Viaje por Rusia
Resumen del libro: "Viaje por Rusia" de Théophile Gautier
“Viaje por Rusia” es un libro de Théophile Gautier que relata su viaje a Rusia en el invierno de 1858. Gautier visitó ciudades como San Petersburgo y Moscú y describió la belleza de sus paisajes y monumentos. En el libro, Gautier también cuenta cómo fue su experiencia al viajar en tren por Rusia y cómo se sintió al visitar lugares como el Kremlin en Moscú.
“Viaje por Rusia” es una obra que muestra la habilidad de Gautier para describir con detalle los lugares que visitó. Su estilo pictórico y colorista permite al lector visualizar los paisajes y monumentos que Gautier describe. Además, el libro ofrece una visión interesante de la Rusia del siglo XIX a través de los ojos de un viajero extranjero. ¿Te gustaría saber más sobre algún aspecto en particular del libro o del autor?
Moscú
Apuntes de viaje
Aunque la vida en San Petersburgo resultaba agradable, nos espoleaba el deseo de ver la verdadera capital rusa, la gran ciudad moscovita, empresa que el ferrocarril hacía fácil.
Estábamos lo bastante aclimatados como para no temer un viaje a veinte grados bajo cero. Habiéndose presentado la ocasión de ir a Moscú en agradable compañía, nos dispusimos afrontar su blanco manto de hielo y nos endosamos la típica ropa de invierno: pelliza de visón, gorro de piel de castor, botas forradas que subían por encima de las rodillas. Un trineo se hizo cargo de nuestro equipaje, otro recibió a nuestra persona debidamente empaquetada y pronto estábamos en la inmensa estación a la espera de la salida del tren, la cual estaba señalada a las doce del día; pero los ferrocarriles rusos no alardean como los nuestros de puntualidad cronométrica. Si algún personaje importante debe formar parte del tren, la locomotora modera su impaciencia algunos minutos, un cuarto de hora si hace falta, para que le dé tiempo a llegar. A los viajeros los acompañan familiares y amigos; y la separación, cuando suena la última campanada, no tiene lugar sin antes un montón de apretones de mano, abrazos y palabras tiernas, a menudo entrecortadas por las lágrimas.
Incluso a veces todo el grupo saca billetes, sube al vagón y acompaña al que se va hasta la próxima estación, para volver en el primer convoy.
Nos gusta esta costumbre y la encontramos conmovedora; se quiere disfrutar un poco más del objeto querido y se retrasa lo más posible el doloroso momento de la separación. Un pintor observaría en esta circunstancia, en los rostros de los mujiks, poco agraciados por cierto, expresiones de una simplicidad patética. Madres, mujeres, cuyos hijos o maridos se iban tal vez por mucho tiempo, recordaban con su dolor sencillo y profundo, a las santas mujeres de ojos enrojecidos y labios fruncidos conteniendo el llanto que los artistas de la Edad Media colocaban en los viacrucis. Hemos visto en diversos países no pocos patios de postas, no pocos muelles de embarque, no pocas estaciones de tren, pero en ningún sitio despedidas tan tiernas y tan desoladas como en Rusia.
El acondicionamiento de un tren en un país donde el termómetro desciende en invierno más de una vez hasta los treinta o treinta y dos grados Réaumur por debajo del cero, no puede ser igual al de climas templados. El agua caliente de los manguitos de latón que se emplean en Francia se congelaría enseguida bajo los pies de los viajeros, quienes tendrían por estufillas un bloque de hielo. El aire, colándose a través de los intersticios de las portezuelas y de las ventanillas, introduciría gripes, pleuresías y catarros. Varios vagones soldados juntamente y que se comunican por puertas que se abren y cierran a voluntad del viajero, forman una especie de departamento precedido de una antecámara con water-closet y cuarto de aseo en donde se amontonan los equipajes pequeños; esta antecámara da a una plataforma rodeada por una barandilla, a la que se accede por una escalera, más cómoda, sin duda, que los estribos de nuestros vagones.
Estufas atiborradas de leña calientan el compartimento y lo mantienen a una temperatura entre quince y dieciséis grados. Burletes de fieltro en las junturas de las ventanillas impiden cualquier intromisión de aire frío y concentran el calor interior. Así que un viaje de San Petersburgo a Moscú, en el mes de enero y con un clima cuya sola enunciación produciría un escalofrío a un parisiense y le haría castañetear los dientes no tiene nada de árticamente glacial. Se pasaría peor haciendo el trayecto de Burgos a Valladolid en la misma época del año.
Alrededor del primer coche reinaba un amplio diván para uso y disfrute de los dormilones y de las personas que no temen cruzar las piernas a la manera oriental. Nosotros lo preferimos a las butacas provistas de orejeras acolchadas de la segunda sección del vagón y nos instalamos confortablemente en un rincón. Colocados de este modo, nos parecía habitar en una casa con ruedas y no sufrir las molestias de un coche.
Podíamos levantarnos, circular de una parte a otra, con esa dosis de libre albedrío de que dispone el pasajero de un barco y de que está privado el infeliz encajado en una diligencia, una silla de postas o el vagón tal como se sigue fabricando en Francia.
Una vez reservado nuestro asiento e indicado con una bolsa de viaje, como no se salía todavía y paseábamos cerca de las vías, llamó nuestra atención la chimenea de la locomotora. Aparecía coronada por un embudo que recordaba a esas chimeneas venecianas acampanadas, cuyas siluetas sobresalen de modo tan pintoresco por encima de las paredes rosas de los paisajes de Canaletto.
Las locomotoras rusas no se alimentan como las nuestras y las de los países occidentales con carbón mineral, sino con leña. Troncos de abedul o de abeto se apilan simétricamente en el ténder y se van renovando en las estaciones provistas de depósitos. Lo que hace decir a los campesinos viejos que, al paso que va, pronto habría que arrancar en la Santa Rusia los maderos de las isbas para calentar las estufas; pero antes de que los bosques sean talados, por lo menos aquellos que no están a demasiada distancia de las líneas férreas, los sondeos de los ingenieros habrán descubierto mineros de antracita o de hulla. Este suelo virgen debe esconder inagotables riquezas.
Por fin, ya hemos salido. A nuestra derecha, en la antigua carretera de tierra, queda atrás el arco de triunfo de Moscú con su orgullosa y grandiosa silueta, y vemos huir las últimas casas de la ciudad cada vez más diseminadas, con sus vallas de tablas, sus paredes de madera pintada según la antigua moda rusa y sus tejados verdes cubiertos de nieve; pues a medida que nos alejamos del centro, los edificios, que en los barrios más hermosos adoptan el estilo de Berlín, París o Londres, recuperan su carácter nacional. San Petersburgo empieza a desaparecer, pero la cúpula de oro de San Isaac, la aguja del Almirantazgo, los piramidiones de la iglesia de la Guardia Noble, los domos de un azul noche estrellada y los campanarios de cobre en forma de bulbos, brillan todavía en el horizonte y causan el efecto de una corona bizantina puesta sobre un cojín de brocado de plata. Las casas de los hombres parecen hundirse en tierra; las casas de Dios proyectarse hacia el cielo.
Mientras mirábamos, en el cristal de la portezuela se iban dibujando a consecuencia del contraste entre el aire frío del exterior y el calor del interior ligeras arborescencias color mercurio, que no tardaron en entrecruzar sus ramificaciones formando grandes hojas a modo de mágico bosque hasta tapar de tal modo la ventanilla que impedía totalmente ver el paisaje. Ciertamente, nada tan bonito como estos arabescos y estas filigranas de hielo tan delicadamente trazados por la mano del Invierno.
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Théophile Gautier. Pierre Jules Théophile Gautier, nacido en Tarbes en 1811 y fallecido en Neuilly-sur-Seine en 1872, fue una figura multifacética dentro de la literatura francesa. Poeta, dramaturgo, novelista, periodista, fotógrafo y crítico literario, Gautier destacó por su versatilidad y su capacidad para influir en movimientos literarios clave. Desde sus inicios en el romanticismo hasta su consagración como precursor del parnasianismo y el simbolismo, dejó una huella indeleble en las letras francesas, sentando las bases de la literatura modernista.
Gautier, quien en su juventud aspiraba a ser pintor, pronto volcó su pasión en las palabras, iniciando su carrera poética a los quince años. En París, se integró en círculos bohemios, donde trabó amistad con figuras como Honoré de Balzac, Victor Hugo y Gérard de Nerval, quienes influyeron en su desarrollo artístico. Gautier perteneció al excéntrico grupo Le Petit Cénacle, un colectivo de artistas que defendían la libertad creativa y el rechazo de las convenciones sociales. En esta etapa, sus primeras publicaciones consolidaron su reputación como un defensor ferviente del arte por el arte, una idea que más tarde resonaría en los esteticistas ingleses.
Viajero incansable, Gautier recorrió España, Italia, Turquía, Egipto y Argelia, experiencias que plasmó en obras como Viaje a España y Constantinopla. Su mirada exótica y precisa le permitió capturar paisajes y culturas con una sensibilidad que no solo revelaba el alma de los lugares que visitaba, sino también su fascinación por lo desconocido. Estos relatos de viaje no solo enriquecieron su producción literaria, sino que lo convirtieron en un cronista insaciable, dispuesto a transitar por diversos géneros y estilos.
A pesar de haber sido rechazado varias veces por la Academia Francesa, su influencia literaria fue incuestionable. Gautier fue reconocido por su estilo pulido y preciso, especialmente en sus columnas periodísticas, donde sobresalió como uno de los mejores cronistas de su tiempo. Colaborador en medios tan prestigiosos como Le Moniteur universel y Revue de Paris, dejó un legado en el periodismo cultural que pocos de sus contemporáneos alcanzaron.
Junto con figuras como Charles Baudelaire, formó parte del Club des Hashischins, un círculo intelectual dedicado a la experimentación con sustancias alucinógenas, lo que subraya su inquietud por explorar las fronteras de la percepción y la conciencia. Gautier nunca dejó de buscar lo sublime, lo extraño y lo hermoso en cada uno de sus escritos, siendo fiel a su creencia de que el arte, en todas sus formas, debía ser una expresión pura y autónoma, sin las ataduras de la moralidad o la utilidad social.
Théophile Gautier, con su vasta obra y su inquebrantable compromiso con el ideal estético, sigue siendo un referente para quienes buscan en la literatura un vehículo de belleza y trascendencia. Su tumba en el cementerio de Montmartre, París, es hoy un recordatorio de su brillante legado.