Resumen del libro:
Viaje al pasado narra la historia del reencuentro, al cabo de muchos años y en un mundo definitivamente nuevo, de dos seres que se amaron y que creen amarse aún. Separados por la Gran Guerra antes de poder objetivar su amor, se encuentran ahora inmovilizados por la resistencia a poder llevarlo adelante, tan fuerte es la carga del pasado. Propio del mejor Zweig, en esta vibrante historia de un amor imposible, el lector encontrará el hechizo inolvidable de su autor para evocar los sentimientos a través del gesto y el detalle.
—¡Ahí estás!
Con los brazos extendidos, casi se podría decir que abiertos de par en par, salió a su encuentro.
—¡Ahí estás! —repitió de nuevo, y su voz recorrió esa escala que asciende cada vez más luminosa desde la sorpresa hasta la absoluta felicidad, mientras miraba la figura de la amada, rodeándola de ternura—. ¡Ya empezaba a temer que no fueras a venir!
—¿De verdad? ¿Tan poca confianza tienes en mí?
Pero este leve reproche no era más que un juego de sus labios sonrientes; sus pupilas encendidas irradiaban la claridad azul de una absoluta confianza.
—No, no es eso, no he dudado… ¿Hay en este mundo algo más fiel que tu palabra? Pero ¡imagínate, qué tonto…! Por la tarde, de repente, de una manera totalmente inesperada, no sé por qué, me entró de golpe un absurdo miedo de que pudiera haberte sucedido algo. Pensé en telegrafiarte, pensé en ir a tu casa, y ahora, conforme el reloj avanzaba y aún no te veía venir, la idea de que pudiéramos perdernos el uno al otro una vez más me desgarraba por dentro. Pero, gracias a Dios, ahora ya estás aquí…
—Sí…, ahora ya estoy aquí —sonrió ella, y sus pupilas volvieron a brillar radiantes desde el profundo azul de sus ojos—. Ahora ya estoy aquí y estoy dispuesta. ¿Nos vamos?
—¡Sí, vámonos! —repitieron inconscientes sus labios, pero el cuerpo inmóvil no se movió ni un paso, su mirada la abrazaba tiernamente una y otra vez, sin poder creerse que su presencia fuera real.
Sobre ellos, a su derecha y a su izquierda, rechinaban las vías de la estación central de Fráncfort, el hierro y el cristal se estremecían, afilados silbidos cortaban el tumulto del hall lleno de humo, sobre veinte paneles destacaban los horarios de los trenes al minuto, mientras él, en medio de aquel torbellino de gente que pasaba a su lado en aluvión, no la veía más que a ella, como si fuese lo único que existiera, sustraído al tiempo, sustraído al espacio, en un curioso trance en el que la pasión embotaba sus sentidos. Al final, ella le tuvo que advertir.
—El tiempo apremia, Ludwig, todavía no tenemos billete.
Aquello fue lo que liberó su mirada cautiva; la tomó del brazo con tierna veneración.
Contra lo que era habitual, el expreso de la tarde para Heidelberg iba abarrotado. Se sintieron decepcionados, pues las perspectivas de estar los dos solos gracias al billete de primera clase se desvanecían, así que, después de andar buscando en vano, se contentaron con un compartimiento donde no había más que un señor entrecano medio dormido, recostado en un rincón. Se las prometían muy felices pensando disfrutar de una conversación íntima, cuando, justo antes del silbato de partida, entraron jadeando en el compartimiento otros tres señores con gruesas carteras para llevar documentos, abogados evidentemente, y tan inquietos por el proceso que acababa de cerrarse que su estruendosa diatriba ahogó por completo la posibilidad de mantener cualquier otra conversación. Así que, resignados, se quedaron uno frente a otro sin aventurarse a decir ni una palabra. Sólo cuando uno levantaba la vista, veía, velada por la oscura nebulosa de la incierta sombra de las lámparas, la tierna mirada del otro que se dirigía hacia él con amor.
Con una leve sacudida, el tren se puso en movimiento. El chirrido de las ruedas desbarató la conversación de los abogados amortiguándola, dejándola en un simple rumor. Pero después del tirón y de la sacudida iniciales fue imponiéndose poco a poco un rítmico balanceo; el tren, como una cuna de hierro, mecía sus sueños. Y mientras abajo las ruedas traqueteantes corrían hacia un porvenir todavía invisible que reservaba a cada cual algo diferente, los pensamientos de los dos flotaron en sueños regresando al pasado.
Hacía más de nueve años que se habían visto por última vez. Separados desde entonces por una distancia insalvable, se sentían doblemente violentos al estar juntos de nuevo sin poder iniciar una conversación. ¡Dios mío, qué largos, qué vastos habían sido aquellos nueve años, cuatro mil días y cuatro mil noches, hasta ese día, hasta esa noche! ¡Cuánto tiempo, cuánto tiempo perdido! Y, sin embargo, en su mente destacaba un único recuerdo, un segundo antes de haberse conocido, el principio del principio. Pero ¿cómo había sido? Él lo recordaba perfectamente: llegó por primera vez a su casa con veintitrés años, mordiéndose los labios bajo el suave bozo de su joven barba. Después de desprenderse de una infancia marcada por la pobreza, había crecido en comedores gratuitos para estudiantes, abriéndose camino trabajosamente como profesor particular, dando clases extra, agriando su carácter a una edad muy temprana por la miseria y la falta de pan. Arañando unos céntimos para libros durante el día, continuando el estudio por la noche, rendido, tenso y con los nervios destrozados, había sido el primero en la carrera de química y, con una recomendación especial de su catedrático, había acudido al famoso secretario del consejo, el señor G., director de una gran fábrica en Fráncfort. Al principio le adjudicaron trabajos auxiliares en el laboratorio de la planta, pero pronto repararon en ese joven tenaz y responsable, que se aplicaba al trabajo con una intensidad y una fuerza que evidenciaban una voluntad dispuesta a luchar denodadamente por alcanzar su meta, lo que hizo que el secretario del consejo comenzara a interesarse por él de manera especial.
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