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Los bulevares de Soledad

Su semana pasó hastiada, entre las penurias cubanas de rutina y sin luz la inmensa mayoría de las horas que estuvo en el trabajo, regresó el anhelado quinto día. Las únicas cosas que sucedieron buenas, excitantes y hasta extrañas, fue que un cliente japonés, le regaló una botella de sake. Era ámbar, con sus letras en el idioma, más bien modesta en forma, y con sus dos jarras pequeñas de imitación de porcelana, le dijo se llamaban tokkuri. Y que la había llamado un amigo, tres veces, cuando no estaba, le dijo la secretaria amiga de la oficina, y antes la insistencia de decir el nombre, respondió que no lo diría porque tal vez Soledad no lo recordaría, que mejor repetía la llamada hasta que le pudiera él mismo decir. Cosa que incentivó la curiosidad y el chisme de la amiga. A la tercera de no haberla encontrado la secre le informó el día y hora de la siguiente semana que sí o sí estaría. 

Yendo al balcón, con el sake en mano, una jarrita y los cigarros se dijo: “A hacer lo que quiera”. Al sentarse percibió que abajo había silencio. Mirando hacia dentro de la sala vio las sandalias soltadas en la entrada de su cuarto. Dejó la botella en la cocina. Se paró frente al espejo arreglándose el pelo con las manos, le caía muy bien en los hombros. Subió un poco el short, las llaves en el bolsillo junto con los cigarros y la fosforera, y se dispuso a bajar. Fue al mar. A las dos cuadras estaba sentada frente a las olas. Esa tarde noche de viernes, particularmente, estaba el barrio muy en silencio. En Cuba, aunque sea en Miramar, hay que saber atajar la tranquilidad; y sobre todo, cuando el desastre político, económico y social de alguna manera, sin saber por qué, da un respiro y se esconde. Era el minuto, Soledad lo reconocía y la tuvo en la nada frente al mar, dándole las muy finas gotas del oleaje en el rostro y encendiendo un cigarro. 

A su derecha, de lejos, vio como un joven de pelo largo, jean desteñido, y cerveza en mano fue a sentarse a media cuadra de ella, pero exactamente en la misma horizontalidad mirando también el mar. Contemplaba aquel azul empinando la cerveza a cada tanto. Soledad estaba en éxtasis total: tranquila, se sentía bella y refrescada. De repente lo tuvo a seis metros, directo a su persona con cigarro delante. 

—Perdona. ¿Tienes fuego? 

—Sí –se puso de pie metiendo la mano en el bolsillo sacándose la fosforera. 

Notó que en un par de segundos en lo que hizo el acto, al meter la mano el short se le pegó a las nalgas y ajustó la parte de adelante. El joven le recorrió con sus ojos, lo intuyó porque llevaba gafas, sus nalgas y su vagina, mágica y rápidamente. 

—Gracias –dijo intentando encender pero el viento apagaba y apagaba repetidamente y sin tregua. 

—¿Te ayudo? 

Se le pegó. Era más joven, sí, y casi dos cabezas más alto. Lo miraba muy cerca. Vio como puso el cigarro en sus labios, lo apretó un poco. Con las dos manos, en una sostenía la fosforera, se echó el pelo hacia atrás, le estiró la fosforera para que la tomara y ajustando las gafas fue cerrando las suyas, en cámara lenta, esperando que ella encendiera. Las cuatro manos quedaron tocándose y en el centro la llama. Prendió el cigarro. 

“Vamos a ver si podemos divertirnos tú y yo un poco”, fue lo que dijo su mente, y sus ojos expresaron, intentando mirar por dentro de los vidrios oscuros. El joven le atrajo, era bello, liso, algo le hacía más humano que los comunes que veía comúnmente. De verdad le gustó. En la escena de los dos de pie, él más alto, las manos juntas y el cigarro humeante, había un algo nítido y brillante. No lo hizo, pero con las dos mismas manos que tenía ya cerca de su rostro, y la frase que le dijo su mente, hubiera podido tomarle la cara y besarlo. 

A él, ni le vino un asomo de locura, ni de impronta ante ella. Sin embargo, le recorrió la curiosidad de saberse casi forzado. Soledad no le veía los ojos pero él sí los suyos. Esa mujer lo miró con pinceladas de ferocidad. 

—Soy un ángel transexual, me identifico y siento como hombre, tomo vinagre para que fluya mejor en mi sangre la testosterona. Eso hace en los espíritus celestes. Me da un furor cósmico –le escupió tiernamente mirándole a la boca, sin nervios, pero sabiéndola salvada. 

—¿Sí? 

A Soledad en ese instante le dieron vueltas varias cosas y se vio en pañales. Giró, bien al otro lado, y creía que podía saber sobre los hombres. Se quedó sin respuestas y con cientos de preguntas. Lanzado su sexo directo a la lona, en ese segundo, no supo qué hacer. Igual algo le humedeció del rayo de nerviosismo que pasó por todas las partes de su cuerpo. Aquel joven, de la nada, le invirtió el deseo de saberse madura y de repente quiso tener quince años por lo menos. Y lo que más viró todo lo que hasta ahora sabía de ella misma, fue que le dio risilla, nerviosa pero dubitativa, de qué pasaría si se llevara a su casa aquel ser, ¿o era una broma? pero viéndolo bien algo tenía de alienígena. Y esta última palabra de la oración anterior, fue lo que no pudo aguantarse y después de aquel “¿Sí?” dijo. 

—¿Eres cómo un alienígena? 

—No. Soy Enmanuel –y le echó todo el humo de la primera fumada en plena cara. 

—Siempre vi ese nombre en hombres. 

—Soy un hombre. 

—Pero me dijiste, o quisiste decir, o tal vez en-tendí mal, que te identificabas como hombre. Entonces eres una mujer. 

—Soy un hombre en un cuerpo de mujer, o para ser más exacto y preciso soy un ángel en el cuerpo de un hada. Pero eso ya casi no está en mí, es por el vinagre. 

—Muy simpático tú ¿Conoces ese invento cubano del factor de crecimiento? 

—No. 

—Yo tampoco, pero es algo así como que te untas una crema en una herida y se regenera la piel. Pero dicen, dicen yo no lo he visto, que te pones de más y sigue creciendo. Te puedes poner allá abajo y te crece. 

Enmanuel y Soledad rieron de buena gana. 

Ella actuaba coqueta, pero caía en que no era un ser común, u hombre tradicional, y se sentía más en inexperta confianza. Por lo que su forma se vio desdoblada en improvisación, agrado, complicidad, código y hasta gustos, ya que las mujeres siempre tienen este punto en común. Y todo este mejunje de sí o no, le produjo gran soltura y libertinaje. Tanto en sus palabras, como articulaciones y gestos corporales. En resumen, se volvió un encanto y Enmanuel vio en Soledad una exquisitez de ser humano. 

—Igual te llevo para mi casa. 

Enmanuel tuvo un lapsus angelical. “¿Sería? ¿Es eso lo que me dice?”. 

—No tengo pene. 

—Pero tienes lengua. Ay Dios mío perdona. Es que una siempre con la mala idea en la cabeza. Ay perdón. ¡Qué vergüenza! ¿Me disculpas? 

—Sí, te disculpo. Se nota que tienes la chispa ágil. Veo que tienes respuesta para todo. 

—Ya. Sí. Te invito, para que veas que soy una persona educada, a tomar algo. A conversar. 

Dime que sí. Dame la oportunidad de resarcirme por favor. 

—Está bien. Solo vine a ver el mar un rato y si por aquí aparecían unos conocidos, sé que vienen pero aún parece que demoran. Les voy a dejar el rastro. No tengo nada más que hacer, además es viernes 

—No te preocupes los esperamos entonces ¿Qué te gusta? 

—Qué pregunta rara para este país. Creo mejor se podría preguntar: ¿Qué te gusta qué podría haber? O eres de esa gente portentosa y privilegiada. 

—Ay no, ni una ni otra. Soy Soledad, por cierto. Pero no me hables de este país que intento estar lo más ajena a las desgracias nacionales. Por lo menos intento. Un traguito. ¿Sí o no? 

—Sí, y otro cigarrito. 

—Espérame aquí. Vengo enseguida. Es que mi hija debe estar y es muy chismosa. Además, ¿vinimos a ver el mar o no? Pues que así sea. Dame unos minutos y vengo. Mira que no corro por cualquiera. 

—No soy cualquiera, soy un alienígena, recuerdas. 

—Ah sí, verdad. 

Cada uno hizo lo acordado, y los dos quedaron solos. Soledad fue a la calle muerta de risa y Enmanuel se sentó en la costa y aguantaba las carcajadas, mirando a los lados y hacia atrás, vigilando si alguien nacional lo veía. 

Subió los escalones de dos en dos. Al entrar percibió como en el cuarto de la hija se detuvo una conversación y callaron. Sabía hacía días la hija estaba con un joven lindo que la tenía ena-morada, y se encerraban clandestinos. Conocía y dejaba. Era mejor a sus oídos, que pretender demasiado al querer también a su vista. Su hija era ya una mujer, en sus veinte. 

Entrando como ciclón preparó dos termos con vodka, naranja y hielo. Se perfumó, cayendo de repente que para qué, “La costumbre puede ser”. Y bajó nuevamente, tal vez para la aventura de sus cincuenta años. Algo hacía cosquillas en su estómago. Iba a lo desconocido. 

—Aquí estoy: curiosa, feliz, algo excitada, abierta a ti. 

—Se nota lo que me dices. Antes, pongo los puntos sobre las ies. O sobre lo que sea. 

—¿Sí? 

—Soy alguien curioso para quien me comience a conocer, de aquí te digo, más después… no soy nada común, pero no te asustes. ¿Estás dispuesta? He tenido y tengo problemas en cualquier sistema, es decir yo soy el problema. ¿Aquí cómo es? Es decir, los problemas cómo son. Quise venir y aquí estoy ¿La gente, los hombres, los adolescentes, los jóvenes y las mujeres son divertidos? ¿Qué les gusta? 

—Me hablas en serio. Sí que eres poco común. Perdona pero… ¿Estás chiflado? ¿Loco? 

—¡No!– repasándola de arriba a abajo le desapareció este último temor– Ya, no me caigas a preguntas. Emborrachémonos y ya. 

—Toma entonces. Este es el tuyo y este es el mío. Salute. 

—Salud. 

—Y que conste que no te doy uno y yo otro para no tener contacto. 

—Entiendo, entiendo. 

—¿Qué? 

—Que no dispones de libertad. 

—¿Qué? 

—Que me dices lo de uno tú y otro yo porque lo diría el rebaño. 

—¿Qué? 

—Es la naturaleza, de tanto que se han dado unos a otros, en el medio de la cabeza y con un gran palo, ya está en el adn de ustedes repetir patrones. Eres del rebaño y no lo puedes, ni pueden evitar. Pero sé que eres feliz contigo… y contigo. 

—Yo no pertenezco a ningún rebaño, voy sola, y sí, feliz. Somos yo y mi hija, que es grande. Por lo tanto, más bien soy yo, mi mente y nada de rebaño. 

—Estás equivocada. Sé que eres sola, estás contigo siempre, eso es bien valiente, lo reconozco, lo admito. Pero igual eres la imagen del resto. 

—No es verdad. 

—Te vi hace un rato pensando como todos. 

—¿Cómo? 

—Como todos. Mira, ves, como toda esta gente que ha pasado desde que estamos acá. Que seas solo tú, te distingue, pero algo. 

—Soy no solo alguien sola sino acompañada con mi mente, que es única. 

—Lo sé. De eso hablaba. Pero te falta todavía el empuje, la indisciplina, la telepatía y otras cosillas. ¿Te atreves? 

—No te entiendo, pero igual. Excelente. Me atrevo. Y suma algo a esa lista. 

—¿Qué? 

—Mi clítoris. Súmalo. 

—¿Por qué? 

—No sé. Hablas cosas raras y quise aportar con algo insólito en la conversación. 

—Ah. Pues sumo yo también que tengo el tremendo clítoris. 

—¿Cómo? Bueno yo vivo orgullosa de mi vagina y mi clítoris, pero no del tamaño sino del uso dado. Aunque eso en este país tal vez no es novedoso. Lo del uso digo. 

—Mi sueño es tener en vez del clítoris un bello pene. Y bueno he intentado que sea así. Yo que todo lo puedo y eso no lo he logrado. 

—Perdona, siempre soy muy directa. ¿Cómo que todo lo puedes? ¿Qué haces que todo lo puedes? ¿Ejercicios? ¿Eres hijo de alguien? Y del clítoris… ¿te lo estiras para que crezca? ¿Qué quieres hacer con él? ¿Meterlo? 

—Todo lo que dices y más. No lo del hijo de alguien. O sí, soy como hijo de alguien, como dices, pero no del más rebelde, como se cree en las teorías locas que circulan por ahí, sino del alguien. Pero nada te cuento, es muy complejo, hasta para mí. 

—Cuéntame más por favor. 

—Lo primero es la guerra con la familia, es decir con el alguien. Pero ese asunto ya fue. Busqué las testosteronas en el vinagre, y llegaron, con otras cosas, pero llegaron, me cambiaron completo: la voz, la cara, las espaldas, y me creció el clítoris, algo, o más que algo. 

—Como pene. Te sirve. 

—¿Cómo? 

—Si te sirve. 

—Claro. Cómo se dice aquí, me sirve para… cómo se dice. 

—¿Hacer el amor? 

—No. Comúnmente. 

—¿Singar? 

—Sí, eso, singar y singar. 

—Y qué más. 

—Así, en resumen y nada más. Ahora soy un ángel. Salud por eso. 

—Sí. ¡Salud! Que interesante todo esto. Perdona, es que sí… eres un ángel… alienígena para mí. Y si estás loco, eres un loco muy interesante. Jamás había hablado ni con un ángel, ni con un alienígena, ni con un loco. Cualquier variante como que me da… como que me da… libertad. Sí libertad. Es la charla más alocada que he tenido en tiempo, o en mi vida. 

—Me gustas tú. Es decir podrías ser mi favorita. ¿Quieres? 

—Sí quiero, por favor. Estar contigo en todo eso que hablas. No sé si sería un riesgo, pero no pareces peligroso. 

—Tú también tienes tu locura. 

—¿Por qué? 

—Me invitas a tomar vodka. Lo buscas. Me hablas con sinceridad y curiosa. Cosa que me podría defraudar. Cosa que sería aventurada, eso sí sería arriesgado. Sin embargo, como lo haces, que es de lo más normal del mundo, para nada me aburre. Me gustas tú. Y eres además bella, y se ve que tienes todo el tiempo del mundo. No te digo hoy, sino literalmente todo el tiempo del mundo, para ti y mis cosas, quiero decir. 

—A mí no me gustan las mujeres, perdón sé que ahora eres un hombre, pero el alcohol siempre me pone ganosa y me has dado curiosidad. 

—Así comienza lo mejor, con esa combinación: alcohol, ganas y capricho. 

—Más salute. Hasta el fondo y vamos a mi casa. 

—Empinaron los dos termos mirándose a los ojos, se pararon y partieron. Al doblar la esquina Soledad tuvo un flashback, y le sobrevino la adolescencia, el estar en lo prohibido, fuera mínimo o máximo, pero el sentir ese nerviosismo sin explicación, por algo tal vez sin pies ni cabezas. Le vino. Llegar a su casa con tal invitado, o invitada, qué pasaría. Al seguir el corto camino que conducía a la escalera ya se había esfumado. Le fue extraño ya que más bien quedaba pegada buen rato a lo que le venía a la mente, y podía hasta hablar y continuar en sí misma, dos veces le había sucedido, y como que una pincelada le había quitado el pensar. Volvió a concentrarse en ella y en él. 

Subiendo cada escalón, y no parando de hablar cada uno, fue llegando algo de eco del más allá. La voz de Enmanuel a veces parecía con dejos femeninos, con inflexiones de hombre. Deteniéndose y dando la vuelta de repente, advirtió que le miraba con deseos las nalgas. Al voltear, e ir delante, le quedó su vagina a la vista de Enmanuel. 

—Oye no seas fresca, o fresco. 

—¿Por qué? 

—Por cómo me miraste. Pero da igual. Notas que a veces tienes voz de hombre y otras de mujer. 

—¿Tú crees? 

—Claro. Te oigo aquí mucho más claro. A veces se te va el hombre y a veces la mujer. ¿No te habían dicho? 

—No. Más bien me proyecto y ya. 

—Bueno. 

Y dándose vuelta, empinando a propósito las nalgas, buscando atraer, siguió hasta la puerta. Abrió y pasaron. Lo condujo directo al balcón sentándolo casi a la fuerza. 

—Esta es mi silla de los viernes. También la de todos los días, o más bien noches, pero así la nombro. Estás tú de suerte. Casi nadie se ha sentado ahí, en mi presencia. ¿Más alcohol? 

—Sí, gracias, y para encender un cigarro. 

—Vengo enseguida. Dame un minuto. Y te quiero preguntar algo bien personal: ¿puedo? 

—Sí. Dime. 

—Después. 

—Pregunta ahora y así pienso si te respondo o no. O mejor si mereces que te responda. 

—Que lo merezco, lo merezco. 

—Y eso por qué. 

—Porque sí. 

—¿Y por qué porque sí? 

—Porque he pensado hasta llevarte a la cama. 

—Y yo a ti también. Así que vamos muy bien. Pregunta. 

—¿Se te para el clítoris? 

—Eres bien directa tú. 

—Pero no me digas. Piensa en tu respuesta, es decir en las consecuencias de lo que me dirás. Y para que veas que no soy cualquier cosa del rebaño… 

—Está eso por ver. 

—Te sorprenderé. 

Enmanuel cuando estuvo solo se asomó al balcón. Al sentarse nuevamente le pareció que estaba solo en el mundo. Escuchaba algo de lo que sucedía debajo, el pasar de los carros, porque de la gente no escuchaba nada. Solo tuvo delante el muro del balcón y el cielo. “¡Qué estratégico!”, pensó. Llegada Soledad, se puso de pie para ayudarla. 

—Corre un poco hacia acá esa silla y ahí apoyamos esto –tenía en sus manos una bandeja con el sake y las dos jarritas del mismo estilo, cigarros y fosforera. 

—Oye con esto me mataste. Ahora sí que veo quién eres. 

—¿Quién soy? 

—Una mujer alejada cien por ciento de esta vida. Estamos en el occidente y bebes del oriente. 

—Sí. Y sincera conmigo. No sé si con los demás, pero conmigo sí. 

—Dime algo de esa sinceridad –le refirió recibiendo una de las tazas ya servidas y probando. 

—Uf –haciendo una mueca–. ¡Qué rico! Se me van a achinar los ojos. 

—Achinar no a japonear, es de Japón –y rieron a la par. 

—¿Y a mi clítoris qué le pasará? 

—Ay pero que no se te encoja por favor. 

—Estás loca tú, con el trabajo que me ha costado que crezca. Los asiáticos son cortos. 

—Eso he escuchado, pero nunca visto. 

—Yo tampoco he visto, en vivo. En esa película El imperio de los sentidos, aquella antigua de los 70 u 80. ¿La viste? 

—Ay no. 

—Es media porno o erótica completa, sale el japonés corto. Y con eso quería hacer milagros. Mi clítoris es más largo. 

—Me tienes intrigada enséñamelo. 

—Oye qué es eso. ¿Y si te gusta? 

—No me gustan las mujeres. 

—Yo no soy una mujer. 

—Verdad, eres un alien con clítoris mayúsculo. ¿Otro sake? 

—Un ángel. Claro. Está riquísimo. 

—Salute. 

—Salute sí. 

—Pero aquí no puedo enseñártelo. 

—Párate allí adentro y te bajas el jean. 

Entrando le pregunta. 

—¿Aquí? 

—Sí, ahí. Si es grande desde aquí se ve –le dijo echándose hacia delante en la silla y prestando atención al cierre del pantalón. 

Enmanuel se lo bajó de una, no tenía calzoncillos. Soledad miraba atenta. Del femenino triángulo sexual le salía un clítoris grueso y alargado. 

Soledad tragó en seco y se sintió algo mojada. 

—Ven. 

Se acercó exagerando la parada hacia delante, mostrándose mucho. Si un minuto atrás le importaba estar en el balcón, ya no. Soledad, al intentar tocarlo, le puso la mano en el alma y la masajeó un poco. Era grande sí, e intentó tomarlo como un pene y llevarlo hacia delante y atrás, pero era el alma. Algo pudo, algo no pudo. Era la unificación de la materia y el espíritu, y así le llegó. Veía en sus manos un clítoris pero tocaba el alma de Enmanuel. Tanteaba lo que era y hacía Enmanuel. Había hecho lo que jamás un ser humano hizo, y Enmanuel lo había ordenado. Eran ya el uno del otro. Encendió un cigarro. 

—Te das cuenta de cómo aquí sentados solo vemos el cielo y nada hacia abajo. Y si miras adentro podría decirse que estamos en otro país. 

—Es cierto, sí. Cuando entré y me pasaste aquí lo noté. Está como mandado a hacer. Estratégico. Y ayuda mucho un barrio como este. 

—Es mi venganza contra tanta mierda. 

—¿De este país dices? 

—Sí. En definitiva… es como profundo, encarnizado y muy político mi espacio. Lugar que he construido… a ti no te puedo engañar, como mismo te digo que soy conmigo misma y ya, y que lo hice para mi desconecte, y olvidar como mismo lo hace el resto de la humanidad con sus cosas, para olvidar lo de afuera se meten en sus espacios; pues yo hice mi lugar anti político y anti realidad, haciéndolo anti político en su imagen, cuando en realidad estas cosas son lo más político que hay, porque me recuerdan y me hacen vivir el anti extremismo. ¿Me hice entender? La gente va haciendo su casa poco a poco, en todo este planeta, por ejemplo amigos que se han ido han comprado su sitio y van mensual pagando y arreglando. Les queda, y nos queda entonces, el único lugar donde se quiere estar. Lejos de trabajar, las malas caras, la mediocridad, etcétera. Eso es mundial, no solo en este país. Pero yo, soy muy jodida, de mí para mí ya que a nadie le importa, con los diseños de interiores para olvidar. Es un tema político, y bien contrarrevolucionario, por decirte lo menos. ¿Me entiendes? 

—Entiendo. Este lugar tiene en su base política la construcción anti política. 

—Exacto. Y es mío sí o sí. Todos los cubanos que se han ido, invariables llevan a su casita, el barrio, la ciudad y Cuba. Ponle el cuño. Por lo que es entonces político y cultural, vaya para no llevarlos muy recio. Y lo mío es efectivamente así, pero a la inversa. Yo me extrapolo aquí sentada, y adentro, hacia el mundo. Como te digo es mi venganza ante el asco que me da todo. ¿Nunca pensaste en irte? 

—¿De qué? 

—De este país. 

—Pensé que me dirías, irme de mí mismo, porque ya lo hice. O regresé, según como se vea, así lo veo yo. Pero no. No pienso irme de este país, porque no es mío. 

—Estás muy loco tú. No te entiendo nada. 

—No me voy de ningún lado, o mejor me voy cuando me dé la gana. Mi mundo es hacia dentro también. Muy hacia adentro. Y lo de afuera, un universo conmigo mismo. 

—No te entiendo. Pero… ¿te digo algo lindo? 

—¿Qué? 

—Yo vivo de imaginar. Entiende, la gente piensa afuera, por ejemplo, en sus momentos más divertidos, en lo suyo aquí o allá, en olores, o algo así; yo imagino igual, pero mucho más sin fronteras, sin límites, sin ese peso de lo vivido. Porque cuando alguien tiene algo íntimo también es lo vivido. Puede que esté más loca que tú, o puede que esté muy errada con la vida, con mi vida digo. ¿Te sirvo un poquito más? 

—Ay sí. Soledad, que genial es haberte visto abajo. Me has dado mucho alcohol y estás muy loca tú. 

—¿No te gusta? 

—Es lo que más me gusta. 

—Digo que esté muy loca según tú, porque según yo tú estás para que te internen. 

—Eres bien tú y tú. No te pareces a nadie. 

—Así es, no me parezco: hago y los otros se quejan. Y hago, te reitero y cuento, desde mí y para mí. Me importa un carajo el resto. Tengo ovarios y lo digo. Me pasó por mis trompas el compañerismo, la solidaridad, y todos los demás planes de la humanidad y el extremismo. ¿Sabes por qué? 

—¿Por…? 

—Porque fue lo que aprendí del puesto solo en jefe. Individualidad, violencia, intolerancia y mono razón, fue lo que dejó en mí. 

—Pero ahora mismo, aquí contigo, significa todo lo contrario. ¿Quieres cambiar todo lo que te enseñó ese? 

—No es posible en mí. 

—Todo es posible. ¿Quieres? 

—No quiero. 

—Por… 

—Porque me da la gana. Quiero seguir en la misma acera, en el mismo camino. No quiero olvidar. Y eso que como ves no estoy tan mal. Soy clase media, le guste a quien le guste y le pese a quien le pese. E igual no quiero olvidar ¿Me comprendes? 

—No dije olvidar dije cambiar. ¿Tienes miedo? Ya veo que eres del rebaño ¿Sí o sí? 

—No seas duro conmigo. 

—Para nada. 

—No sé si eres un loco. 

—No soy un loco. 

—No obstante, para que entiendas ya eres mío. Siempre vas a estar conmigo. Y aquí mismo, en mi mente o en mi presencia. No todos los días se encuentra a alguien como tú… loco. 

—Gracias por serte interesante. Pero no me trates como alien, decirlo un momento es chistoso, después no. Soy un ángel. 

—No. Eres dos seres humanos. 

—Dirás dos seres celestiales. 

—Como quieras llamarlo. Imagina que esto que has vivido no lo hubieras tenido que vivir. Que todos somos lo que somos. Sin fronteras y con espacio para lo que cada uno es. A veces pienso en ello. Pero lejos de estos problemas nacionales que son un atraso inmenso. Que para eso lo hacen eh. Para tener a la gente como en la época de las cavernas, entretenidos todo el tiempo en cazar un mamut, que llevado al patio nacional es salir a luchar un muslo de pollo o un tomate. Y ellos en lo suyo. Dejemos eso de loco en la acera de enfrente. Te digo que cada uno fuera lo que es y no tuviera que centrarse en demostrar su ser. ¿Qué coño le pasa a la gente, al mundo este? Si todos somos distintos. Sería genial que nos centremos en lo que nos hace felices y no en primero intentar ver qué soy o cómo voy por el imbécil de la esquina o de otro país, que no entiende nada, y además manda o tiene cierto poder para influir o determinar algo. Vete para el carajo, le diría a todos. Déjennos en paz. Imagina, que fuera así. Yo por ejemplo gozo sabiéndome mala. 

—¿Cómo? Explícame me gusta esta palabra. Me es sexy. 

—Mala sí. Es saludable. No me digas que no. Es como cuando te enfermas, te puede pasar algo, una rabia, un tremendo nerviosismo por algo y el cuerpo reacciona y se enferma. Una cree que pasó no más, pero no, te bajan las defensas y zaz, para la cama te tira. O te da algo en la piel. A la gente le sucede todo el rato y dicen: ay no sé dónde cogí esto. Pues lo cogiste de la clase de encabronamiento o desilusión, o lo que sea que te sucedió. 

—Ah ya y qué tiene que ver eso con ser mala. ¿Eres mala y eso te da salud? 

—Más o menos. Hay que buscar el equilibrio. Ser buenaaaaaaaaaaaaaaa también te enferma, igualito, el cuerpo reacciona, porque somos hu-manos. 

—Habla por ti. 

—Es así. Tienes tu decencia, pero también tu maldad. Oye somos gente, no santos. 

—¿Santos? ¡Qué desilusión! Y te repito, habla por ti. 

—Yo tengo mi lado bien oscuro… 

—Gracias por señalarlo. 

—… mi vida interior, mía y en ella me regocijo. O como a cada uno le dé la gana, pero es saludable ser mala. Mírate a ti, eres bello, eres especial, porque tienes en tu cabeza la locura máxima. Perdona, pero es lo que tienes en la mente, en tu clítoris gigante, en tus ganas, es una locura in-mensa. No quiero a gente polarizada a mi lado, quiero gente gente, gente normal, gente que viva. Tú, vives. 

—Pero no te confundas, no soy gente. 

—Sentados miraban hacia arriba. El alcohol envalentonó. Cada uno siguió poco a poco su charla hasta casi monólogos, a veces ininteligible, que ni yo pudiera editar tanto para su comprensión, y en el cual decían y se respondía bastantes veces solo a sí. Sin embargo, se entendían, y oían atentos a sus propias palabras y continuaban. La comunicación entre las personas a veces es curiosa, imaginen entre estas dos singularidades. La gente habla y no escucha, ellos estaban en otra sintonía por los tragos, el humo y los deseos de dar a conocer de sus propios espacios interiores, pero en fin, parece que se entendieron a la perfección, y verán cuánto. La química fluyó. Al otro día Soledad y Enmanuel estaban vacíos de confesiones, de esclarecimientos mutuos, de ba-talla de pareceres y de aprendizaje entre dos mundos desconocidos, aunque sí les digo, no se acordarían mucho. 

En aquel relajo inentendible de tantas horas tocaron la puerta del apartamento. Fue bien fuerte, autoritario diría. Soledad extrañada fue a abrir, urgida. Seguro era la vecina, por algo. Mas cuando la puerta fue corrida, nada de la señora, era un personaje alto, de pelo negro engominado a la antigua y pulcro, con un sobretodo de piel de serpiente abierto a destajo, brillante y encima de una camiseta blanca que dejaba ver los pelos del pecho, un jean raído de moderno y unas chancletas. Era un ser muy bien perfumado. Y se notaba en él un ego que traspasaba aquella apariencia. 

—Hola Soledad. Bella tú eh. Un mujerón sí. Soy Ena. 

Pasando caminó tipo modelo, un pie delante del otro, como desfilando por la pasarela de la sala. Soledad notó que algo como golosina la inundó al pasar el ser y el aire que siempre se hacía en el cajón de la escalera, que fue detrás de él entrando a su casa. 

—¿Dónde está ese hada de clítoris gigante? ¿Dónde está? ¿Dónde estás Enmanuel? 

—Aquí. Ven. 

—¡Qué belleza de cielo! Lindaaaaaaaaaaa, el fin de tu espalda me enamoraaaaaaaaaaaaaaaa. 

Ena medio cuerpo fuera del balcón profería en voz alta a una joven que pasaba y mirando hacia arriba sonrió. Soledad entrando logró mirar que la muchacha casi dejó ver un orgasmo garganta abajo, por la boca abierta que tenía al mirar a aquel ser. 

—Eh qué lugar más rico. ¿Déjame verte? Da la vueltecita –Soledad no pudo dejar de hacerlo. Era convencimiento e hipnosis el sonido de la voz de Ena y las pupilas de sus ojos. 

—Déjala ya. Soledad ponte dura no le hagas caso. Ya, déjala ya. 

—Perdona Soledad pero eres perfecta y no me resistí –chasqueando los dedos Ena la hizo respirar nuevamente en su propia esencia y centro. 

Soledad vio en su cabeza todo un revoltijo de repente. El alcohol, la sorpresa y algo que no supo explicarse la dejaron sin decir palabra. Retomando sus ovarios, su mujer, su yo, desafió. 

—Pero y tú. ¿Cómo entraste? ¿Cómo sabes? No entiendo. 

—Nada que entender. Quiero un trago también. ¿Seguimos la borrachera? Ahorita llega el otro y nos jode todo. 

—¿Qué otro? 

—Dile –Ena miraba a Enmanuel–. ¿No le dijiste? 

—Puta, es que ustedes no dan tiempo a nada. 

—Mejor así. Mira amor mío. Yo soy Ena. E N A: Estado Nacional Aguerrido –rio a carcajadas–. No, mentira, es para estar a tono con el extremismo caribeño –volvió a reír a destajo–. Soy esto que ves. 

Ena era algo afeminado. Sentado ahora, una pierna cruzaba completamente y movió hacia atrás su sobretodo. A pesar de lo alto de la temperatura y la prenda, no se veía acalorado. Mas bien estaba en constante frescor. Tomó un cigarro y fumó dejando el codo apoyado y la mano muy quebrada. Su mirada hacia los ojos de Soledad era joven, limpia y despreocupada. 

—Me gusta esta mujer, la mujer que sueña ¿Ay y esa seriedad? Te cogió la morriña de este país. Te dije. Aquí no hay nada bueno. ¿Tomaste tu vinagre? Parece que lo necesitas. Ah verdad, que llegaste sin querer saber. 

—¿Es cierto entonces lo del vinagre? No te lo creí mucho –preguntó Soledad que no sabía para dónde mirar, qué hacer, dónde sentarse en su propio apartamento, o echarlos a la calle de una. Se sentía borracha sí, y ahora que necesitaba claridad no se enfocaba. 

—El vinagre. Si este ser no toma se jode esto, se le caen las plumas, se contractura toda, o todo, y no sé cuántas cosas más que es mejor no saber. ¿Lo tomaste o no? Búscale un poco por favor. 

Y Soledad sin querer se puso de pie obedeciendo. A los tres pasos se detuvo, cómo se había parado por aquella voz de mando. No hacía falta y lo sabía, pero igual lo hizo. Detenida dio la vuelta. 

—Aquí no hay vinagre. 

—Ah verdad. Esta idea de quién fue. Venir a dónde no hay nada. Pero Enmanuel no sabe, le gustan las sorpresas a veces. 

—¿Y tú qué tienes que decir de esto? ¿Cómo es que este señor llegó aquí? ¿Cómo sabía? ¿Cómo sabe mi nombre, ahora que lo pienso?

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Los bulevares de Soledad: Luis García de la Torre

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