora Abril, 2013.
  3.  Seix Barral, 2017.
  4. Carlos Manuel Álvarez: Los caídos, Sexto Piso, Madrid, España, 2018, p. 46.

Jorge Luis Rodríguez Reyes. Trinidad, 1980. Editor y lector

A veces escribe. Tiene publicado tres libros por puro fastidio.