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Viaje por mar con Don Quijote

Resumen del libro:

Thomas Mann, renombrado autor alemán y laureado con el Premio Nobel de Literatura en 1929, incursiona en un viaje transcendental a través del océano Atlántico rumbo a Estados Unidos en 1934, acompañado de su esposa Katia. A bordo del majestuoso transatlántico Volendam, que navega hacia el puerto de Nueva York, Mann encuentra en la obra maestra de la literatura española, “Don Quijote” de Miguel de Cervantes, una compañera de travesía.

“Viaje por mar con Don Quijote” emerge como un singular compendio entre agudas reflexiones sobre la inmortal novela cervantina y vívidas descripciones de la vida diaria a bordo del barco. Presentado en el formato íntimo de un diario personal, abarca los días del 19 al 29 de mayo de 1934. Mann, hábilmente, entrelaza los motivos quijotescos de la locura, el idealismo y el humor para explorar las complejidades de la Alemania prebélica que se vislumbraba en su patria natal.

En este cautivador relato, Mann despliega una prosa magistral que captura tanto la esencia del Quijote como los matices de la época en la que se encuentra inmerso. Su habilidad para entrelazar la erudición literaria con la observación meticulosa de la realidad circundante confiere a esta obra una profundidad y relevancia que perduran más allá de su contexto histórico.

A través de su experiencia a bordo del Volendam, Mann teje una intrincada red de paralelismos entre el mundo ficticio de Don Quijote y la convulsa realidad política y social de la Europa de entreguerras. Este ejercicio literario no solo enriquece nuestra comprensión de la obra cervantina, sino que también arroja luz sobre los dilemas morales y existenciales que enfrentaba la humanidad en un periodo de profundos cambios y tensiones.

“Viaje por mar con Don Quijote” se erige así como un testimonio valioso e iluminador de la capacidad de la literatura para dialogar con el presente, trascendiendo fronteras temporales y geográficas. Mann, con su perspicacia y sensibilidad únicas, nos invita a reflexionar sobre la naturaleza misma de la locura y la cordura, el idealismo y la realidad, a través del prisma eterno de la figura del caballero andante más famoso de la historia literaria.

19 DE MAYO DEL 34

Pensamos que, para empezar, nos tomaríamos un vermut en el bar, y eso es lo que estamos haciendo, a la espera tranquila de la salida. Del bolso he sacado este cuaderno y uno de los cuatro tomitos en tela color naranja de Don Quijote que me acompañan; no hay prisa para deshacer las maletas. Tenemos por delante de nueve a diez días antes de desembarcar donde los antípodas; volverá a ser sábado y domingo, como mañana, además de lunes y martes, hasta que termine esta civilizada aventura; el flemático barco holandés cuya cubierta hemos recorrido hace un momento no puede correr más rápido. ¿Por qué habría de hacerlo? La medida del tiempo que concuerda con su simpático tamaño medio es, sin duda, más natural y saludable que la convulsiva ansia de récord de aquellos colosos que en seis o incluso cuatro días atraviesan aceleradamente las inmensas vastedades que se extienden ante nosotros. Despacio, despacio. Richard Wagner opinaba que el verdadero tempo alemán era el andante. Bien, hay bastante arbitrariedad en estas respuestas parciales a la cuestión, eternamente abierta, de «¿qué es lo alemán?»; tienen un efecto más bien negativo, al animar a definir como «poco alemán» las cosas más variadas, que en realidad no lo son, como el allegretto, el scherzando y el spirituoso. La frase wagneriana sería más feliz si dejara de un lado lo nacional que la sentimentaliza y se atuviera a la dignidad objetiva de la lentitud, por la que la apruebo. Lo bueno necesita tiempo. Y también lo grande, dicho de otra manera: el espacio necesita su tiempo. Que hay una especie de hybris, algo sacrílego, en robarle una dimensión o reducírsela, me refiero al tiempo ligado naturalmente a él, es un sentimiento familiar para mí. Goethe, que era ciertamente un amigo del hombre, pero que no amaba la potenciación artificial de su capacidad perceptiva, microscopios y telescopios, hubiera aprobado este escrúpulo. Claro que uno se pregunta dónde se halla, entonces, el límite de lo pecaminoso, y si diez días no son tan transgresores como seis o cuatro. Piadosamente habría que concederle al océano ese mismo número de semanas y viajar con el viento, que es una fuerza de la naturaleza; también lo es la fuerza del vapor. Por cierto, nosotros utilizamos gasóleo. Pero todo esto empieza a parecerse a una divagación.

Fenómeno comprensible. Es signo de una secreta excitación. Sencillamente tengo nervios de noche de estreno, ¿acaso es de extrañar? Mi primer viaje por el Atlántico, el primer encuentro y el conocimiento del mar Océano me esperan, y al final, más allá de la curva de la tierra, sobre la que se extienden las gigantescas aguas, nos aguarda Nueva Amsterdam, la metrópoli. De su talla hay cuatro o cinco y forman una especie extraordinaria y monstruosa de lo urbano, de estilo excesivo y también sobresaliente en la clase de las grandes ciudades, de modo parecido a como en el terreno de la naturaleza y del paisaje destaca sobremanera la categoría de lo natural elemental y primitivo, el desierto, la alta montaña y el mar. He crecido a orillas del mar Báltico, unas aguas provincianas, y mi tradición familiar es de ciudad antigua y mediana, una civilización moderada, cuya imaginación nerviosa conoce el terror respetuoso ante lo elemental —y también su rechazo irónico—. Durante una tempestad en alta mar Iván Goncharov fue sacado de su camarote por el capitán: como era un escritor debía ver aquello, era grandioso. El autor de Oblómov subió a cubierta, echó un vistazo a su alrededor y dijo: «Sí, ¡tonterías, tonterías!», y descendió de nuevo.

“Viaje por mar con Don Quijote” de Thomas Mann

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