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Visión de la memoria

Portada del libro Visión de la memoria, de Tomas Tranströmer

Resumen del libro:

Visión de la memoria es un libro que nos invita a conocer la vida y la obra del poeta sueco Tomas Tranströmer, ganador del premio Nobel de Literatura en 2011. En este libro, el autor nos comparte sus recuerdos de la infancia y la adolescencia, desde su nacimiento en 1931 hasta su graduación en 1950. A través de ocho capítulos, Tranströmer nos revela sus primeras impresiones del mundo, su pasión por la música y la literatura, su relación con su familia y sus amigos, su visión de la guerra y la política, y su descubrimiento de la poesía como una forma de expresión y de exploración interior.

El libro está escrito con un estilo sencillo y poético, que refleja la sensibilidad y la lucidez del autor. Tranströmer nos ofrece una mirada íntima y honesta a su propia existencia, que al mismo tiempo es un testimonio de una época y una cultura. El libro está lleno de imágenes y metáforas que iluminan las experiencias y los sentimientos del autor, así como de referencias a otros autores y obras que lo inspiraron o lo influyeron.

Visión de la memoria es un libro que no solo nos acerca al poeta Tomas Tranströmer, sino que también nos invita a reflexionar sobre nuestra propia memoria y nuestra propia identidad. Es un libro que nos muestra el poder de la palabra y de la imaginación para crear y recrear nuestra realidad. Es un libro que nos regala una visión de la memoria que es también una visión de la vida.

LOS RECUERDOS

«Mi vida.» Cuando pienso estas palabras veo frente a mí un rayo de luz. En una aproximación mayor, el rayo de luz tiene la forma de un cometa, con cabeza y cola. La extremidad más intensa, la cabeza, es la infancia y los años de crecimiento. El núcleo, su parte más densa, es la más temprana infancia en la que los rasgos más importantes de nuestras vidas se definen. Intento recordar, intento deslizarme hacia allí. Pero es difícil moverse en esas densas regiones, es peligroso; siento como si me acercase a la muerte. Hacia atrás el cometa se adelgaza —es la parte más larga, la cola. Se hace más y más densa pero también cada vez más ancha—. Ahora estoy en el extremo de la cola del cometa, tengo sesenta años cuando escribo esto.

Las vivencias más tempranas son en su mayor parte inalcanzables. El relato, las memorias de las memorias, las reconstrucciones en función de estados de ardor repentinos.

El recuerdo más temprano que puedo registrar es un sentimiento. Un sentimiento de orgullo. Acabo de cumplir tres años y alguien dice que esto es muy importante, que ahora ya soy grande. Estoy acostado en una habitación luminosa y luego me levanto y camino sobre el piso, increíblemente consciente de que me estoy volviendo grande. Tengo una muñeca a la cual he puesto el nombre más hermoso que pude encontrar: Karin Spinna. La trato maternalmente. Ella es más bien una compañera, o un amor.

Vivimos en el barrio de Söder, Estocolmo; la dirección es Swedenborgsgatan 33 (ahora se llama Grindsgatan). Papá está aún en la familia, pero pronto la abandonará. El estilo de vida es bastante «moderno»: desde chico he tuteado a mis padres. En la cercanía está la abuela y el abuelo, viven a la vuelta de la esquina, en Blekingegatan.

El abuelo, Carl Helmer Westerberg, nació en 1860. Él era piloto náutico y mi amigo cercano, 71 años mayor que yo. Extrañamente, él tenía la misma relación de edad hacia su propio abuelo, que por lo tanto había nacido en 1789: asalto a la Bastilla, Motín de Anjala, Mozart escribe el «Quinteto para clarinete». Dos zancadas similares hacia atrás, dos largas vidas, aunque no tan largas. La historia se puede tocar.

El abuelo hablaba la lengua del siglo XIX: muchos giros sonarían hoy sorprendentemente anticuados. En su boca, y para mí, sonaban totalmente naturales. Era un hombre bastante bajo, con bigote blanco y una nariz fuerte y algo encorvada: «de turco», decía él mismo. No le faltaba temperamento y podía alterarse. Sus explosiones no se tomaban nunca del todo en serio y desaparecían de inmediato. No poseía en absoluto agresividad profunda. En realidad era tan conciliatorio que corría el riesgo de ser considerado un indeciso. Quería mantenerse en buenos términos aun con personas que fuesen calumniadas en una conversación cotidiana.

—¡Pero, papá, estarás de acuerdo en que X es un bandido!

—Mira, de eso no sé nada.

Después del divorcio, mamá y yo nos mudamos a Folkungagatan 57, a un edificio para clase media baja. Allí vivía un abigarrado vecindario. Los recuerdos de la casa se organizan más o menos como en una película de los ’30 o de los ’40, con su adecuada galería de personajes. La amorosa portera, el parco y fuerte portero que yo admiraba sobre todo porque se había envenenado con gasógeno y esto le daba una heroica vinculación con máquinas peligrosas.

El tráfico privado era escaso. Algunos borrachos aparecían a veces en la escalera. Los mendigos llamaban a la puerta alguna vez a la semana. Se detenían farfullando en la entrada. Mamá les preparaba bocadillos: les daba rodajas de pan en lugar de monedas.

Vivíamos en el quinto piso. En el más alto. Había cuatro puertas, fuera de la del desván. En una de las puertas se leía: «Örke, Fotógrafo de prensa». De algún modo era distinguido vivir al lado de un fotógrafo de prensa.

Nuestro vecino más cercano, el que se oía a través de la pared, era un señor soltero de edad mediana para arriba, con piel pálida y amarillenta. Trabajaba en su casa; hacía alguna especie de negocios por teléfono. Durante las conversaciones dejaba escapar a menudo sonoras carcajadas que atravesaban la pared hasta llegar a nosotros. Otro sonido que se repetía siempre eran los estampidos de los corchos. Las botellas de cerveza no llevaban tapa metálica en aquella época. Esos sonidos dionisíacos, las carcajadas y los corchos, no parecían pertenecer al espectral y pálido señor que yo encontraba a veces en el ascensor. Con los años se volvió desconfiado y las risas se hicieron menos frecuentes.

Una vez, la cosa se puso violenta. Yo era pequeño. Un vecino fue echado por su mujer: estaba borracho y furioso. La mujer se había atrincherado en el apartamento. Él trataba de derribar la puerta y le gritaba amenazas. Lo que recuerdo es que él gritaba la extraña frase:

—¡No me importa terminar en Kungsholmen!

—¿Qué quiere decir con Kungsholmen? —le preguntaba a mamá.

Ella me explicaba que la jefatura de policía estaba en el barrio de Kungsholmen. Esa zona adquirió para mí desde entonces algo sombrío. (La imagen se intensificó cuando visité el hospital San Erik y vi a los inválidos de guerra finlandeses que se trataron allí durante los años 1939 y 1940.)

Mamá iba a su trabajo por la mañana temprano. Iba a pie. Durante toda su vida adulta caminó cada día, ida y vuelta, entre Södermalm y Östermalm; trabajaba en la escuela popular Eleonora y se ocupaba del tercer y cuarto curso, durante años. Era una maestra devota y amaba a los niños. Podía pensarse que le iba a ser difícil retirarse. Pero no fue así: sintió una gran liberación.

Mamá trabajaba, y por eso teníamos criada, o «señorita» como se llamaba entonces, aunque debería haberse llamado niñera. Dormía en una habitación mínima, que formaba parte de la cocina y que no se contaba en un apartamento de «dos cuartos y cocina», como se llamaba oficialmente.

Cuando tenía cinco o seis años la niñera se llamaba Anna-Lisa y era de la ciudad de Eslöv. Me parecía muy atractiva: cabello rubio y encrespado, nariz respingada, un acento suave de Escania. Era un ser exquisito y hasta hoy siento algo especial cuando paso por la estación de Eslöv. Pero nunca me bajé en este lugar mágico.

Entre sus talentos estaba el de dibujar muy bien. Era especialista en figuras de Disney. Yo mismo dibujaba todo el tiempo en esos años a finales de los ’30. El abuelo traía a casa rollos con papel de envolver de esa clase que se usaba en todas las tiendas por aquellos tiempos, y uno llenaba los papeles de relatos dibujados. Por cierto, aprendí a escribir a los cinco años. Aunque era lento. La fantasía exigía medios de expresión más veloces. Tampoco tenía la paciencia necesaria para dibujar bien. Desarrollé una especie de taquigrafía de las figuras, con cuerpos en movimiento continuo y peligroso dramatismo, pero sin detalles. Eran historietas que tan solo yo consumía.

En algún momento a mediados de los ’30 me perdí en medio de Estocolmo. Mamá y yo habíamos estado en el concierto escolar. En el tumulto de la salida de la Casa de los Conciertos se soltó mi mano de la de mamá. Fui arrastrado irremediablemente lejos por la corriente humana y como era tan chico, nadie lo notó. Anocheció en la plaza de Hötorget. Allí estaba yo, privado de todo amparo. Había gente a mi alrededor, pero todos estaban ocupados en sus cosas. No había nadie a quien aferrarse. Fue mi primera vivencia de la muerte.

Luego de un momento de pánico, empecé a pensar. Tenía que ser posible volver a casa. Absolutamente posible. Habíamos venido en autobús. Yo había venido arrodillado en el asiento, como acostumbraba, y había visto a través de la ventanilla. Habíamos pasado Drottningsgatan. Se trataba tan solo de volver por el mismo camino, parada tras parada de autobús.

Caminé en el sentido correcto. De la larga caminata recuerdo solo un pasaje. Recuerdo haber llegado al puente de Norrbro y haber visto el agua. El tráfico era denso y no me animaba a cruzar la calle. Me volví hacia un hombre que tenía junto a mí y le dije: «Aquí hay mucho tráfico». Me tomó de la mano y me acompañó a cruzar.

Pero luego me dejó. No sé por qué a todos los otros transeúntes les parecía totalmente normal que un pequeño caminase solo en una oscura noche de Estocolmo. Pero así fue. El resto de la caminata, por la Ciudad Vieja, Slussen y por Söder, tiene que haber sido complicado. Tal vez fui hacia la meta guiado por el mismo misterioso compás que los perros y las palomas mensajeras llevan consigo: siempre vuelven a casa, los dejen donde los dejen. Es claro que la confianza en mí mismo crecía todo el tiempo y cuando volví a casa, estaba en estado de embriaguez. Me recibió el abuelo. Mi madre, desesperada, estaba en la comisaría siguiendo las investigaciones. El buen talante del abuelo no falló: me recibió con naturalidad. Estaba contento, pero no dramatizó. Todo era seguro y natural.

Visión de la memoria: Tomas Tranströmer

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