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Zaragoza

Resumen del libro:

El gran friso narrativo de los Episodios Nacionales sirvió de vehículo a Benito Pérez Galdós (1843-1920) para recrear en él, novelescamente engarzada, la totalidad de la compleja vida de los españoles -guerras, política, vida cotidiana, reacciones populares- a lo largo del agitado siglo XIX. Prisionero de los franceses en el episodio anterior -“Napoleón en Chamartín”-, Gabriel de Araceli se fuga y se dirige a Zaragoza para incorporarse al ejército que se está organizando con fuerzas dispersas. El destino lo lleva a ser uno de los valerosos defensores de la ciudad en el segundo y más fuerte de los “sitios”. Junto con otros personajes de total creación literaria, Araceli convive con el general Palafox y las demás figuras históricas que realmente intervinieron en la gran gesta popular.

I

Me parece que fué al anochecer del cuando avistamos á Zaragoza. Entrando por la puerta de Sancho, oímos que daba las diez el reloj de la Torre Nueva. Nuestro estado era excesivamente lastimoso en lo tocante á vestido y alimento, porque las largas jornadas que habíamos hecho desde Lerma por Salas de los Infantes, Cervera, Agreda, Tarazona y Borja, escalando montes, vadeando ríos, franqueando atajos y vericuetos hasta llegar al camino real de Gallur y Alagón, nos dejaron molidos, extenuados y enfermos de fatiga. Con todo, la alegría de vernos libres endulzaba todas nuestras penas.

Eramos cuatro los que habíamos logrado escapar entre Lerma y Cogollos, divorciando nuestras inocentes manos de la cuerda que enlazaba á tantos patriotas. El día de la evasión reuníamos entre los cuatro un capital de once reales; pero después de tres días de marcha, y cuando entramos en la metrópoli aragonesa, hízose un balance y arqueo de la caja social, y nuestras cuentas sólo arrojaron un activo de treinta y un cuartos. Compramos pan junto á la Escuela Pía, y nos lo distribuímos.

D. Roque, que era uno de los expedicionarios, tenía buenas relaciones en Zaragoza; pero aquélla no era hora de presentarnos á nadie. Aplazamos para el día siguiente el buscar amigos, y como no podíamos alojarnos en una posada, discurrimos por la ciudad buscando un abrigo donde pasar la noche. Los portales del mercado no nos parecían tener las comodidades y el sosiego que nuestros cansados cuerpos exigían. Visitamos la torre inclinada, y aunque alguno de mis compañeros propuso que nos guareciéramos al amor de su zócalo, yo opiné que allí estábamos como en campo raso.

Sirviónos, sin embargo, de descanso aquel lugar, y también de refectorio para nuestra cena de pan seco, la cual despachamos alegremente, mirando de rato en rato la mole amenazadora, cuya desviación la asemeja á un gigante que se inclina para mirar quién anda á sus pies. A la claridad de la luna, aquel centinela de ladrillo proyecta sobre el cielo su enjuta figura, que no puede tenerse derecha. Corren las nubes por encima de su aguja, y el espectador que mira desde abajo se estremece de espanto, creyendo que las nubes están quietas y que la torre se le viene encima. Esta absurda fábrica, bajo cuyos pies ha cedido el suelo cansado de soportarla, parece que se está siempre cayendo y nunca acaba de caer.

Recorrimos luego el Coso desde la casa de los Gigantes hasta el Seminario; nos metimos por la calle Quemada y la del Rincón, ambas llenas de ruínas, hasta la plazuela de San Miguel, y de allí, pasando de callejón en callejón, y atravesando al azar angostas é irregulares vías, nos encontramos junto á las ruínas del Monasterio de Santa Engracia, volado por los franceses al levantar el primer sitio. Los cuatro lanzamos una misma exclamación que indicaba la conformidad de nuestros pensamientos. Habíamos encontrado un asilo y excelente alcoba donde pasar la noche.

La pared de la fachada continuaba en pie, con su pórtico de mármol poblado de innumerables figuras de santos, que permanecían enteros y tranquilos como si ignoraran la catástrofe. En el interior vimos arcos incompletos, machones colosales, irguiéndose aún entre los escombros, y que al destacarse negros y deformes sobre la claridad del espacio, semejaban criaturas absurdas, engendradas por una imaginación en delirio; vimos recortaduras, ángulos, huecos, laberintos, cavernas y otras mil obras de esa arquitectura del acaso trazada por el desplome. Había hasta pequeñas estancias abiertas entre los pedazos de la pared con un arte semejante al de las grutas en la Naturaleza. Los trozos de retablo, podridos á causa de la humedad, asomaban entre los restos de la bóveda, donde aún subsistía la roñosa polea que sirvió para suspender las lámparas, y precoces yerbas nacían entre las grietas de la madera y del ladrillo. Entre tanto destrozo, había objetos completamente intactos, como algunos tubos del órgano y la reja de un confesonario. El techo se confundía con el suelo, y la torre mezclaba sus despojos con los del sepulcro. Al ver semejante aglomeración de escombros, tal multitud de trozos caídos sin perder completamente su antigua forma, las másas de ladrillo enyesado que se desmoronaban como objetos de azúcar, creeríase que los despojos del edificio no habían encontrado posición definitiva. La informe osamenta parecía palpitar aún con el estremecimiento de la voladura.

D. Roque nos dijo que bajo aquella iglesia había otra, donde se veneraban los huesos de los Santos Mártires de Zaragoza; pero la entrada del subterráneo estaba obstruída. Profundo silencio reinaba allí; más internándonos, oímos voces humanas que salían de aquellos antros misteriosos. La primera impresión que el escucharlas nos produjo fué como si hubieran aparecido las sombras de los dos famosos cronistas, de los mártires cristianos y de los patriotas sepultados bajo aquel polvo, y nos increparan por haber turbado su sueño. En el mismo instante, al resplandor de una llama que iluminó parte de la escena, distinguimos un grupo de personas que se abrigaban unas contra otras en el hueco formado entre dos machones derruídos. Eran mendigos de Zaragoza que se habían arreglado un palacio en aquel sitio, resguardándose de la lluvia con vigas y esteras. También nosotros nos pudimos acomodar por otro lado, y tapándonos con manta y media, llamamos al sueño. D. Roque me decía así:

—Yo conozco á D. José de Montoria, uno de los labradores más ricos de Zaragoza. Ambos somos hijos de Mequinenza, fuimos juntos á la escuela y juntos jugábamos al truco en el altillo del Corregidor. Aunque hace treinta años que no le veo, creo que nos recibirá bien. Como buen aragonés, todo él es corazón. Le veremos, muchachos; veremos á D. José Montoria… Yo también tengo sangre de Montoria por la línea materna. Nos presentaremos á él; le diremos…

Durmióse D. Roque y también me dormí.

Zaragoza – Benito Pérez Galdós

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