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Vida de los doce césares

Resumen del libro:

A lo largo de sus trece siglos de historia, Roma vivió tres momentos cruciales que marcaron de modo irreversible su evolución política y humana y, a través de ella, la de una gran parte de la actual Europa: la creación de la República tras la expulsión de los reyes etruscos (509 a. C.); la transformación de la República en Imperio (27 a. C.), y, por último, la división definitiva del Imperio en dos partes, Oriental y Occidental, llevada a cabo por Teodosio, con la imposición del cristianismo como religión del Imperio (395 d. C.). La obra principal de Cayo Suetonio Tranquilo, Vida de los doce césares, nos traslada como espectadores de excepción a uno de esos hitos –el de la paulatina sustitución de la República por el Imperio-, introduciéndonos en la vida de los doce primeros hombres que pergeñaron, concretaron y consolidaron esa nueva estructura política del Estado romano, algunos de los cuales se hicieron tristemente célebres debido a su crueldad, desmanes y abusos de toda índole, si bien todos ellos forman la galería de personajes más conocidos y populares de la antigua Roma.

INTRODUCCIÓN

A lo largo de sus trece siglos de historia1 Roma vivió tres momentos cruciales que marcaron de modo irreversible su evolución política y humana y, a través de ella, la de una gran parte de la actual Europa: la expulsión de los reyes etruscos (509 a. C.) y la subsiguiente creación de la República; la transformación de la República en Imperio (27 a. C.), y, por último, la división definitiva del Imperio en dos partes, Oriental y Occidental, llevada a cabo por Teodosio, con la imposición del cristianismo como religión del Imperio (395 d. C.). La obra VIDA DE LOS DOCE CÉSARES nos traslada como espectadores de excepción a uno de esos hitos —el de la paulatina sustitución de la República por el Imperio—, introduciéndonos con gran riqueza de pormenores y detalles en la vida de los doce primeros hombres que pergeñaron, concretaron y consolidaron esa nueva estructura política del Estado romano, algunos de los cuales se hicieron —y son todavía— tristemente célebres debido a su crueldad, desmanes y abusos de toda suerte, si bien todos ellos forman la galería de personajes más conocidos y populares de la antigua Roma. De ahí el principal atractivo de esta obra y, de ahí también, que, en beneficio del lector, nos parezca conveniente dedicar el primer espacio de esta Introducción a exponer brevemente el complejo proceso de este cambio de forma de gobierno, así como un escueto diseño de las prerrogativas con las que los emperadores cimentaron y sostuvieron la nueva autocracia imperial.

Suetonio, en su obra, incluye a Julio César como el primero de los doce césares —o emperadores—, si bien en la cronología actualmente generalizada es Cayo Octavio Augusto el gobernante considerado por los historiadores como el primer príncipe o emperador. Fue, sin embargo, Julio César, tal como afirma nuestro biógrafo, el que puso los fundamentos y dejó el camino prácticamente recorrido a su sucesor, Augusto, quien no tuvo más que perfeccionar y consolidar la reforma de las estructuras administrativas y políticas iniciada por César. Éste, en efecto, había comprendido que, si se quería salvar el prestigio y poder de Roma, más aún, que si Roma tenía que sobrevivir, se tenía que reestructurar el Estado desde sus cimientos para corregir el caos en que se había convertido la República, caos que la propia historia del siglo I a. C. había puesto en evidencia y del que la inmensa mayoría del mundo romano era consciente.

La democracia en Roma —si es que verdaderamente había existido alguna vez, sobre lo que tenemos serias reservas, pues no creemos que nunca pasara de ser una aristocracia elitista— hacía más de cien años que había ciertamente dejado de existir en la práctica, aunque existiese en teoría. La vieja y reducida Roma de principios del siglo VI a. C. para la que se habían creado las leyes y estructuras republicanas nada tenía que ver con el colosal poder y extensión del Imperio romano de la segunda mitad del siglo I a. C.

Por un lado, ha aparecido una nueva nobleza, la clase senatorial u optimates, que constituye la práctica totalidad del Senado, que ocupa ininterrumpidamente los cargos públicos importantes —cargos que, a su vez, dan acceso al Senado, que se nutre de ex magistrados— y que, de esa forma, tiene en sus manos las riendas del gobierno. Se arrogan, además, en exclusiva el derecho de administrar las provincias, llevar la gestión de los negocios y decidir en los asuntos de política exterior. Pero esa clase senatorial, ese Senado que debiera ser el espejo de las tradicionales virtudes romanas donde se mirara el pueblo, se había hecho receloso, envidioso, mezquino y autocrático, atento y preocupado únicamente por sus propios intereses y por mantener los privilegios que el poder establecido les garantizaba. Afirma Salustio que, cuando muy joven se lanzó a la política, sufrió muchas adversidades, pues «en lugar de la modestia, el desinterés y el verdadero mérito, imperaban la osadía, el soborno y la avaricia» y que, a pesar de disentir de todo ello, le dominó, sin embargo, «la misma pasión por los cargos, la misma maledicencia y envidia que a todos los demás». Los votos se compraban y vendían públicamente, sin el menor pudor. Yesa asunción de poderes por parte de la nobleza, que antes mencionábamos, había contribuido a abrir todavía más el profundo abismo entre la clase senatorial dirigente y el partido de los populares.

Junto a la nobleza y muy próxima en poder a ella, había surgido la clase del dinero, la de los caballeros (equites). Desde un principio, la clase de los caballeros (ordo equester) había estado formada por los más ricos y por ello formaban la caballería del ejército. Pero, con la expansión del Imperio romano, sus fortunas se habían multiplicado cuantiosamente. El motivo era doble: por una parte, las leyes de Roma prohibían a los senadores todo tipo de comercio; por otra, Roma, desde un principio, había arrendado todos los negocios financieros a personas particulares. Implicaban estos negocios ser proveedores del ejército y la flota, la construcción de edificios públicos y, sobre todo, la recaudación de impuestos y tributos que, con la conquista de las nuevas provincias, se habían convertido en un auténtico río de riqueza que afluía sobre la capital. Ese poder financiero les había dado, cómo no, una enorme influencia política.

Por otro lado, la clase campesina, antiguo sostén y fundamento de Roma, se había convertido en la víctima de los afanes expansionistas romanos hasta desaparecer como tal clase, para pasar a incrementar las miríadas de ociosos y parados que llenaban la ciudad de Roma para disfrutar, al menos, de los repartos gratuitos de trigo, impuestos por los hermanos Graco. Algunos habían sido víctimas de expropiaciones a fin de proporcionar tierras a los veteranos del ejército. Otros, a causa de las guerras, habían tenido que descuidar sus campos mientras servían en las legiones y se habían visto después agobiados por las deudas, debido a los intereses usurarios que se cobraban en Roma. Otros se habían quedado sin trabajo debido a la continua afluencia de esclavos, que representaban una mano de obra más barata.

El problema social se había convertido en el conflicto más acuciante de la República, aunque la clase dirigente, atenta sólo a sus intereses y a mantener su «estatus» político, se mostraba ciega ante esa situación que dejaba entrever negros nubarrones de convulsiones y revoluciones. Peor aún, si surgía alguien que, consciente del problema, intentaba mejorar las condiciones de vida del pueblo, modificando el orden establecido, era acallado, cuando no asesinado, como lo fueron sucesivamente los dos hermanos Graco, antes de que los optimates o los caballeros viesen lesionados sus egoístas intereses y conveniencias.

Tampoco los aliados itálicos se sentían satisfechos. Con su aportación financiera y de soldados al ejército habían contribuido en gran manera a la expansión del dominio romano, pero no participaban en nada de los beneficios que ese dominio proporcionaba a los romanos, ya que por no tener la ciudadanía romana quedaban excluidos de la explotación de las provincias y carecían de derechos políticos.

Vida de los doce césares – Suetonio

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