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Venus en India

Libro Venus en India, de Charles Devereaux

Resumen del libro:

“Venus en India” nos sumerge en un fascinante viaje a través de las exóticas tierras del Hindustán, a través de las vívidas memorias de un misterioso oficial del Ejército hindú. Este relato, publicado originalmente en Bruselas en 1889 bajo el seudónimo de Charles Devereaux, revela una inusual dualidad en su autor: un hombre más inclinado a las artes del amor que a las de la guerra. Aunque la autenticidad de las memorias podría ser cuestionada dada la ocultación tras un seudónimo, la obra trasciende las típicas novelas picantes del último período victoriano.

“Venus en India” no se limita a ser una mera obra de entretenimiento erótico, sino que emerge como una auténtica autobiografía sensual, narrada con sencillez y sinceridad. En sus páginas, se vislumbra la presencia de un individuo culto y bien preparado, cuyo conocimiento de las costumbres de la India se revela asombrosamente profundo. Ronald Pearsall, en su esclarecedor prólogo, lo califica como un relato erótico, curioso, exótico y divertido, que, independientemente de su veracidad biográfica, captura de manera auténtica un fragmento de la realidad de su tiempo.

Lo más notable de esta obra es la insólita sensibilidad literaria que emana de un oficial del Ejército decimonónico. A través de la pluma de Devereaux, somos testigos de una narrativa cargada de interés y amena en su ejecución. La habilidad del autor para fusionar el contexto histórico y cultural con sus experiencias personales se traduce en una prosa que atrapa al lector, transportándolo a una época y lugar distantes.

En resumen, “Venus en India” no es simplemente una novela de aventuras amorosas, sino un retrato cautivador de una época y un país a través de las experiencias íntimas de su enigmático autor. Charles Devereaux nos obsequia con una obra que trasciende las barreras del tiempo y el espacio, revelando una inusual convergencia entre la sensualidad y la sensibilidad literaria en el contexto de la India colonial del siglo XIX. Una lectura que sin duda dejará una impresión duradera en aquellos que se aventuren en sus páginas.

La guerra de Afganistán parecía acercarse a su fin cuando recibí órdenes de partir sin dilación de Inglaterra para incorporarme al primer batallón de mi regimiento, que por entonces estaba allí de servicio. Acababa de ascender a capitán y llevaba casado unos dieciocho meses. Separarme de mi mujer y mi hijita me dolió más de lo que puedo expresar brevemente, pero convinimos en que sería mejor para los tres retrasar el viaje de la familia a la India hasta que mi regimiento volviese a sus cuarteles en los fértiles llanos del Indostán desde las rocas y piedras del desolado Afganistán. Hacía además mucho calor; estábamos en plena canícula, cuando sólo marchaban a la India los que se veían absolutamente forzados, y era una época del año especialmente inadecuada para que viajasen bajo un clima tan tórrido una mujer delicada y un bebé. Tampoco era seguro que mi mujer fuese a encontrarse conmigo en la India, porque había recibido la promesa de un puesto de oficina en la patria; pero antes de poder ocuparlo debía necesariamente incorporarme a mi propio batallón, que estaba en el centro mismo de la guerra. Se añadía a lo molesto de la ida la certeza de que la guerra estaba prácticamente terminada, y de que yo llegaría demasiado tarde para participar en ninguna de sus recompensas o glorias, aunque fuese bien posible que no para buena parte del trabajo duro y la experiencia del lugar, porque Afganistán es un país salvaje (por no decir que áspero e inhóspito). Resultaba también bastante posible que un cuchillo afgano pusiese fin a mis días, haciéndome caer víctima de un asesinato común en vez de sufrir una gloriosa muerte en el campo de batalla.

En conjunto, mis perspectivas no parecían para nada color de rosa, pero el único camino era someterse e ir, cosa que hice con la mejor voluntad posible aunque con el corazón muy apesadumbrado.

Ahorraré a los lectores los detalles tristes del adiós a mi mujer. No hice promesa de fidelidad; ni a ella ni a mí se nos ocurrió que fuese necesaria en absoluto, pues aunque había tenido siempre ese temperamento tan apreciado por Venus, y había disfrutado del placer del amor con muy buena fortuna antes de casarme, creía estar convertido en un correcto esposo cuyos deseos no vagaban fuera de su propia casa. Mi apasionada y amante esposa estaba siempre dispuesta a devolver mis ardientes caricias con otras de la misma índole; y sus encantos, en su belleza juvenil y su lozanía, no sólo no se habían ajada a mis ojos sino que parecían hacerse más y más atractivos a medida que me demoraba en su posesión. Porque mi amadísima esposa, gentil lector, era la vida de la pasión; no era de ésas que se someten fríamente a las caricias de sus esposos por sentido del deber, y de un deber que no debe ejecutarse con placer o jubilosamente, sino más bien como una especie de penitencia. ¡No! Con ella no era «¡Ah, no! Déjame dormir esta noche, querido. Lo hice dos veces la noche pasada y no pienso que puedas realmente desearlo otra vez. Deberías ser más casto, y no tratarme como si fuese tu juguete o tu pasatiempo. ¡No! ¡Aparta la mano! ¡Deja en paz mi camisón! ¡Te estás comportando desde luego de un modo bastante indecente!», y así sucesivamente hasta que —agotada por la tenacidad del esposo— piensa que después de todo lo más breve será dejarle hacer a su modo, y así permite reticentemente que su grieta fría sea destapada, abre con desgana sus poco agraciados muslos y yace como un tronco exánime, insensible ante los afanes del esposo por encender una chispa de goce en su gélidos encantos. ¡Ah, no! Con mi dulce Louie era muy distinto; caricia respondía a caricia, abrazo a abrazo. Cada dulce sacrificio se hacía más dulce que el anterior, porque ella disfrutaba plenamente toda su alegría y deleite. Era casi imposible cansarse de semejante mujer, y a Louie le parecía imposible cansarse de mí. Era «¡Una vez más, querido! Sólo un poquito más. Estoy segura de que te sentará bien. ¡Y a mí me va a gustar!». Raro sería que el encanto viril que llenaba su mano amorosa no se levantara entonces en respuesta a sus caricias, llevando una vez más apasionado deleite a las profundidades más hondas y ricas del encanto tembloroso y voluptuoso en cuyo especial beneficio fue formado, un encanto que era realmente el templo mismo del amor.

¡Ah! ¡Mi adorada Louie! ¡Poco pensé la última vez que me retiraba de tu tierno y ardiente abrazo que entre tu hendidura palpitante y mi espada me estaban esperando, en la India de suave destello, otras mujeres voluptuosas cuyos bellos encantos desnudos darían forma a mi colchón, y cuyos encantadores miembros me encadenarían en extático abrazo, antes de encontrarme de nuevo entre tus muslos tiernos y amantes! Es mejor también que no vayas a saberlo, pues ¿quién ignora los perniciosos efectos de los envidiosos celos? Gracias le sean dadas a la tierna Venus por haber alzado una imperiosa nube, ocultando así mis devaneos con mis ninfas como fue ocultado el gran Júpiter de los ojos divinos y humanos cuando paseaba por verdes laderas montañosas con las encantadores doncellas, humanas o divinas, cuyos hermosos encantos formaban el objeto de su pasión.

Pero es hora de volver nuevamente a tierra para contar mi cuento de un modo más adecuado a este tópico mundo. Temo, querido lector, haber traspasado ya los límites escandalizando quizá tus ojos modestos con el nombre del más dulce de los encantos femeninos, que ni el pintor ni el escultor representarán en sus obras, y que rara vez es mencionado en público salvo por los abyectos y vulgares; pero he de suplicar tu perdón y rogarte que me permitas ofrecerlo aquí desde mi pluma, pues en otro caso me resultará difícil describir —como espero— todos los goces plenos en que me demoré tan felizmente durante los cinco años de mi estancia en el Indostán. Si eres sabio, si te encanta ver suavemente excitados tus sentidos, si las escenas usualmente escondidas y los secretos de los deliciosos combates amorosos y del cumplimiento del deseo ardiente en los amantes felices suponen algún deleite para ti, imagina simplemente que tus ojos húmedos ven el encanto pero no el nombre o la acción, y tampoco las palabras que me veo obligado a encontrar para describirlo.

Llegué a mediados de agosto a Bombay, esa regia capital de la India occidental. El viaje no tuvo importancia. Nuestros pasajeros habían sido pocos y estúpidos, sobre todo viejos civiles indios y oficiales que volvían con desgana a los escenarios de sus trabajos en el caliente país, tras un breve período de vida en Inglaterra. No era la estación donde viajan a India jóvenes damas vivaces, todas ellas con la buena esperanza en sus corazones de que sus encantos redondeados y juveniles, sus carrillos brillantes de salud y su lozanía logren cautivar a un esposo. Éramos un grupo de gente seria: algunos habían dejado en la patria jóvenes esposas; algunos habían dejado en la patria jóvenes esposas, como yo; otros estaban acompañados por las suyas; todas pertenecían a la edad en que el tiempo suaviza los incendiarios ardores de la pasión, y cuando quizás el último de los pensamientos ocurridos al retirarse para dormir es aprovechar los arruinados restos de belleza que reposan al lado. De hecho, arribé sintiendo que todo el amor, el deseo, la pasión y el afecto habían quedado tras de mí, en Inglaterra con mi querida mujercita, y los graciosos encantos casi desnudos de las muchachas nativas acarreando agua no lograban llamarme la atención. ¡Ninguna chispa de deseo hizo que mi sangre fluyese más deprisa por un momento, ni hizo que pensase un solo instante en poder buscar alguna vez goce en los abrazos de ninguna mujer, y mucho menos de una doncella oscura! Y, sin embargo, en sólo diez días… Verdaderamente, el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil. Pongámoslo así: el espíritu puede estar dispuesto, pero cuando la carne se alza en todo su poder vigoroso su fuerza es indomable. O al menos eso descubrí yo. Y ahora, amable lector, estoy seguro de que sientes curiosidad y ansia por conocer quién alzó mi carne, y si opuse a sus imperiosas demandas esa resistencia que el marido de una Louie como la mía debía por derecho oponer.

Venus en India: Charles Devereaux

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