Y eso fue lo que pasó
Resumen del libro: "Y eso fue lo que pasó" de Natalia Ginzburg
«Durante generaciones y generaciones —observa Italo Calvino en el prólogo de esta edición— lo único que han hecho las mujeres de la tierra ha sido esperar y sufrir. Esperaban que alguien las amara, se casara con ellas, las convirtiera en madres, las traicionara. Y lo mismo sucedía con las protagonistas de Ginzburg».
Publicada en 1947, Y eso fue lo que pasó, la segunda novela de Natalia Ginzburg, es la historia de un amor desesperado; una confesión, escrita con un lenguaje sencillo y conmovedor, de la desgarradora lucidez de una mujer sola que durante años ha soportado la infidelidad de su marido y cuyos sentimientos, pasiones y esperanzas la abocan a extraviarse inexorablemente.
Prólogo de Italo Calvino
Natalia Ginzburg es la última mujer sobre la faz de la tierra, el resto son hombres: hasta las figuras de mujeres que se ven alrededor pertenecen en realidad al mundo de los hombres, el mundo de quienes deciden, de quienes eligen, de quienes actúan. Ella —o lo que es lo mismo, las desencantadas heroínas en las que se reconoce— es la única que queda al margen de todo. Durante generaciones y generaciones lo único que han hecho las mujeres de la tierra ha sido esperar y sufrir. Esperaban que alguien las amara, se casara con ellas, las convirtiera en madres, las traicionara. Y lo mismo sucedía con sus protagonistas.
De ese mundo ajeno a ellas se puede descifrar algún signo acordado desde un tiempo inmemorial, de ese vacío surgen de cuando en cuando objetos reconocibles y nombrables: botones, pipas. Los seres humanos sólo son capaces de existir gracias a esquemáticos signos concretos: pelos, bigotes, gafas. Y lo mismo sucede con sus sentimientos y con sus gestos: no se descubren, sino que se reconocen de cuando en cuando en palabras y situaciones ya vistas: entiendo, entonces es que estoy enamorada, o así que los celos son esto —como en Y eso fue lo que pasó—, entonces agarro un revólver y le mato.
Natalia Ginzburg es también una mujer fuerte. Quiero decir una escritora fuerte, y se trata de una condena que pesa sobre sus libros, como también la resignación a un peso que no se aligera con ese lenguaje suyo tan piadoso, o emotivo, o evasivo. Ni siquiera hay en ella una pizca del femenino abandono a las sensaciones, ese intermitente juego de la memoria que le es tan propio a Virginia Woolf y a tantas otras escritoras y poetas. Natalia Ginzburg cree en las cosas, en los pocos objetos que consigue arrancarle al vacío del universo: bigotes, botones. Cree en sus sentimientos, en sus gestos, dóciles o desesperados.
Quien asegura encontrar en Ginzburg, debido a su lenguaje desnudo y crudo, una influencia de la literatura estadounidense está emitiendo un juicio muy ingenuo. La veta de la que se alimenta en realidad es de la narrativa que es toda ojo, toda acontecimiento, toda tácita simpatía por lo humano, la misma veta de la que se alimentan desde Maupassant hasta Chéjov y que llega hasta Mansfield. Aunque la pequeña Katherine sabía jugar con la tristeza y el aburrimiento; Natalia no juega, Natalia maravilla y sueña. Más aún, cuando se analiza ese interés por lo local tan frecuente en sus libros, sentimos que en realidad está más cerca de algunos de los grandes nombres de nuestro realismo, como Deledda y Percoto.
Ginzburg escribe en primera persona bajo el nombre de personajes muy distantes entre sí, no se trata tanto del yo de un diario lírico como de una exteriorización en la que participan alma y cuerpo. Aun así, resulta ser siempre la misma mujer presa del tedio que no consigue encontrar —que no consigue ni siquiera buscar— la razón de su vida. La joven proletaria de El camino que va a la ciudad, que no sabía cómo defenderse ni de sus sentimientos ni de los ajenos, se ha convertido en esta segunda novela en una maestra pequeño-burguesa a la caza de un marido y desilusionada a causa de un matrimonio infeliz. La necesidad de rescatar al personaje que en la primera novela se manifestaba en las distracciones que ofrecía la ciudad y que iban luego extinguiéndose poco a poco, aquí se concentra toda al final, en la desesperación de un solo gesto: el uxoricidio.
Al final, pero también al principio, porque la novela comienza con la descripción del delito: «Le pegué un tiro entre los ojos». A continuación, sobre el banco de un parque público, antes de declarar, rememora toda la historia. Contarla aquí sería quitarle todo el sabor, ese rigor límpido que la domina de principio a fin sin una sola vacilación y que hace que la leamos de corrido.
Natalia Ginzburg. Una luminaria literaria italiana, nació en el seno de una familia culta en Palermo en 1916. Su vida estuvo marcada por el compromiso político y la tragedia personal. Casada con Leone Ginzburg, su hogar se convirtió en refugio para intelectuales antifascistas en Turín. Tras el destierro, vivió en los Abruzos, donde enfrentó la pérdida de su esposo en manos del régimen de Mussolini. Su regreso a Roma la encontró en Einaudi, donde labró una prolífica carrera literaria.
Con la publicación de "El camino que va a la ciudad", bajo el seudónimo de Alessandra Tornimparte, comenzó a esculpir su voz narrativa, que resonaría en la literatura italiana. En 1947, ganó el premio Tempo con "Y eso fue lo que pasó", una obra impregnada de desesperación y sutil comicidad. Su maestría se consolidó con "Léxico familiar", laureada con el prestigioso premio Strega en 1963, una obra autobiográfica que cautivó al público y la crítica por igual.
El infortunio golpeó nuevamente con la muerte de su segundo esposo, Gabriele Baldini, en 1969. Sin embargo, Ginzburg persistió en su labor creativa, explorando los intrincados entramados de las relaciones familiares en obras como "Querido Miguel" y "Familia". Además de su prolífica carrera literaria, incursionó en la política, siendo elegida diputada del Parlamento por el Partido Comunista Italiano en 1983.
El legado de Ginzburg trasciende la literatura; su obra abarca la comedia teatral y la traducción, destacándose por su versatilidad y profundidad. Su influencia perdura en la conciencia cultural italiana, recordándonos la fuerza de la palabra escrita y el compromiso con la justicia social. Natalia Ginzburg falleció en Roma en 1991, pero su legado perdura como faro de la literatura italiana contemporánea.