Resumen del libro:
Pearl S. Buck ha sabido describir en sus libros el punto justo en que se encuentran las civilizaciones oriental y occidental. Al trazarnos el retrato de una familia distinguida, apegada a tradiciones antiquísimas, nos muestra los conflictos que, de manera inevitable, surgen entre padres e hijos cuando las ideas occidentales penetran en los baluartes de la cultura china. En esta magnífica obra se amalgaman así el interés temático y la precisa definición de los caracteres y los personajes.
PRIMERA PARTE
Capítulo I
A ti puedo hablarte, hermana, como a ninguna otra de mis verdaderas hermanas de raza. ¿Qué saben ellas de esos países lejanos donde vivió mi marido durante doce años?
Tampoco podría hablar libremente a una de esas extranjeras que no comprenden a mi pueblo, ni las costumbres que hemos conservado desde los tiempos del antiguo imperio. Es cierto que tú perteneces a esas tierras donde mi marido estudió sus libros occidentales; pero no dejarás por eso de comprenderme. Te digo la verdad. Te he llamado hermana y te lo contaré todo.
Mis verdaderos padres, como sabes, vivieron durante cincuenta años en esta vieja ciudad del Reino Central. Nunca se dejaron influir por tendencias modernas, ni concibieron el deseo de cambiar. Vivieron en paz, dignamente, satisfechos de su rectitud; y así me educaron, según las honorables tradiciones. Nunca se me ocurrió pensar que llegara un momento en que desease ser de otro modo. No tenía ningún deseo, y nada de lo que provenía de afuera me interesó jamás. Pero ahora ha llegado el día en que debo cambiar; miro a esas extrañas mujeres modernas con un interés que nace del deseo de convertirme en una de ellas; y esto, hermana, no es por mí, sino por amor a mi marido.
¡Él no me encuentra bonita! Ha navegado por los cuatro mares, ha visitado países lejanos; y en ellos aprendió a apreciar muchas cosas y costumbres nuevas.
Cuando cumplí los diez años dejé de ser una niña; mi madre, una mujer prudente y buena, me decía así:
—Una mujer debe guardar ante los hombres un florido silencio, procurando retirarse tan pronto como sea posible hacerlo sin pasar por torpe.
Estas palabras sonaban en mis oídos la primera vez que me encontré ante mi esposo. Incliné la cabeza, levantando las manos sin contestar a su discurso. ¡Pero temo que debió parecerle muy monótono mi silencio!
Cuando reflexiono sobre la manera de interesarle, de pronto toda mi inventiva me parece estéril, yerma como los arrozales después de la cosecha. Durante las horas que paso a solas, ocupada en bordar, pienso en muchas cosas bellas y delicadas que le diría. Por ejemplo, lo mucho que le quiero. No, tenlo en cuenta, con las expresiones groseras copiadas del Oeste rapaz, sino con expresiones veladas, como ésta:
—Mi señor, ¿has visto el amanecer esta mañana? Se hubiera dicho que la tierra saltaba al encuentro del sol. Al principio, todo era oscuridad; luego, surgió la luz como una nota musical. Mi señor, yo soy tu pobre tierra, que espera.
O bien le diría, cuando en su barca se aventura, por la noche, en el lago de los lotos:
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