Lo de siempre
¿Qué ustedes vienen a qué libere a quién? El ministerio público detrás del escritorio atiborrado de papeles dejó de teclearen la vieja computadora. Sus dedos índices quedaron suspendidos en el aire igual que las patas de una mantis religiosa a punto de atacar .Miró por encima de la línea de los lentes a las dos mujeres paradas frente a él. Revisó de arriba abajo sus vestimentas humildes. El hombre se dio cuenta de su posición y bajó las manos. Se quitó los lentes. Los colocó encima de una pila de expedientes. Abrió el cajón del escritorio. Un ruido reveló la falta de aceite. Introdujo la mano y sacó un paquete de cigarros abierto por la parte de abajo. Golpeó varias veces contra la palma de la mano abierta hasta que salió un extremo del cigarrillo como un animal temeroso de abandonar su madriguera. El hombre colocó el tabaco en la boca pero no lo encendió. La silla lanzó un chirrido parecido a un gato al que le pisan la cola cuando el agente recargó sin miramientos su voluminoso cuerpo. Las mujeres dieron un leve respingo pero el gordo acostumbrado al sonido no se inmutó. A ver, a ver, explíquense otra vez que no les entiendo nada de lo que dicen con ese ruidajo que hay en el pasillo, a ver usted que está más cerca, cierre la puerta para que la pueda escuchar bien. La mujer de falda larga y huaraches de cuero gastado que dejaban ver sus pies negros de polvo mezclado con sudor, obedeció. La endeble madera apenas provocó que los gritos en la comisaría bajaran un poco los decibeles. El cuarto comenzó a viciarse por los olores de los tres. El hombre se tocó la calva. A sus cuarenta años el cabello había decidido sólo crecer a los lados de la testa. En medio quedó una piel tan blanda que apenas sostenía las gotas de sudor que su exceso de peso le generaban. Pasó el dorso de la mano. Lo sintió húmedo. La lámpara en el techo comenzó a titilar. Amenazó con apagarse, pero se recompuso. Las dos mujeres se miraron asustadas. A ver señoras va de nuevo, dejen de mirar el techo, no se preocupen por los problemas de electricidad que tenemos y pónganme atención, ¿que vienen a qué? Ándale, cuéntale al licenciado Mar…Martínez. Hizo una pausa para leer en la placa de latón en el escritorio. Todo lo que me dijiste, Petra, porque si no lo decimos entamban al Dagoberto. La mujer de los huaraches sucios soltó un codazo fuerte a su compañera. Ésta miró con miedo, primero a ella, luego al agente del ministerio público. Permaneció callada. Ándale, que no vinimos de raite dioquis desde la invasión. Petra se rascó la cabeza. Luego se rodeó ella misma en un abrazo como si deseara protegerse. Pos eso, licenciado, que le conté a la Meche que el Dagono fue el que picoteó al Polonio, si no que fue otro. El gordo hizo una mueca de fastidio. Miró el reloj justo arriba de la puerta de aquel intento de oficina. Luego, clavó la mirada en las dos mujeres. Se acodó en el escritorio oxidado. Sus movimientos estaban medidos. Otro en su lugar hubiera tirado papeles, la lámpara sucia o la taza con café de hacía dos días. Petra siguió con la vista el acomodo del licenciado. A ver, a ver. Volteó hacía la pantalla de la computadora. Comenzó a teclear con los dos dedos índices como si fueran máquinas de expropiación. ¿Cómo dicen que se llama el detenido? Dagoberto Rivera Molina, licenciado. Muy bien, muy bien… Rivera Molina, ¿verdad? Dejó de teclear, jugó con el cigarro en la boca. Aquí dice que está rindiendo su declaración con el comandante Paniagua. Poreso estamos aquí. Meche tosió. Tenemos pruebas de que él no es el culpable del asesinato que lo acusan. Martínez volvió a recargarse en la silla. Un nuevo grito de angustia del mueble. Señora, es lo mismo de siempre, vienen a llorar por sus angelitos que no rompen un plato y luego resulta que son una bola de diablos, comentó con un gesto irónico mientras dejaba el cigarro sobre los expedientes. Meche y Petra hicieron el intento de hablar pero Martínez las detuvo con un gesto. Así como lo oyen señoras, lo mejor es no hacer olas y dejar que la justicia siga su cauce, ahora si me permiten, tengo mucho trabajo que hacer. Señaló con la mano la puerta detrás de las mujeres. Bueno, al menos déjenos verlo, saber que está bien, ya los familiares de la invasión fueron a buscar a un abogado de los buenos para que lo defienda, ya se pusieron de acuerdo para pagarlo entre todos no importa lo que cueste, es que es muy querido allá en la colonia. Petra rodeó con un brazo a Meche. Martínez entrelazó las manos. Dudó unos segundos. La luz de la lámpara titiló de nuevo. Martínez no deseaba que llegara ningún abogado. Y si lo hacía quería estar seguro que el detenido estaba presentable. Está bien, está bien, voy a preguntarle al comandante Paniagua cómo va con, con. Miró la computadora. Con Dagoberto Rivera, ahora espérenme en el pasillo en lo que vuelvo. Petra y Meche retrocedieron un par de pasos. Abrieron la puerta. Martínez se puso de pie lentamente. Intentó fajarse la camisa azul, arrugada, pero un pedazo de tela quedó fuera de la gran circunferencia que delimitaba el cinturón de cuero negro. A ver, a ver, circulando, déjenme pasar, voy a ver qué carajos puedo hacer. Movió las manos como si espantara a un par de perros callejeros. Petra y Meche terminaron por salir del cubículo. Una hilera de cinco oficinas con igual número de ministerios públicos clonadas a la del licenciado Martínez ocupaba el largo pasaje. Cuartos amueblados con un archivero que parecía escupir papeles, dos sillas chuecas, un escritorio sin espacio y el retrato del Gobernador del Estado clavado en la pared del fondo junto a un documento que certificaba al ocupante como agente del ministerio público de El Charco, Sonora. Frente a cada oficina, se repetía la misma escena. Hombres y mujeres pedían que el encargado escuchara lo que según ellos era la verdadera historia de la detención de la persona. Espérenme aquí, pues. Las mujeres recargaron su espalda en la pared de tabla roca. La iluminación de las cuatro lámparas tubulares del pasillo subió de intensidad, luego volvió a quedar normal. Martínez cerró la puerta con llave y comenzó a alejarse. La bastilla de su pantalón, comprado dos tallas más grandes para abarcar el prominente estómago no era acorde a su estatura y provocaba que cada cierto número de pasos pisara la parte trasera de la tela. Meche observó, antes de que Martínez diera vuelta al final del pasillo, que estaba a punto de deshilacharse.
Martínez salió a la noche después de empujar una puerta de metal pintado de color verde pasto. Atravesó los veinte metros del patio trasero de la corporación habitado por un cementerio de patrullas a las cuales les faltaba una llanta, las torretas o tenían abolladuras parecidas a un chicle masticado por un gigante. Se detuvo frente a un edificio descarapelado. Pulsó su clave personal en una pequeña caja numérica. Una corriente de viento lo hizo estremecerse. La humedad había comenzado a cobrar factura a las paredes. Contempló que se comenzaban a llenar de moho a pesar de contar con un recubrimiento que las aislaba del sonido. De primer nivel, decían entre susurros los agentes judiciales. Luego se carcajeaban. Ahora estaban ensalitradas. De un verdor que a Martínez le recordaban los quelites que su madre le daba de desayunar en su pueblo. Y que tanto odiaba. Martínez saludó a Romero en la entrada del pasillo, quien fumaba tranquilamente recargado en una silla. El rifle R-15 sobre una mesa de madera, junto a un cenicero atiborrado y una coca cola caliente, como si fuera una ofrenda a un Dios olvidado. La radio de pilas en la estación deportiva. Los Cocodrilos del Charco intentaban alcanzar en el marcador a los Naranjeros de Hermosillo. ¿Cómo va el partido? Martínez preguntó por cortesía. Esos pendejos de los Cocodrilos dejaron ir una casa llena, si siguen así ni a playoff van a llegar, lo de siempre, empiezan muy bien la temporada y luego se desinflan, ¿qué anda haciendo por acá, mi lic? ¿En qué separo está Paniagua? En el cuatro, tiene rato chambeando. Lanzó una voluta de humo seguida de una maldición cuando poncharon al cuarto bat. ¿No le digo?, puras tristezas mi lic, puras pinches tristezas. Martínez asintió. Abrió una puerta de metal. El ambiente se enrareció apenas dio el primer paso. Conforme fue caminando los gritos comenzaron a sonarle más fuerte. Chillidos. Alaridos. Suplicas. Llantos. Todos mezclados en un enjambre sonoro que hubiera hecho huir asustado a alguien nuevo pensando que había entrado en una película de terror sin comprar boleto. Continuó. Bloqueó mentalmente los ruidos que emergían de los seis separos como cada vez que necesitaba ir a ese edificio. Se plantó frente la puerta que tenía un número cuatro escrito con gis. Tocó con la mano abierta. El metal retumbó sobre sus bisagras. Un nuevo bajón de luz. Apenas de dos segundos. Escuchó el cerrojo. La cara de López, cacariza, se asomó. Ah, mi lic, es usted, ¿qué milagro?, nunca le gusta venir acá. Se hizo a un lado. El primer paso coincidió con el bramido de un hombre desnudo sentado en una silla de metal. ¿Qué pasa, mi lic? Paniagua volteó a ver a Martínez con unas pinzas en la mano. Ya mero terminamos, mire, ya firmó la primera pero se puso rejego con la nueva declaración que le pedimos amablemente que firmara. López recogió sobre una mesa de metal desvencijada un fólder con un expediente. Se lo entregó a Martínez. Echó una mirada. Leyó que Dagoberto Rivera aceptaba el homicidio de Polonio Estrada porque discutieron sobre a quién le tocaba poner otra ronda de cervezas. Parece que ya se le calentó el cuerpo a este cabrón por eso está aguantando más pero deme chance lic y le sacamos que participó en el asesinato del junior ese que lo trae de cabeza y los tres atracos a los expendios de cerveza. Espérense, calmados, por eso vengo, hay broncas en el ejido. Los dos judiciales voltearon a ver a Martínez con cara de interrogación. A la oficina llegaron dos viejas, una de ellas aseguró que no había sido este cabrón el que se chingó al difunto. López sacó un cigarro de la bolsa delantera del pantalón y se la ofreció a Martínez. ¿Y eso qué?, no tienen nada mi lic, éste ya confesó, derechito al bote y sin tocar baranda. Paniagua sacó el encendedor. Deslizó el dedo sobre la piedra y acercó la lumbre al extremo del cigarrillo del ministerio público. ¿O a poco sí pensó que era el culpable, lic? Los dos judiciales comenzaron a carcajearse. No sean pendejos. Martínez entornó los ojos cuando un hilo de humo entró en sus ojos. El problema es que aseguran que traen pruebas, que ya viene un abogado y lo más seguro es que lo quieran ver, ¿no me dijiste que estaba todo arreglado, que era algo fácil y que con esto calmábamos al procu? Pos si en eso estoy mi lic, deme chancita y ahorita resolvemos unos dos o tres asesinatos, nomás que firme, ¿o quiere que el jefazo se lo chingue a usté? Rigoberto Prado, procurador de Justicia del Estado, había sido muy claro con Martínez: no quería rezagos en los expedientes. Estaban en diciembre. Deseaba entregar un informe favorecedor al gobernador para seguir dentro del círculo de confianza del político. Sobre todo porque el siguiente año habría elecciones. Licenciado Martínez usted es el que tiene el más bajo índice de casos resueltos, se lo digo de una vez, o sube su promedio o lo mando a un pueblo rascuache, sé que es nuevo en la administración pero hay que echarle ganas. Prado lo había visto a los ojos mientras le decía :Martínez, no la joda, hay que ser cochi, pero no trompudo. El agente del ministerio público sabía a qué se refería. En los últimos meses eran pocos los detenidos que pasaban por sus manos y terminaban consignados. Eso significaba o que todos eran inocentes o que el presunto culpable, mediante una buena tajada, encontraba motivos fáciles para recobrar su libertad. El comandante Paniagua servía como filtro en las detenciones y le daba el pitazo a quién pedirle dinero y a quién no. Y los últimos meses ya hasta había podido cambiar de carro. Tenía visto hasta un nuevo terreno para empezar a construir tres departamentos que le darían otra entrada de dinero. Ante la amenaza del Procurador pidió ayuda a Paniagua. Tenían que desaparecer el rezago a como diera lugar o el negocio se les vendría abajo. No, no quiero que me joda el procu, confesó al fin. Por eso le digo mi lic, antes de que llegue cualquier abogado a salvar a este pendejo ya vamos a tener lista la nueva declaración y todo porque no soportó tener sentimiento de culpa. Paniagua pegó una carcajada y el tufo a comida en mal estado golpeó la nariz de Martínez. López agarró por los cabellos al detenido. Apretó una botella de plástico. Un chisguete de agua mineral combinada con chiltepín molido salió del tapón perforado con la punta de un clavo. El líquido entró por las fosas nasales. Dagoberto sintió que un río de lava le recorría por dentro hasta alojarse en su cerebro donde comenzaba a hacer ebullición. Pegó un grito mezclado con las lágrimas que le mojaban los cachetes. Martínez había leído en el expediente que el detenido tenía treinta años, pero parecía que había envejecido veinte más en las últimas cinco horas. El cuerpo presentaba cardenales en el estómago fofo, sobre todo en el área hepática. Reconoció las quemadas eléctricas. Unos moretones que semejaban lunares del tamaño de una moneda de diez pesos. La cara, salvo por las lágrimas y los ojos rojos, estaba intacta. Paniagua y López se jactaban de ser unos profesionales. En caso de presentarlo ante los medios de comunicación como uno de los delincuentes más peligrosos de los últimos meses, no mostraría ninguna lesión visible. Deme chancita, una media hora cuando mucho y yo le llevo el expediente firmado, a ver compadre, otro servicio especial de puro chuqui aquí para el plebe que nomás no agarra la onda. López colocó en una hoja de papel varias bolitas de chiltepín, uno de los chiles más picosos del mundo, y comenzó a molerlas sin que sus dedos las tocaran. Luego vacío el contenido en la botella de plástico y la rellenó con agua mineral. Dagoberto comenzó a orinarse como si fuera un cachorro asustado. Eso, cabrón, mójate bien el cuerpo para que sientas más el chingazo cuando te pongamos la corriente. Martínez lanzó el cigarro a una esquina. Chingado, ’tá bueno, que les firme esos papeles. Levantó el mentón para señalar a Dagoberto quien hizo un esfuerzo, inútil, de levantarse de la silla cuando observó que López se acercaba con la botella de plástico. Martínez vio un lunar en forma de corazón que tenía en el muslo izquierdo. Agarró el documento firmado y salió de la sala de interrogatorios como les gustaba a los judiciales llamarla. Una nueva letanía de gritos lo recibió en el pasillo. Cuando Romero cerró la puerta tras él, los quejidos se desvanecieron como río llegando al mar. No le gustaba ir a las salas de interrogatorio porque a pesar de que las paredes no permitían que saliera ningún grito, sentía que se quedaban clavados en su cerebro y duraba horas antes de poder quitárselos.
Meche y Petra se incorporaron del suelo al ver al ministerio público avanzar por el pasillo. Todas las sillas destinadas para los visitantes estaban ocupadas o destrozadas. Martínez sacó un manojo de llaves, abrió la puerta y rodeó el escritorio. ¿Voy a poder ver al Dago?, aventuró Meche. Martínez meneó negativamente la cabeza y abrió el archivo que traía en las manos. Aquí dice que el tal Dagoberto Rivera Molina aceptó de buena fe y sin que nadie lo obligara que fue él quien infligió quince puñaladas a, a. Hizo una pausa para buscar en el documento. Al tal Polonio Estrada ¿Rivera?, ¿son parientes estos dos? Primos, licenciado. Meche dio un paso. Por eso yo le decía a los policías allá en la invasión que mi Dago no pudo haberlo matado, si se llevaban desde chiquitos, siempre juntos, el Polonio hasta fue padrino de bodas cuando nos casamos hace cinco años, pero aun así lo subieron a la patrulla como si fuera el narco más buscado del país, es más, licenciado, creo que hasta le pegaron con la cacha de una pistola, no vi bien porque otro chota me estaba tapando. ¿Chota?, más respeto para la autoridad, señora, diga policía o agente judicial, no chota. Perdón, un policía no me dejó ver bien, pero clarito oí el grito de dolor de Dago y que luego lo metían a la patrulla. Martínez lanzó un bufido. ¿Y eso es todo lo que tienen?, esas no son pruebas suficientes para sacarlo de la cárcel, el detenido ya cantó que él mató a Polonio y no sólo eso, el comandante que lo apresó sospecha que es el autor de otros delitos por eso lo sigue interrogando. Petra y Mercedes se lanzaron un par de miradas tímidas. Entiendan mujeres, ya confesó el asesinato, ahí no puedo hacer nada y creo que eso me lo cuentan nada más porque está casado con usted, Meche, ¿no?, y quieren que lo ponga de patitas en la calle y eso no se va a poder, así que mejor se me van, ¿no te da vergüenza obligar a tu amiga a echar mentiras a un funcionario público nomás para salvar a tu esposo asesino?, esas cosas no se hacen, mejor váyanse porque las puedo entambar a las dos por obstrucción a la justicia, lo que deberías hacer es programarte para cuando tengas que ir a visita conyugal cuando tú esposo esté en prisión. La intensidad de la lámpara en el techo se relajó y luego volvió a normalizarse. Meche se puso pálida. Petra la vio de reojo. Dio un paso. Pos yo creo que si vamos a ir con el abogado y vamos a buscar a los periodistas, porque estoy segura que el Dagoberto no mató a su primo, se lo juro por la virgencita. ’Uta, mamacita, ¿y le sigues? Martínez preguntó sarcástico. Quería quitarse a las mujeres a como diera lugar. ¿Y por qué tan segura? Porque a la hora que dijeron los policías que ocurrió el asesinato, el Dago estaba cogiendo conmigo, respondió Petra. Martínez hizo el cuerpo para adelante. Una pila de fólders estuvo a punto de caer al suelo. Con la mano derecha reacomodó la hilera vertical. ¿Ya ve?, y eso lo vamos a declarar, para que entienda que no estamos inventando nada. ¿Y tú no te enojas que tu marido ande de pito fácil?, gritó Martínez. Clavó la mirada en Meche. Pos sí, pero me aguanto, luego se le pasa la calentura, tengo tres meses de embarazo y pos no quiero que nazca mi hijo sin padre, así que mejor nos vamos directo con el del periódico porque parece que usted nomás quiere meter al bote a mi viejo. Las mujeres hicieron el intento de salir de la oficina. Alto ahí. Martínez se mordió los labios. Todavía creo que nada más están haciendo barullo para que el tal Dagoberto salga. Se puso de pie. Ahí vengo, no hablen con nadie todavía, espérenme afuera. Cerró con llave la puerta. El ministerio público recorrió de nuevo el camino al área de interrogatorios echando pestes. Un escándalo en los medios lo iba a poner en mal con el procurador. No quería volver a un pueblo muerto de hambre después de, más que haber salido, huido de algo así. No estaba en sus planes volver tan rápido, menos ahora que había encontrado su mina de oro personal. Saludó de nuevo con un gesto a Romero. El hombre levantó la cabeza. Ya empataron los Cocodrilos, si no se apendejan sacan el juego. Pos ojalá, contestó por decir algo y abrió la puerta. Un chillido agudo le dio la bienvenida. Tocó frente al número cuatro. López abrió el cancel. Al fondo, Paniagua hincado, cortaba con una hoja de navaja el escroto de Dagoberto. Hilitos de sangre salían de ese pequeño panal arrugado. Cuando el judicial concluyera que eran suficientes, embarraría una mezcla de chiles en polvo en las heridas abiertas. Pocos resistían el castigo. Firmaban hasta el testamento. ¿Qué pasó con las viejas?, ¿ya lo dejaron en paz? Paniagua preguntó sin verlo, luego sostuvo los testículos y realizó una incisión de no más de un centímetro. Van a ir con los del periódico, van a declarar que este cabrón no fue porque estaba cogiendo con una de ellas. López puso cara de chupar un limón. Con la que no era su esposa. El judicial asintió aliviado de poder entender. Qué calladito te lo tenías, con que andabas de picaflor por eso te salió buena coartada. Paniagua golpeó levemente, casi con cariño, el cachete derecho del hombre a quien los mocos se le confundían con las lágrimas. De su boca ya no salían suplicas. Sólo gritos de dolor. Y un no rotundo. Fuerte. Lapidario. Cuando le pedían que firmara la nueva declaración. Pues con todo respeto mi lic, las viejas esas no tienen nada, pueden inventar que estuvieron con él, pero no tienen forma de comprobarlo. López sacó un cigarro y se lo dio a Martínez. Paniagua se puso de pie y se acercó para encenderlo. Mi lic, póngales una trampa, que se contradigan, usted es el que fue a la escuela, engatúselas con cuestiones legales, que se les caiga el caso, que no le tiemble la mano. Martínez contempló cómo Paniagua se limpiaba los rastros de sangre en una toalla sucia a medida que hablaba. Recuerde el trato, yo le traigo detenidos, usted les cobra por salir y nos repartimos la lana, no olvide que estamos para ayudarnos. El abogado dio tres caladas seguidas. Estaba a punto de tirarlo pero López se lo impidió. No hay que desperdiciar recursos mi lic, expuso. Agarró el extremó del cigarrillo y lo aplastó en la espalda de Dagoberto. El grito sí fue de dolor. Pero un dolor acostumbrado. Opaco. Casi resignado. Pa’ mí que las viejas esas le están dorando la píldora, van a decir hasta misa para que lo suelte. Martínez hizo una mueca. ¿Aparte no quiere que el procu dejé de estarlo jodiendo?, si firma está declaración arreglamos lo de los asesinatos esos en que estuvo metido el junior aquel y que quiere el procurador que se dejen de investigar. Paniagua levantó las cejas al mismo tiempo varias veces. Por un momento asemejó a un muñeco de ventrílocuo a punto de romperse. Quítese de en medio a las viejas y asunto arreglado, yo sé lo que le digo, López sáltate lo del chile, directo con los toques, es lo que más le ha dolido. El ayudante colocó el extremo de un cable pasacorrientes en los testículos de Dagoberto. La punta semejaba la cabeza de una culebra hambrienta y su cuerpo recorría el cuarto hasta perderse en la caja de fusibles. Fue un pequeño toque. No mucho para que al detenido no se le parara el corazón, pero suficiente para que el bajón de luz se sintiera. La lámpara titiló breves segundos, luego siguió lanzando sus rayos insuficientes en el interior del cuarto. Martínez dio media vuelta. Salió del edificio de interrogatorios sin despedirse de nadie y se dirigió a su oficina.
Meche y Petra, cogidas de la mano, lo vieron llegar. Señoras, Dagoberto sigue en las mismas, al parecer no tarda en reconocer que es culpable de otros crímenes. Meche soltó la mano de su amiga. Dago está mintiendo, es aferrado, lucha por lo que quiere, por algo es el líder de la invasión, ya nos prometió luz y agua potable para no tener que acarrear agua del pozo que está a tres kilómetros. Mostró las manos callosas a Martínez quien se acomodó en la silla chirriante. Creo que mejor vamos a ir con los periodistas para contar toda la verdad. Un ligero temblor en la luz rubricó su amenaza. Miren, vamos saliendo de dudas. Martínez esbozó una sonrisa. Contesten al mismo tiempo en donde tiene un lunar no tan visible Dagoberto, pero a la cuenta de tres y sin hacerse señas, así veo sí mienten o no. El licenciado contó. Siempre sonriente. Seguro de que se iban a equivocar y con eso sería suficiente para quitárselas de encima. En el muslo izquierdo. Contestaron al unísono como si lo hubieran estudiado desde años. Tiene forma de corazón, sostuvo Meche. Su mamá tenía uno igual, confirmó Petra. A Martínez se le desdibujó la sonrisa. ¿Ya ve como no le estamos echando mentiras?, licenciado, vera, ahorita que se fue hablamos con un defensor de los Derechos Humanos y nos dijo que pusiéramos la denuncia también con él, además podemos conseguir más testigos. Martínez no pudo evitar rascarse el cachete mofletudo con fruición. Meche alcanzó a oír como los dientes rechinaban dentro de la boca del agente. ¿Para qué hacen eso?, es pura pérdida de tiempo. Por eso nos recomendó que primero platicáramos con usted por las buenas. Petra entrelazó los dedos. ¿Con quién hablaron? Martínez rezó en silencio para que no mencionaran a Pedroza, el más aguerrido de los visitadores de la dependencia. Con Rubén Pedroza, señor. Contestaron al mismo tiempo. Martínez sintió lo más parecido a un apretón de testículos. Martínez sabía que Rubén Pedroza no era un gran defensor de los Derechos Humanos, sino un perro corriente tras un hueso político con más carne. Una senaduría, ya de jodido una diputación. El asunto se complicaba. Pedroza podría utilizar ese caso para colgarse otra medallita. En caso de ser así, Prado no estaría muy contento y ya no tendría obstáculos para cumplir sus amenazas. Martínez se imaginó despachando en un pueblo polvoriento donde los acusados sólo podrían sobornarlo con un par de gallinas ponedoras o, si le iba bien, con un chivo con el que prepararía una birria que comería durante semanas. Involuntariamente, hizo un ademán negativo. Los cachetes bambolearon como si tuvieran vida propia. Lanzó un suspiro. Ya para qué da tantas vueltas licenciado, se me figura que ustedes lo están torturando. Martínez golpeó la mesa que amenazó con despatarrarse. No ofenda a esta honorable institución, fíjese bien en presencia de quién está. Apuntó con el dedo el documento que lo señalaba como Agente del Ministerio Público de El Charco, Sonora. Un titilar de luces más fuerte de lo normal, hizo que varias personas en las oficinas aledañas lanzaran un grito. Pos ayúdenos o hacemos eso que le dijimos, total, no tenemos nada que perder. Martínez se puso de pie. Se metió el pedazo de tela de la camisa. Incompleto según su costumbre y volvió a salir de la oficina. Esta vez ni se molestó en sacar a las mujeres.
Caminó a toda prisa de nuevo a las salas de interrogatorio. Estuvo a punto de caerse cuando se pisó un extremo del pantalón. Cuidado mi lic, no se vaya a pegar un chingazo. Romero sentenció irónico. No estés jodiendo. Recompuso el paso. Martínez ni preguntó por el transcurso del juego de béisbol. Para su buena suerte, había silencio en el pasillo. Llegó hasta el cuarto de interrogatorios número cuatro. Antes de que abrieran, de la sala contigua emergieron Lucero y Bolívar con un detenido desmayado. Secuestrador mi lic, de los pesados, creo que ya llevaba como diez. Bolívar guiñó un ojo. Continuaron su camino con el cuerpo a cuestas. López abrió por fin la puerta. Ya valimos madres, Paniagua, hablaron con Pedroza, vamos a tener que soltar al detenido, pero no importa, agarramos otro en caliente, ¿no?, porque quedaste en ayudarme con el procu. ’Uta madre, soltó López mientras bajaba la cabeza. Paniagua se jaló el extremo del bigote mal recortado. Tal vez sea mejor dejarlo libre antes de que las rucas hagan más ruido. López lo miró con esa cara de niño bobo que tan mal le caía. Paniagua se rascó la cabeza. No creo que podamos hacer volar a la paloma, ya se nos fue completito. Martínez abrió los ojos como plato. Hizo a un lado al comandante. Dagoberto tenía clavado el mentón en el pecho. Los ojos en blanco. Dio dos pasos. Hasta entonces un olor a carne chamuscada se filtró por sus fosas nasales. ¿Qué pasó? Se nos meo de más, lic, confesó apesadumbrado López. Cuando le dimos una descarga para que no se nos durmiera pos se fue de más el voltaje y todo orinado no aguantó, háganos el paro, no vaya a contar nada mi lic, luego los demás compañeros se van a reír de nosotros y usted sabe que somos profesionales. Martínez lo miró enojado. López sacó un cigarro y casi se lo puso en la boca al ministerio público. Paniagua lo encendió de inmediato. Los tres se quedaron en silencio. Medio cigarro después, Martínez explotó. Chingado, pónganse a limpiar eso, luego se enojan los del turno siguiente cuando dejan un cochinero y van y me reclaman a mí. ¿Y qué va a ser usted, mi lic? López extendió una bolsa de plástico para cadáveres. Pos lo de siempre porque tengo que tener contento al procu, pero eso sí, me dejan bien guardadito a ese cabrón, no quiero que lo vayan a encontrar. Paniagua empujó el cuerpo con la mano extendida. El cadáver cayó de lado. Se escuchó un sonido apocado cuando la cabeza de Dagoberto rebotó en el piso de cemento. Paniagua ayudó a López a meter el cuerpo. Subió la cremallera para cubrirlo. No se preocupe, yo me encargo de todo mi lic, ya hablé con mi compadre de la funeraria, tuvimos suerte, hay cremación, cuando le toque meter al difunto, metemos a éste y no se preocupe, eso lo pagó yo de mi comisión, como profesionales que somos, también sabemos reconocer cuando cometemos errores. En ese velorio serán dos por el precio de uno. López esbozó una sonrisa. Lanzó un chorro de cloro en las manchas de orines y sangre alrededor de la silla. Chingada madre con ustedes, puros atrasos, en diez minutos te quiero en mi oficina, Paniagua, dijo Martínez a manera de despedida y lanzó con furia el cigarro al piso.
El agente recorrió de nuevo el pasillo. A paso lento. Un par de quejidos volvieron a nacer. Abrió la puerta. Perdimos otra vez, mi lic. Romero volteó a verlo mientras se rascaba, pensativo, el cachete izquierdo. Así es esto, no siempre se puede ganar, contestó por decir algo. Atravesó despacio el patio. Lanzó un suspiro frente a la entrada del edificio. Quería estar seguro que los gritos de los detenidos en su cerebro se calmaran. Intentó fajarse de nuevo la camisola. Se introdujo al inmueble como lo haría alguien que se lanza un clavado a una alberca cuando está aprendiendo a nadar.
En cuanto lo vieron aparecer en el extremo del pasillo, Meche y Petra se pusieron atentas. Apenas las miró cuando pasó a un lado de ellas. Dejó caer el cuerpo y la silla protestó por la carga de grasa acumulada en el cuerpo del funcionario público. ¿Lo va a soltar, licenciado? Son unas hijas de la chingada, eso son, unas verdaderas hijas de la chingada, ustedes montaron este teatrito para confundirnos, ya se me hacía raro tanto alboroto y esas amenazas de ir con otras personas para contar sus mentiras. Pero, licen…Pero nada. Martínez elevó la voz. Las dos mujeres se acercaron tanto que terminaron por abrazarse. Todo este barullo no era gratis y yo por tratar de ayudarlas ya me metí en un problema, pero eso me pasa por ser buen funcionario. Las mujeres se miraron entre sí. Calladas. ¿Y Pedroza?, todavía podemos ir con él para que nos ayude con la demanda. Se envalentonó Meche. Si van con ese pendejo yo nomás le voy a decir que todo lo hacen porque el detenido era esposo de una y novio de otra y lo quieren salvar para seguir cogiendo, que por eso están dispuestas a protegerlo. Eso no es cierto. Petra dio un paso. Pues a mí me vale madre, Paniagua, Paniagua. Gritó en dirección al pasillo. El judicial se materializó en el umbral de la puerta limpiándose con una estopa residuos escarlatas en la mano. A ver comandante, llévese a estas embusteras al cuarto de interrogatorio. Meche intentó gritar. Paniagua, con una sonrisa de satisfacción, colocó ambas manos sobre los hombros de las mujeres. Nada, ya no me digan nada, si el tal Dagoberto no es culpable como ustedes dicen, ¿por qué salió huyendo de la comandancia antes de que pudiéramos soltarlo?, para mí que ustedes son cómplices, lo bueno que aquí Paniagua es todo un profesional y les va a sacar su declaración. Las mujeres asustadas se soltaron del comandante e intentaron huir por el pasillo, pero un par de agentes las detuvieron después de avanzar cinco metros. A ver, llévense a estas viejas argüenderas que puros problemas le estaban dando al lic, pregúntenle a Romero cuál cuarto está disponible, el cuatro no porque López lo está limpiando. Paniagua ordenó a sus compañeros, luego volteó con Martínez. Me da gusto que ya está aprendiendo lic, siga así y nada nos detiene, nos vemos lic, ya sabe dónde voy a estar. Sí, sí, pero hagan bien su trabajo ahora, como yo. Paniagua lanzó una carcajada que se diluyó en el pasillo. Martínez posó los ojos en la computadora. Se colocó los lentes. Abrió un nuevo documento. Empezó a teclear con los dos dedos. Quince minutos después, concentrado en la descripción del caso, un nuevo bajón eléctrico lo sobresaltó. Contempló por encima del armazón de los lentes la luz titilante de la lámpara. Bajó la vista. La pantalla se fundió a negro. El archivo pareció desvanecerse en un hoyo oscuro, pero luego de unos segundos reapareció. Pinche, Paniagua, murmuró. Y comenzó a teclear de nuevo.
Carlos René Padilla. Agua Prieta, Sonora, 1977
Su primera fechoría sucedió en la Universidad de Sonora: estudió Ciencias de la Comunicación. Entre sus botines está el Concurso Libro Sonorense 2015 en el género de novela y el Concurso Nacional de Novela Negra “Una Vuelta de Tuerca” 2016 con Yo soy Espáiderman. En una caja fuerte guarda los recuerdos de dos atracos más: El Cielo se cambió de dirección, un libro de cuentos, y Renuencia al destino, poemas. Entre los cómplices de quien tomó trucos del oficio están: Élmer Mendoza, Ramírez Heredia, Lara Zavala, José Mariano Leyva, Juan José Rodríguez, Bellatin y Parra. Ha trabajado en medios como los periódicos Expreso y El Imparcial, donde obtuvo un premio de “Periodismo de Profundidad” por la Sociedad Interamericana de Prensa. Se encuentra en arresto domiciliario en Ciudad Obregón, donde cocina para su esposa e hija, escribe y en las noches se escapa a La Taberna de Moe, un bar donde aseguran que nunca ha pagado nada.