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Vientos de Cuaresma

Vientos de Cuaresma, una novela de Leonardo Padura

Vientos de Cuaresma, una novela de Leonardo Padura

Resumen del libro:

En los infernales días de la primavera cubana en que llegan los vientos calientes del sur, coincidiendo con la Cuaresma, al teniente Mario Conde, que acaba de conocer a Karina, una mujer bella y deslumbrante, aficionada al jazz y al saxo, le encargan una delicada investigación. Una joven profesora de química del mismo preuniversitario donde años atrás estudió el Conde ha aparecido asesinada en su apartamento, en el que aparecen además restos de marihuana. Así, al investigar la vida de la profesora, de impoluto expediente académico y político, el Conde entra en un mundo en descomposición, donde el arribismo, el tráfico de influencias, el consumo de drogas y el fraude revelan el lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea. Paralelamente, el policía, enamorado de la bella e inesperada mujer, vive días de gloria sin imaginar el demoledor desenlace de esa historia de amor.

Primavera de 1989

Él es el que conoce el misterio y el testimonio.
El Corán

Era Miércoles de Ceniza y con la puntualidad de lo eterno un viento árido y sofocante, como enviado directamente desde el desierto para rememorar el sacrificio del Mesías, penetró en el barrio y revolvió las suciedades y las angustias. La arena de las canteras y los odios más antiguos se mezclaron con los rencores, los miedos y los desperdicios de los latones desbordados, las últimas hojas secas del invierno volaron fundidas con los olores muertos de la tenería y los pájaros primaverales desaparecieron, como si hubieran presentido un terremoto. La tarde se marchitó con la nube de polvo y el acto de respirar se hizo un ejercicio consciente y doloroso.

De pie, en el portal de su casa, Mario Conde observó los efectos del apocalíptico vendaval: las calles vacías, las puertas cerradas, los árboles vencidos, el barrio como asolado por una guerra eficaz y cruel, y se le ocurrió pensar que tras las puertas selladas podían estar corriendo huracanes de pasiones tan devastadores como el viento callejero. Entonces sintió cómo empezaba a crecer dentro de él una ola previsible de sed y de melancolía, también avivada por la brisa caliente. Se desabotonó la camisa y avanzó hacia la acera. Sabía que el vacío de expectativas para la noche que se acercaba y la aridez de su garganta podían ser obra de un poder superior, capaz de moldear su destino entre la sed infinita y la soledad invencible. De cara al viento, recibiendo el polvo que le roía la piel, aceptó que algo de maldito debía de haber en aquella brisa de Armagedón que se desataba cada primavera para recordarles a los mortales el ascenso de un hijo de hombre hacia el más dramático de los holocaustos, allá en Jerusalén.

Respiró hasta notar cómo sus pulmones se hundían, cargados de tierra y hollín, y cuando estimó haber pagado una cuota de sufrimiento a su desvelado masoquismo, regresó al abrigo del portal y terminó de quitarse la camisa. La sensación de sequedad en la garganta era entonces mucho mayor, mientras la certeza de la soledad se había desbocado y resultaba más difícil de localizar en algún rincón de su cuerpo. Fluía indetenible, como si le corriera por la sangre. «Eres un cabrón recordador», siempre le decía su amigo, el Flaco Carlos, pero era inevitable que la Cuaresma y la soledad lo hicieran recordar. Aquel viento ponía a flotar las arenas negras y los desperdicios de su memoria, las hojas secas de sus afectos muertos, los olores amargos de sus culpas con una persistencia más perversa que la sed de cuarenta días en el desierto. Me cago en la ventolera, se dijo entonces, pensando que no debía darle más vueltas a sus melancolías porque conocía el antídoto: una botella de ron y una mujer —mientras más puta mejor— eran la cura instantánea y perfecta para aquella depresión entre mística y envolvente.

Lo del ron podía ser remediable, incluso dentro de los límites de la ley, pensó. Lo difícil era combinarlo con esa mujer posible que había conocido tres días antes y que le estaba provocando aquella resaca de esperanzas y frustraciones. Todo comenzó el domingo, después de almorzar en casa del Flaco, que ya no era flaco, y de comprobar que Josefina estaba en tratos con el Diablo. Solamente aquel carnicero de apodo infernal podía propiciar el pecado de gula al que los lanzó la madre de su amigo; increíble pero cierto: cocido madrileño, casi como debe ser, explicó la mujer cuando los hizo pasar al comedor donde ya estaban servidos los platos de caldo y, circunspecta y desbordada de promesas, la fuente de carnes, viandas y garbanzos.

—Mi madre era asturiana, pero siempre hacía el cocido a la madrileña. Cuestión de gustos, ¿no? Pero el problema es que además de las patas de puerco saladas, el pedazo de pollo, el tocino, el chorizo, la morcilla, las papas, las verduras y los garbanzos, lleva también judías verdes y un hueso grande de rodilla de vaca, que fue lo único que me faltó conseguir. Aunque así sabe bien, ¿no? —preguntó, retórica y complacida, ante el asombro sincero de su hijo y del Conde, que se lanzaron sobre la comida, asintiendo desde la primera cucharada: sí, sabía bien, a pesar de las ausencias sutiles que Josefina lamentaba.

—De puta madre, rediez —dijo uno.

—Oye, deja para los demás —advirtió el otro.

—Coño, ese chorizo era el mío —protestó el primero.

—Me voy a reventar —admitió el otro.

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