Resumen del libro:
Yo, Claudio, la obra maestra de Robert Graves, nos invita a un viaje fascinante a través de la Roma imperial de la mano de su peculiar protagonista, Claudio, el cuarto emperador romano. La novela, narrada en primera persona, nos sumerge en la turbulenta vida de este singular personaje, desde su infancia marcada por la cojera y la tartamudez hasta su inesperado ascenso al trono.
Graves, reconocido poeta e hispanista, teje una trama cautivadora que combina magistralmente hechos históricos con ficción. A través de los ojos de Claudio, asistimos a los entresijos de la familia imperial, con sus intrigas, ambiciones y conspiraciones. La sombra de Augusto, el primer emperador, se cierne sobre la narración, mientras Tiberio y Calígula, sus sucesores, desenvuelven sus personalidades crueles y desquiciadas.
Claudio, lejos de ser un emperador débil, se revela como un hombre inteligente, astuto y observador. A pesar de sus limitaciones físicas, logra sortear las trampas de sus enemigos y gobernar con sabiduría y justicia. La novela describe con detalle sus reformas políticas, su interés por la cultura y su afán por mejorar la vida del pueblo romano.
Yo, Claudio no solo es una apasionante novela histórica, sino también una profunda reflexión sobre el poder, la ambición y la condición humana. Graves nos ofrece una visión crítica de la Roma imperial, retratando la decadencia moral de la élite y la brutalidad de un sistema político plagado de corrupción.
Capítulo I
Yo, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico Esto-y lo-otro-y-lo-de-más-allá (porque no pienso molestarlos todavía con todos mis títulos), que otrora, no hace mucho, fui conocido de mis parientes, amigos y colaboradores como “Claudio el Idiota”, o “Ese Claudio”, o “Claudio el Tartamudo” o “Cla-Cla-Claudio”, o, cuando mucho, como “El pobre tío Claudio”, voy a escribir (AÑO 41 d. De C) ahora esta extraña historia de mi vida. Comenzaré con mi niñez más temprana y seguiré año tras año, hasta llegar al fatídico momento del cambio en que, hace unos ocho años, a la edad de cincuenta y uno, me encontré de pronto en lo que podría denominar “la jaula dorada” de la cual jamás he podido escapar desde entonces.
Este no es en modo alguno mi primer libro; en rigor, la literatura, y en especial la redacción de obras de historia —que de joven estudié aquí en Roma con los mejores maestros contemporáneos—, fue, hasta que sobrevino el cambio,— mi única profesión e interés durante más de treinta y cinco años. Por lo tanto, mis lectores no han de sorprenderse ante mi consumado estilo: en verdad es el propio Claudio el que escribe este libro, y no un secretario cualquiera, ni tampoco alguno de los cronistas oficiales a quienes los hombres públicos acostumbran a comunicar sus recuerdos, en la esperanza de que una escritura elegante anule la parvedad del tema y la adulación endulce los vicios. En esta obra, lo juro por todos los dioses, soy mi propio secretario y mi propio analista oficial. Escribo por mi propia mano, ¿y qué favor puedo esperar ganar de mí mismo con zalamerías? Permítaseme agregar que ésta no es la primera historia de mi vida que he escrito. En una ocasión escribí otra, en ocho volúmenes, como contribución a los archivos de la ciudad. Fue una cosa bastante anodina, que tuve en muy poco aprecio, y sólo la escribí en respuesta a peticiones públicas. Para ser sincero, durante su composición estuve muy ocupado con otros asuntos —eso fue hace dos años— y la mayor parte de los cuatro primeros volúmenes la dicté a un secretario griego, con la orden de no alterar nada mientras escribía (salvo donde fuese necesario para el equilibrio de las frases, o para eliminar repeticiones o contradicciones). Pero admito que casi toda la segunda mitad de la obra, y por lo menos algunos capítulos de la primera, fueron compuestos por ese mismo individuo, Polibio (a quien yo mismo bauticé, cuando era un joven esclavo, con el nombre del famoso historiador), con materiales que yo le suministré. Y copió con tanta exactitud mi estilo, que en verdad, cuando terminó, nadie habría podido adivinar qué parte había sido escrita por mí y cuál por él.
Era un libro monótono, lo repito. No me encontraba en condiciones de criticar al emperador Augusto, que era mi tío abuelo materno, ni a su tercera y última esposa, Livia Augusta, que era mi abuela, porque ambos habían sido oficialmente deificados y yo estaba vinculado a sus cultos en mi calidad de sacerdote. Y aunque habría podido criticar con acritud a los dos indignos sucesores imperiales de Augusto, no lo hice por respeto a la decencia. Habría sido injusto exculpar a Livia, y al propio Augusto en la medida en que se sometió a la voluntad de esa mujer notable y —quiero decirlo de una vez— abominable, y decir a la vez la verdad sobre los otros dos, cuyos recuerdos no estaban igualmente protegidos por el respeto religioso.
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