No debes subestimar al cachorro,
porque un día se convertirá en lobo.
José Lezama Lima
Pude construir una lista, armar una estrategia, algo así como un plan de escape, una puerta de salida, una ventana de emergencia; pero no lo hice.
La condena hubiera pasado de culpable en culpable, repartiéndose a partes iguales y al final saldría a flote la inevitable conclusión de que todo fue producto de un complot de nefastas circunstancias.
“¿Por qué a mí?”, era la pregunta más tonta, mediocre y trillada, que me hacía cada diez minutos.
Las otras preguntas eran igual de tontas, pero un poco más elaboradas, supongo, tenían en cuenta razones de tiempo, espacio, y vinculaban el azar con mi absurdo comportamiento.
Si hubiera confeccionado una lista, si hubiera encontrado una puerta de salida, quizás las interrogantes se habrían disipado como esa neblina en las mañanas, como el agua en el agua.
Si hubiera construido una buena estrategia, un plan de escape, las respuestas habrían llegado antes y me hubiera ahorrado los quince días de pánico, encerrado en el refugio, debajo de la Escuela Secundaria.
Danny fue mi redentor, o al menos eso creí al conocerlo, dijo que sería capaz de comprenderme y le conté todo:
Le hablé del calor, de los chícharos picados, del abatimiento después de una cola de tres horas en la farmacia y de las patadas que le había dado a los cachorros hasta verlos sangrar.
Cachorros de mierda que me despertaron en el mejor momento de la siesta, justo cuando soñaba con Claudia (Claudia azul, Claudia flor, Claudia flan de calabaza), justo cuando empezaba a quitarse la ropa y se subía a la cama.
Luego fue la rabia, las patadas, cachorros de mierda que no dejan de ladrar, que se la pasan en el pasillo de un lado al otro, de un lado al otro, de un lado al otro.
Danny dijo que entendía perfectamente mi situación, que él era igual que yo, un incomprendido, un monstruo, un paria, un bicho raro, que mi castigo era merecido, pero por nada del mundo debía seguir viviendo en un refugio, mucho menos en uno que se ubica debajo de una Escuela Secundaria.
Dijo que en Marianao tenía un cuarto pequeño, pero cómodo, con un sótano perfecto para cuidarme las noches de luna llena.
—¿Por qué a mí? —le pregunté.
Él dijo que no debí haber golpeado a los cachorros:
—Los designios de Dios son inexpugnables. —¿O fue inexplicables? No recuerdo, solo sé que me invadió una ola de impotencia, quise darme de cabeza contra la pared.
Danny me sostuvo por los hombros, dijo que solo quedaba la resignación, que aprendería a vivir como él y que por favor, ya dejara de intentar hacerle abolladuras a las paredes de su cuarto.
—Los chícharos picados, la espera y el calor son hechos cotidianos —dijo Danny— lo único extraordinario fue esa atrocidad tuya con los perros. Dios nos pone pruebas que debemos superar. Hay que aprender a vivir con nuestros defectos.
Preparó el sótano. Colocó un butacón de cuero con varios cinturones de seguridad, barrotes en la puerta, un librero con ejemplares de Cortázar, Lezama Lima y Roberto Bolaño. Un televisor y un DVD con películas de Tarantino, Woody Allen y Stanley Kubrick. Dejó todo listo para que no me sintiera solo durante las noches de luna llena, cuando él tuviera que cubrir turnos en el banco de sangre.
Mi proceso de adaptación fue rápido gracias a su cuidado y su patrocinio. Me explicó cuáles serían los principales síntomas y los efectos secundarios, estudiamos juntos la manera de controlar mis impulsos y manejar mi comportamiento.
Todo marchaba bien hasta que una tarde encontramos la alacena vacía y solo un par de bolsas de sangre en el refrigerador.
—Tienes que trabajar —dijo Danny.
Intenté mostrarle mi vocación:
—Me encantaría dar clases en una escuela, ser catedrático o escritor, podría escribir unas historias estupendas —pero él me cortó de un tajo el entusiasmo.
—Es absurdo. Trabajar en una escuela sería peligroso. En las escuelas hacen planillas, llenan informes, evalúan y te exigen que participes en acampadas, trabajos voluntarios y veladas culturales. En las escuelas hay que hacer guardia. Tendrás que cambiarla cada vez que te toque durante una noche de luna llena. ¿Sabes lo difícil de cambiar una guardia en una escuela? ¿Sabes lo sospechoso que resulta cambiar un turno de guardia?
—Entonces puedo ser escritor.
—Ser escritor no es un trabajo. Tienes que buscar un empleo común, invisible.
Agarró la agenda de teléfonos y se colgó toda la noche del auricular.
—Encontré el sitio perfecto —dijo al día siguiente— trabajarás en una perrera. Así te podrás redimir ante los ojos de Dios y quizás un día termine tu condena. Nadie sabe las vueltas que da la vida.
Lo miré decepcionado. Trabajar en una perrera era subestimarme por completo, echar al retrete todos mis conocimientos, todos mis estudios, toda mi capacidad productiva.
La posibilidad de redimirme estaba bien, pero quizás Dios no tenía entre sus planes liberarme tan fácil del castigo.
—¿Qué pasa con las guardias? —le pregunté.
—En la perrera solo se hace guardia de día, por las noches cierran el candado y ya está. No pagan mucho, pero si te sacrificas y vendes la merienda, podremos comenzar a ahorrar para el verano.
Fuimos hasta la perrera y al otro día ya me entregaban el uniforme, una copia del contrato, una lista de derechos y deberes.
Con la rutina de la resignación y la costumbre de buscarle el lado bueno a las cosas, decidí que el trabajo me vendría bien para continuar mis estudios sobre la poesía francesa del siglo XIX. Tendría tiempo para leer con calma a Baudelaire y podría analizar de cerca el comportamiento de los perros, entender y prevenir mis cambios de humor y ese trastorno del sueño que me venía molestando.
A fin de cuentas, según Danny, los perros y yo estábamos definitivamente conectados, en ellos podría hallar muchas de las respuestas a mis preguntas más acuciantes.
Sin embargo, velar los perros me alteraba, cuando uno terminaba de ladrar comenzaba el otro y la rabia era algo tan fuerte, que debía desquitarme a patadas contra las paredes para no abrir una de las jaulas y comerme un cachorro a mordidas.
Durante las noches de vigilia, cuando Danny se iba al banco de sangre, regresaban mis preocupaciones, los recuerdos de la vida pasada. Me preguntaba en una letanía constante “¿por qué a mí?” y sin hallar respuestas buscaba el consuelo en la imagen de Claudia (Claudia rosa, Claudia marfil, Claudia dulce de guayaba).
Danny notó mi recaída, dijo que debía pedir la baja cuanto antes.
Él cargó también un poco de esa mala suerte, lo echaron del trabajo tras el proceso de reducción de plantillas y nos quedamos sin empleo los dos.
A partir de entonces el desamparo acechó nuestra tranquila convivencia.
Tuvimos que vender el DVD, los libros de Bolaño y las películas de Tarantino. Mis noches de luna llena se volvieron insoportables, y Danny cada día pasaba más trabajo para conseguir la sangre; desde que en la calle G se comenzaron a apostar los vampiros, la gente andaba recogiéndose temprano.
Estuvimos a punto de una profunda y dañina involución.
Habíamos sopesado las posibilidades de permutar el apartamento en Marianao por una casa en El Cotorro, tener un vuelto que nos sostuviera, vender el sofá de cuero con sus cinturones, atenernos a lo peor.
Buscábamos una salida desesperada cuando encontramos a Claudia en el boulevard de Obispo, tirada sobre la acera, hecha un mar de lágrimas.
Yo le había contado a Danny todo sobre Claudia (Claudia fucsia, Claudia mar, Claudia salsa de mayonesa):
Nuestra feliz relación cuando éramos niños, y su madre nos preparaba arroz con leche en unas fuentecitas de cristal; la turbulenta adolescencia cuando decidió que yo era inmaduro, torpe y feo, cuando dijo que los granos de mi cara le daban asco y se fue con Jimmy para el fondo del terreno de Educación Física, a darse besos y tocarse por encima del uniforme; cuando dejó la Universidad en el tercer año porque estaba cansada de los chícharos y se convirtió en una puta de lujo: tacones, vino tinto, cadenita de oro con dije de la Virgencita de la Caridad, blusas Dolce&Gabbana y pantalones blue jeans a lo Calvin Klein; cuando se mudó de barrio y la dejé de ver.
Ella me dio un abrazo y quedé totalmente sorprendido, los dos parecíamos felices.
Decidí que su sonrisa era la imagen más bella del mundo y que me la llevaría a la tumba el inevitable día de mi muerte.
Luego supe los verdaderos motivos de su sonrisa y comprobé que eran muy diferentes a los míos.
Claudia era invisible, todos pasaban sin verla, solo Danny y yo, habíamos reparado en ella.
Decidimos llevarla a casa y darle un poco de consuelo. De la repentina alegría pasó a la palidez, a la tristeza. Le dije que entendíamos completamente su situación, que nosotros también éramos unos incomprendidos, unos parias, unos monstruos.
Ella trajo a nuestra casa de Marianao la felicidad perdida, reíamos todo el tiempo y olvidamos poco a poco la miseria y las precauciones de nuestra condición.
Danny perdió los escrúpulos, desalojó a los vampiros de la calle G y tomó la costumbre de salir a medianoche sin decirnos a dónde.
Cuando nos cortaron la luz comenzamos a subir al techo para mirar las estrellas y durante un atardecer, un atardecer como otro cualquiera, mientras nos preparábamos para admirar la perfecta estructura de la Osa Mayor, casi me sorprende el vaho caliente de la luna llena.
Como los ciclos de la vida la mala suerte regresó y Claudia (Claudia celeste, Claudia Alfil, Claudia jugo de tamarindo), con su presencia en nuestra casa, se convirtió en la manzana de la discordia.
Danny y yo nos disputábamos su preferencia. Ella se enfadaba a diario, se iba a la barbacoa que le habíamos construido sobre el cielo raso de la sala.
No nos hablaba hasta el día siguiente, en el desayuno hacíamos las paces y todo volvía, aparentemente, a la normalidad.
A mediados de agosto, durante una noche de mucho calor, decidimos celebrar un cumpleaños colectivo, unimos las tres fechas en un punto medio para no hacer tantos gastos y aunque no teníamos ni un centavo, cada cual salió a buscar su regalo.
Esa noche Claudia descubrió que su condición le permitía robar sin que se dieran cuenta. Trajo a casa una caja de cerveza, varias postas de pollo y un paquete de galleticas de soda.
Yo viajé hasta la zona de Miramar, busqué una residencia donde no tuvieran perros, crucé la verja del jardín y armé un ramo de flores.
Danny recorrió la calle G de punta a cabo, trajo a casa, solo para molestarme, dos cachorros que había encontrado.
Después de la cena cada cual se fue a su cuarto y aunque Claudia (Claudia lila, Claudia filo, Claudia natilla de chocolate) llevó los cachorros a la barbacoa, yo los podía oír desde el sótano:
Chillaban, ladraban, bajaban las escaleras y andaban de un lado al otro, de un lado al otro, de un lado al otro.
Traté de dormir pero fue imposible, me tapé los oídos con la almohada, intenté pensar en otra cosa, pero ahí estaban esos ladridos, esos chillidos, ese ir de un lado al otro.
Abrí la puerta y arremetí a patadas contra los cachorros hasta verlos sangrar.
Danny despertó, de un empujón me lanzó contra la pared, me dijo que me largara de su casa, que yo era un monstruo, un insensible, un hijo de puta.
Claudia levantó a los cachorros del suelo y comenzó a llorar (Claudia negro, Claudia furia, Claudia dulce de toronja).
Fui directo al refugio pero estaba clausurado.
Durante tres días he comido sobras que encuentro en los basureros, me he bañado con la lluvia y he dormido en los bancos de un parque, con las manos cubiertas de sangre, bajo la rabia latente de la luna llena.
Esta noche la policía vendrá por mí, me cazarán como a un perro y amarrado a la silla de una sala de interrogatorios, tendré que explicar lo inexplicable.
Sentiré deseos de denunciar a Danny, pero si lo hago Claudia se quedará sola.
Si me llevan a la cárcel diré que soy asmático, que necesito una jaula con ventanas. Esperaré el vaho caliente de la luna llena, la claridad a través de los barrotes.
Abriré las rejas, saltaré la tapia, y si me derriban a tiros desde la torre, moriré con la sonrisa de Claudia (Claudia azul, Claudia flor, Claudia flan de calabaza), moriré con la imagen más bella del mundo.