Resumen del libro:
La historia comienza con el narrador que se hace llamar William Wilson, denunciando su pasado derrochador, aunque éste no se siente culpable, pues entiende que ningún otro hombre ha sido tentado de igual manera antes. Narra la infancia y juventud de William en un colegio isabelino. Relata que allí conoció a otro chico con su mismo nombre, parecido a él y nacido el mismo día, el 19 de enero, fecha de cumpleaños del mismo autor. Compite con este muchacho, pero él le supera fácilmente, de manera que lo considera prueba de su auténtica superioridad. Este chico comienza a imitar la forma de vestir, la manera de andar e incluso la forma de hablar del protagonista (aunque tiene un defecto en el habla que solo le permite hablar susurrando), y llega un momento en que William descubre que éste tiene exactamente su misma cara. Al ver esto, William abandona inmediatamente la academia, sólo para descubrir que su doble se ha marchado el mismo día. William con el tiempo estudia en Eton y Oxford, haciéndose cada vez más depravado y ganando enormes cantidades de dinero mediante engaños al jugar a las cartas con un pobre noble y la seducción de una mujer casada. En esta etapa aparece su doble de nuevo, con la cara siempre cubierta, susurrando unas pocas palabras que alertan a otros sobre el comportamiento de William. En el último de estos incidentes, en un baile en Roma, William arrastra a su doble a una antecámara y lo apuñala. Tras la acción de William, aparece un enorme espejo en el que éste ve el rostro del fallecido, momento en el que el narrador siente que está pronunciando las palabras: «en mí existías, y en mi muerte, ve cuán profundamente te has asesinado a ti mismo.»
¿Qué decir de ella?
¿Qué decir de la torva conciencia,
ese espectro en mi camino?
-Camberlayne, Pharronida
Permitan que, por el momento, me presente como William Wilson. La página inmaculada que tengo ante mí no debe mancharse con mi verdadero nombre. Éste ya ha sido el exagerado objeto del desprecio, horror y odio de mi estirpe. ¿Los vientos indignados, no han esparcido su incomparable infamia por las regiones más distantes del globo? ¡Oh, paria, el más abandonado de todos los parias! ¿No estás definitivamente muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honores, para sus flores, para sus doradas ambiciones? Y una nube densa, lúgubre, limitada, ¿no cuelga eternamente entre tus esperanzas y el cielo?
Aunque pudiese, no quisiera registrar hoy, ni aquí, la narración de mis últimos años de indecible desdicha y de crimen imperdonable. Esa época -esos años recientes- llegaron repentinamente al colmo de la depravación cuyo origen es lo único que en el presente me propongo señalar. Por lo general los hombres caen gradualmente en la bajeza. En mi caso, en un sólo instante, toda virtud se desprendió de mi cuerpo como si fuera un manto. De una maldad comparativamente trivial pasé, con la zancada de un gigante, a enormidades peores que las de un Heliogábalo. Acompáñenme en el relato de la oportunidad, del único acontecimiento que provocó una maldad semejante. La muerte se acerca, y la sombra que la precede ha ejercido un influjo tranquilizador sobre mi espíritu. Al atravesar el valle de las penumbras, anhelo la comprensión -casi dije la piedad- de mis semejantes. Desearía que creyeran que, en cierta medida, he sido esclavo de circunstancias que exceden el control humano. Desearía que, en los detalles que estoy por dar, buscaran algún pequeño oasis de fatalidad en un erial de errores. Desearía que admitieran -y no pueden menos que hacerlo- que aunque hayan existido tentaciones igualmente grandes, el hombre no ha sido jamás así tentado y, sin duda, jamás así cayó. ¿Será por eso que nunca sufrió de esta manera? En realidad, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No me muero ahora víctima del horror y del misterio de las más enloquecidas visiones sublunares?
Soy descendiente de una estirpe cuya imaginación y temperamento fácilmente excitable la destacó en todo momento; y desde la más tierna infancia di muestras de haber heredado plenamente el carácter de la familia. A medida que avanzaba en años, ese carácter se desarrolló con más fuerza y se convirtió por muchos motivos en causa de grave preocupación para mis amigos, y de acusado perjuicio para mí. Crecí con voluntad propia, entregado a los más extravagantes caprichos, y víctima de las más incontrolables pasiones. Pobres de espíritu, mentalmente débiles y asaltados por enfermedades constitucionales análogas a las mías, mis padres poco pudieron hacer para contener las malas predisposiciones que me distinguían. Algunos esfuerzos flojos y mal dirigidos terminaron en un completo fracaso para ellos y, naturalmente, en un triunfo total para mí. De allí en adelante mi voz fue ley en esa casa; y a una edad en que pocos niños han abandonado los andadores, quedé a merced de mi propia voluntad y me convertí, de hecho, si no de derecho, en dueño de mis actos.
Mis más tempranos recuerdos de la vida escolar se relacionan con una casa isabelina, amplia e irregular, en un pueblo de Inglaterra cubierto de niebla, donde se alzaban innumerables árboles nudosos y gigantescos, y donde todas las casas eran excesivamente antiguas. En verdad, esa vieja y venerable ciudad era un lugar de ensueño, propicio para la paz del espíritu. En este mismo momento, en mi fantasía, percibo el frío refrescante de sus avenidas profundamente sombreadas, inhalo la fragancia de sus mil arbustos, y me vuelvo a estremecer con indefinible deleite ante el sonido hueco y profundo de la campana de la iglesia que quebraba, cada hora, con su hosco y repentino tañido, el silencio de la melancólica atmósfera en la que el recamado campanario gótico se engastaba y dormía.
Soy descendiente de una estirpe cuya imaginación y temperamento fácilmente excitable la destacó en todo momento; y desde la más tierna infancia di muestras de haber heredado plenamente el carácter de la familia. A medida que avanzaba en años, ese carácter se desarrolló con más fuerza y se convirtió por muchos motivos en causa de grave preocupación para mis amigos, y de acusado perjuicio para mí. Crecí con voluntad propia, entregado a los más extravagantes caprichos, y víctima de las más incontrolables pasiones. Pobres de espíritu, mentalmente débiles y asaltados por enfermedades constitucionales análogas a las mías, mis padres poco pudieron hacer para contener las malas predisposiciones que me distinguían. Algunos esfuerzos flojos y mal dirigidos terminaron en un completo fracaso para ellos y, naturalmente, en un triunfo total para mí. De allí en adelante mi voz fue ley en esa casa; y a una edad en que pocos niños han abandonado los andadores, quedé a merced de mi propia voluntad y me convertí, de hecho, si no de derecho, en dueño de mis actos.
Mis más tempranos recuerdos de la vida escolar se relacionan con una casa isabelina, amplia e irregular, en un pueblo de Inglaterra cubierto de niebla, donde se alzaban innumerables árboles nudosos y gigantescos, y donde todas las casas eran excesivamente antiguas. En verdad, esa vieja y venerable ciudad era un lugar de ensueño, propicio para la paz del espíritu. En este mismo momento, en mi fantasía, percibo el frío refrescante de sus avenidas profundamente sombreadas, inhalo la fragancia de sus mil arbustos, y me vuelvo a estremecer con indefinible deleite ante el sonido hueco y profundo de la campana de la iglesia que quebraba, cada hora, con su hosco y repentino tañido, el silencio de la melancólica atmósfera en la que el recamado campanario gótico se engastaba y dormía.
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