La verdad, la verdad… aun antes de llegar al Paraninfo del Ateneo Fuente, donde se celebraría la premiación de la primera edición del Concurso Internacional de Poesía en Lengua Española Manuel Acuña, yo estaba convencido de que aquella noche del 6 de diciembre sería algo para recordar. Convergían, a mi juicio y por experiencia personal, dos elementos dificilísimos de encontrar que, sin embargo, se hicieron evidentes allí. Por un lado, que un par de escritores cubanos coincidieran en la ciudad de Saltillo ya representaba una anécdota distintiva. Si se tratara del D.F., Guadalajara o Monterrey, nada de extraordinario tendría el suceso… pero la pequeña capital coahuilense es harina de otro costal (menos socorrido) y yo anhelaba por adelantado la oportunidad de darle un abrazo a este compatriota (sacado el término de toda connotación política) que, además de traer consigo los aromas del mar y las palmas, perdidos acá entre el cactus y el tiempo, también demostraba por amplio margen su valía en las letras.
Pero no sólo eso, si peculiar habría de considerarse este encuentro, más singular resultaba atestiguar el asombro de un cubano que, a fuerza de sentimientos y lírica, se embolsaba de un golpe cien mil dólares. Una cantidad de dinero considerable para cualquier ciudadano del mundo, así viviera en la Gran Manzana, Londres o París, ¡qué decir de La Habana, Santa Clara o Remedios!
Y allí estábamos todos en la abarrotada sala del Paraninfo, escritores, estudiantes, artistas diversos, funcionarios pequeños y los peces gordos venidos de otros estados, que rápidamente le prodigaban las sonrisas de rigor al gobernador de Coahuila, también presente, a la espera de que se entregara la medalla acreditativa, el diploma de reconocimiento y que el homenajeado, Luis Manuel Pérez Boitel, nos regalase las palabras de agradecimiento.
Su discurso, al menos las primeras tres cuartas partes del mismo, no se apartó del verbo esperado. Destacó los valores culturales de Cuba, de México y referenció buena parte de los artistas que, de uno y otro lado, permitieron la mutua permeabilidad de ambos espacios. Por lo tanto, desfilaron nombres y obras que justificaban los consabidos lazos de amistad que se tienden entre ambas naciones, sin dudas, lazos mucho más fuertes y consistentes en el ámbito artístico que en el escenario político o económico. Fue al final de su intervención que Boitel rompió el tranquilo curso de sus palabras para adentrarse en temas más azarosos. Criticó, entonces, la pasividad del periodismo cubano y su dócil sometimiento a las directrices gubernamentales para cerrar, en un giro que pocos hubieran pronosticado, solicitando la liberación de Gerardo Hernández Nordelo, Ramón Labañino Salazar, Antonio Guerrero Rodríguez y Fernando González Llort, los cuatro cubanos presos por espionaje en Estados Unidos.
Al final, sobrevinieron los aplausos, las fotos y los apretones de mano. El protocolo había terminado, pero la noche apenas acababa de empezar. Y es que los organizadores del evento seleccionaron a una parte de los invitados para que fueran a cenar junto al cubano. La suerte estuvo de mi lado. Me incluyeron en la comitiva y, pensé, quizás ahí tendría la oportunidad de intercambiar palabras con Boitel porque, hasta ese momento, la muchedumbre hacía prácticamente imposible el más leve acercamiento.
La biblioteca del Paraninfo había sufrido una precipitada metamorfosis y de sala de lectura se convirtió en una especie de restaurant, con todo y un pequeño grupo musical que estuvo deleitando la velada gracias a sus acordes instrumentales. Todo fue concienzudamente preparado de antemano y ningún detalle dejado al azar. Ni siquiera la ubicación de los invitados, así que nos dimos a la tarea de recorrer las mesas para encontrar el puesto identificado con nuestro nombre.
Una vez que todos estuvimos acomodados (la suerte, de nueva cuenta, me favorecía pues Boitel quedó muy cerca de donde yo me encontraba) debimos escuchar una segunda intervención del gobernador, esta vez menos formal, junto a las frases de agradecimiento y bienvenida por parte de la titular de la Secretaría de Cultura de Coahuila. Prosiguió, por parte de cierto actor, la lectura de un poema de Acuña y yo, de acto en acto, empezaba a preguntarme cuándo terminarían las disposiciones preestablecidas para caer en las libertades que siempre añoramos los cubanos.
De nueva cuenta reaparecieron los aplausos y se anunció el inicio de la cena. Era una excelente oportunidad para abordarlo y casi la única antes de que se sirvieran los primeros platos porque, pensé, Boitel es sin duda un excelente poeta, pero también un cubano de pura cepa y cualquier saludo de mi parte, mientras cenaba, corría el riesgo de considerarse inoportuno. Dicho en pocas palabras, con la comida de un cubano no se juega.
Todavía recuerdo, en mi primera llegada a Saltillo, para lanzar El nieto del lobo, que terminada la presentación empezaron a desfilar bandejas repletas de platillos que se advertían deliciosos, y un par de periodistas me abordaron de inmediato con preguntas. Ignoro que respondí. Mis ojos no se apartaban de los camareros y sus tentaciones opíparas. Desde esa nefasta experiencia me cuido mucho de interrumpir sesiones de glotonerías, así fueran infundadas.
Por lo tanto, cuando los camareros se alistaban para servir y envalentonado ya por algunos tragos de whisky, me dirigí hasta su asiento. Con una palmada sobre los hombros llamé su atención. Enseguida le tendí la mano. Un saludo de cubano a cubano, fue lo único que dije.
Es curioso (y reconfortante) notar cómo le cambia el rostro a un cubano cuando, en el extranjero, se encuentra con otro. Enseguida Boitel esbozó una sonrisa y exclamó, ¡qué bueno, hermano!, ¡aquí estamos, echando pa’ lante! Lo felicité, claro está, por su premio e intercambiamos rápidas frases mientras con el rabillo del ojo divisábamos a los camareros que se acercaban. Otra palmadita sobre los hombros me sirvió para retirarme. Lo más importante estaba hecho. Se había roto el hielo. Ése, mucho más fácil de quebrar que la atmósfera gélida que se cernía afuera, donde los termómetros marcaban apenas tres grados sobre cero.
El resto de la velada mejoró considerablemente gracias a los tragos, la música y el estómago lleno, que lograron dilapidar la aprensión inicial, misma que se instala en cualquier lugar donde desconocidos han de interactuar forzosamente, y distender el ambiente para que aparecieran algunas carcajadas, se elevara el tono de voz y se rompiera la rigidez de los acomodos propuestos cuando varios comensales intercambiaron lugar o sencillamente se levantaron para charlar más a gusto en algún rincón de la biblioteca.
Aproveché la ocasión para robarle par de dedicatorias a Boitel en ciertos ejemplares que nos habían regalado con parte de la obra ganadora (el libro completo saldrá a principios del próximo año) y, de camino, dialogar de manera más afable.
Me comentó que era la cuarta ocasión que estaba en México, siempre cumpliendo con alguna obligación literaria y que, además, ya había conocido Honduras, Argelia y otros países que, ¿cómo negarlo?, el whisky debió sepultar en mi olvido.
Me sorprendió al cuestionarme qué me había parecido el final de su intervención pública. “Es que no hay que dejarse”, me dijo. Yo ladeé la cabeza por toda contestación.
Por supuesto, no podía faltar la foto. Le dije que rara vez coincidían dos escritores cubanos en Saltillo (en realidad, no recuerdo otra ocasión, a menos que se tratase de Ana Cairo y José Antonio Baujín que vienen año tras año) y sería imperdonable dejar escapar esa oportunidad para evidenciar el encuentro. Yo hablaba mientras nos enfocaban con la lente e intentaba posar lo más ecuánime posible, pero Boitel echó al suelo mi estoicismo. Tienes razón, me dijo. Y no sólo eso, agregó, sino que se encuentren aquí sin salir corriendo para la frontera. Tuve que reír en grande y, justo ahí, la instantánea nos captó.
Esa pudo haber sido la despedida. El resto de los invitados, al vernos, empezó a acercarse para asediarlo con libros que debía firmar y alguna que otra foto que también se querían tomar. Además, un chiste entre cubanos, significaba un cierre excepcional, pero no.
Una pregunta clave aún sobrevivía entre los hielos de mi trago y sabía que no podría pasarlo por mi garganta si antes no la formulaba. Así que primero vino la confesión. ¿Sabes que escribí un artículo apenas te ganaste el premio? Me miró con verdadera estupefacción. ¿En serio?, preguntó. Sí, le comenté, se titula “A dónde irán los cien mil dólares de Acuña”. Entonces fue él quién rió de veras y yo aproveché para cuestionarlo por fin. Ahora que tengo al ganador del premio Manuel Acuña frente a mí, quisiera que respondieras personalmente a esa pregunta. Boitel me observó directo a los ojos, todavía no paraba de reír. Para empezar lo meteré todo en un banco, después veremos. Fue ahí que yo también comencé a sonreír. Nos abrazamos. La pregunta había sido contestada. Todo había sido contestado. Cualquier cubano lo podría saber.