Resumen del libro:
Charles Darwin, a los 22 años, se encontró con una encrucijada que cambiaría el rumbo de su vida. La invitación del capitán Fitz Roy para unirse a la expedición del Beagle fue el comienzo de un viaje que él mismo denominaría como el más trascendental de su existencia. Este joven, en busca de propósito y dirección, aceptó la oportunidad, sin sospechar que marcaría un hito en la historia de la ciencia. La pequeña decisión de su tío de llevarlo en coche unos cuantos kilómetros hasta Shrewsbury desencadenó una odisea que forjaría su futuro.
A lo largo del viaje, Darwin se sumergió en un mundo de diversidad y maravilla. Desde las costas de América del Sur hasta las tierras australianas, cada rincón explorado ampliaba su visión y enriquecía su comprensión de la historia natural. La observación minuciosa de las especies que encontraba alimentaba su curiosidad y lo impulsaba hacia una pasión ardiente por la ciencia. Fue durante este periplo que Darwin descubrió su amor por la observación y el razonamiento, dejando atrás cualquier otro interés que pudiera haber tenido.
El viaje del Beagle no solo fue una exploración geográfica, sino también un viaje de autodescubrimiento para Darwin. Mientras documentaba la fauna y flora de los lugares que visitaba, también estaba descubriendo su propia mente y habilidades. La travesía transformó su visión del mundo y su comprensión de sí mismo, sentando las bases para las teorías revolucionarias que más tarde definirían su legado científico. La influencia del viaje del Beagle se extendió mucho más allá de los confines del barco, moldeando la mente del joven naturalista y preparándolo para desafiar las creencias arraigadas de su tiempo.
A
CARLOS LYELL
CON HONDO RECONOCIMIENTO, SE DEDICA ESTA SEGUNDA EDICIÓN, EN HOMENAJE A LA PARTE PRINCIPAL QUE, EN ORDEN AL POSIBLE MÉRITO DE ESTE DIARIO Y DEMÁS OBRAS DEL AUTOR, SE DEBE AL ESTUDIO DE SUS CONOCIDÍSIMOS Y ADMIRABLES
PRINCIPIOS DE GEOLOGÍA
CAPÍTULO PRIMERO
SANTIAGO.— ISLAS DE CABO VERDE
Porto Praya.— Ribeira Grande.— Polvo atmosférico con infusorios.— Costumbres de una Aplysia y de un pulpo.— Rocas de San Pablo, no volcánicas.— Curiosas incrustaciones.— Los insectos, primeros colonos de las islas.— Fernando Noronha.— Bahía.— Rocas bruñidas.— Hábitos de un Diodon, o pez orbe.— Confervas pelágicas e infusorios.— Causas de las diversas coloraciones del mar.
Después de haber tenido que retroceder dos veces, a causa de fuertes temporales del Sudoeste, el Beagle, bergantín de diez cañones, al mando del capitán Fitz Roy, de la Marina Real Inglesa, zarpó de Devonport el 27 de diciembre de 1831. El objeto de la expedición era completar los trabajos de hidrografía de Patagonia y Tierra del Fuego, comenzados, bajo la dirección del capitán King, de 1826 a 1830 —la hidrografía de las costas de Chile, del Perú y de algunas islas del Pacífico—, y efectuar una serie de medidas cronométricas alrededor del mundo. El 6 de enero llegamos a Tenerife, pero se nos prohibió desembarcar, por temor de que lleváramos el cólera; a la mañana siguiente vimos salir el Sol tras el escarpado perfil de la isla de Gran Canaria e iluminar súbitamente el Pico de Tenerife, en tanto las regiones más bajas aparecían veladas en nubes aborregadas. Éste fue el primero de una serie de días deliciosos e inolvidables. El 16 de enero de 1832 anclamos en Porto Praya, en Santiago, isla principal del archipiélago de Cabo Verde.
Los alrededores de Porto Praya, contemplados desde el mar, presentan desolado aspecto. Las erupciones volcánicas de pasada edad y el ardiente fuego de un sol tropical han hecho que el suelo sea en muchos lugares inepto para la vegetación. El país se dispone en sucesivas mesetas escalonadas, salpicadas de algunas colinas cónicas truncadas, y el horizonte está limitado por una cadena irregular de montañas más altas. El paisaje, contemplado al través de la brumosa atmósfera de este clima, ofrece gran interés; si es que así puede apreciarlo quien, como yo, acababa de dejar el mar y paseaba por vez primera en una espesura de cocoteros, sin pensar en otra cosa que en mi propio bienestar. La isla, en general, podría considerarse como realmente sin interés; mas para el que sólo está acostumbrado a los paisajes ingleses la novedad de una tierra ostensiblemente estéril produce cierta impresión de grandeza, que una vegetación más abundante podría destruir. Había grandes extensiones de llanuras de lava, donde apenas podría descubrirse la menor brizna de hierba; sin embargo, rebaños de cabras y algunas vacas consiguen hallar sustento. Llueve muy rara vez; pero durante una parte del año llueve a torrentes, e inmediatamente después todas las quebradas se cubren de una ligera vegetación, que no tarda en marchitarse, formando una especie de forraje naturalmente preparado para servir de pasto a los animales. Por ahora no había llovido en un año entero. Cuando se descubrió la isla, los alrededores inmediatos de Porto Praya estaban cubiertos de arbolado, y su incesante destrucción ha producido aquí, como en Santa Elena y en algunas de las islas Canarias, una esterilidad casi absoluta. Los anchos valles de fondo aplanado, muchos de los cuales sirven de cauce a las aguas, sólo durante unos cuantos días de la estación lluviosa se hallan vestidos de espesos arbustos sin hojas. Pocos seres vivos habitan esos valles. El ave más común es un martín pescador (Dacelo iagoensis) que se posa con aire de mansedumbre en las ramas de la palmacristi o ricino y desde allí se lanza sobre los saltamontes y lagartos. Su plumaje ostenta brillantes colores, pero no tan bellos como los de las especies europeas, diferenciándose, además, mucho de ellas en su vuelo, costumbres y lugar de habitación, que es generalmente en los valles más secos.
Un día, dos oficiales y yo fuimos a caballo a Ribeira Grande, aldea situada a pocas millas al este de Porto Praya. Hasta que llegamos al Valle de San Martín, el país presenta su ordinario aspecto y coloración pardusca; pero aquí un verdadero arroyuelo alimenta una exuberante vegetación en sus márgenes, causando un efecto de vivificante frescor. En el espacio de una hora llegamos a Ribeira Grande, donde contemplamos con sorpresa un gran fuerte arruinado y la catedral. Esta pequeña ciudad, antes de que se cegara su puerto, era la principal población de la isla; ahora presenta un aspecto melancólico, pero muy pintoresco. Después de procurarnos un padre negro, para guía, y un español que había servido en la guerra peninsular, para intérprete, visitamos varios edificios, entre los que descollaba por su importancia una iglesia antigua. En ella han sido sepultados los gobernadores y capitanes generales de la isla. Algunas lápidas sepulcrales llevaban fechas del siglo XVI. Los adornos heráldicos era lo único que en este retirado lugar nos recordaba a Europa. La iglesia o capilla forma uno de los lados de un cuadrángulo en cuyo centro crece un numeroso grupo de bananeros. El otro lado era un hospital, que contenía unos doce asilados de miserable aspecto.
Regresamos a la venda a comer. Un considerable número de hombres, mujeres y niños, negros como la pez, se reunían atraídos por el deseo de observarnos. Sin duda estaban de bonísimo humor, porque todo cuanto decíamos o hacíamos era celebrado con ingenuas carcajadas. Antes de salir de la ciudad hicimos una visita a la catedral. No parece tan rica como la iglesia parroquial, pero se ufana de poseer un pequeño órgano, que lanza gritos de una estridencia singular. Entregamos al sacerdote negro algunos chelines, y el español, dándole palmaditas en la cabeza, decía maliciosamente que, a su juicio, el color de la piel importaba poco. Después de esto volvimos a Porto Praya tan aprisa como nuestras jacas lo permitieron.
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