Resumen del libro:
Variaciones en rojo de Rodolfo Walsh es una obra que brilla en el ámbito de la literatura policial argentina. Compuesta por tres novelas breves, el libro destaca por la meticulosidad y astucia con las que se desentrañan cada uno de los crímenes presentados. Los relatos giran en torno a tres asesinatos, cuya investigación corre a cargo de una pareja de personajes complementarios y, a veces, rivales: el comisario Jiménez y Daniel Hernández.
El comisario Jiménez es un veterano en su oficio. Su experiencia y sagacidad lo convierten en un detective formidable, siempre dispuesto a desentrañar los hilos más intrincados de los crímenes a los que se enfrenta. Por otro lado, Daniel Hernández, un joven corrector de pruebas de una editorial, aporta una perspectiva fresca y reflexiva. Su capacidad de observación y análisis es sorprendente, y muchas veces logra sacar conclusiones que escapan al ojo experimentado del comisario.
La dinámica entre Jiménez y Hernández es uno de los puntos más atractivos de la obra. Ambos personajes elaboran distintas teorías sobre la identidad y las motivaciones de los asesinos, lo que no solo añade tensión narrativa, sino que también invita al lector a participar en el juego de la deducción. La interacción entre la lógica estructurada de Jiménez y el pensamiento analítico de Hernández crea un balance perfecto, haciendo que cada historia se desarrolle con un ritmo cautivador y lleno de suspenso.
Rodolfo Walsh, el autor, es una figura destacada en la literatura argentina. Conocido por su estilo preciso y su habilidad para construir tramas complejas y personajes profundos, Walsh logra en Variaciones en rojo crear un universo lleno de intriga y misterio. Su capacidad para retratar la realidad con un toque de ficción ha convertido sus obras en referencias obligadas del género policial.
Las tres historias de Variaciones en rojo son ejemplos sublimes del género, donde cada detalle cuenta y cada pista es una pieza fundamental del rompecabezas. La narrativa de Walsh mantiene al lector en vilo, ofreciendo giros inesperados y resoluciones ingeniosas que desafían las expectativas. Este libro no solo es un deleite para los amantes del misterio, sino también una obra que destaca por su calidad literaria y su capacidad para enganchar al lector desde la primera hasta la última página.
NOTICIA
Sé que es un error —tal vez una injusticia— sacar a Daniel Hernández del sólido mundo de la realidad para reducirlo a personaje de ficción. Sé que al hacerlo contribuyo de algún modo a fijarlo en un destino que no quiso para sí y que le fue impuesto por la casualidad. Sin embargo, no veo cómo podría resistir la tentación de relatar —aun torpemente— algunos de los numerosos casos en que le ha tocado intervenir. Al decidirme a hacerlo he elegido, por rigor o pereza, el orden cronológico. Y en ese orden corresponde el primer lugar a «La Aventura de las Pruebas de Imprenta». Confieso, sin embargo, que he estado a punto de excluirla, a tal extremo es vulgar en cierto sentido el conjunto de circunstancias que hubo de aclarar Daniel Hernández, corrector de pruebas de la editorial «Corsario», secuaz y homónimo de aquel otro Daniel que escrituras antiguas —parcialmente apócrifas— registran como el primer detective de la historia o de la literatura. En «Las Pruebas de Imprenta», es cierto, no hay «drama», está ausente ese elemento fantástico o patético que enriquece otras de sus aventuras, como «Variaciones en Rojo», «La Mano en la Pared» o «El Foso de los Leones». Esa carencia necesariamente ha de reflejarse en la narración. Y, sin embargo, no he podido decidirme a suprimirla. En primer lugar, porque todas las demás la suponen: si Raimundo Morel no hubiese muerto, Daniel no se habría interesado en la solución de problemas criminales ni habría llevado su antigua amistad con el comisario Jiménez al nivel de una activa —y a veces molesta— colaboración. Y en segundo lugar porque tiene otro interés: es el más estrictamente policial de todos los casos que se le presentaron a Daniel Hernández. Parece condición ineludible de la narración policial que, cuanto más «ortodoxa» es en su planteo y solución, tanto más queda en la sombra eso que por no buscar términos más complicados llamaremos «interés humano». Daniel Hernández no pudo remediar esa pobreza de las circunstancias, y el narrador —desde luego— tampoco puede sustraerse a esa mínima fatalidad. Queda en pie, sin embargo, cualquiera sea mi impericia en el relato de los hechos, la fascinante cadena de razonamientos que sirvió a D. H. para esclarecerlos.
Además, me parece en cierto modo simbólico que el primer enigma dilucidado por D. H. estuviera ligado tan estrechamente a su oficio. Creo que nunca se ha intentado el elogio del corrector de imprenta, y quizá no sea necesario. Pero seguramente todas las facultades que han servido a D. H. en la investigación de casos criminales eran facultades desarrolladas al máximo en el ejercicio diario de su trabajo: la observación, la minuciosidad, la fantasía (tan necesaria, para interpretar ciertas traducciones u obras originales), y sobre todo esa rara capacidad para situarse simultáneamente en planos distintos, que ejerce el corrector avezado cuando va atendiendo, en la lectura, a la limpieza tipográfica, al sentido, a la bondad de la sintaxis y a la fidelidad de la versión.
Los otros dos relatos que integran este volumen tienen características distintas. El segundo intenta una solución de un problema clásico de la literatura policial; único género que cuenta ya con dos —o quizá tres— situaciones o problemas específicos susceptibles de distintas soluciones.
He creído conveniente intercalar en el texto algunas ilustraciones y diagramas. Un crítico norteamericano, Stephen Leacock, ha condenado, en general, esos diagramas, con más ingenio que acierto. Yo considero que hay dos clases de lectores de novelas policiales: lectores activos y lectores pasivos. Los primeros tratan de hallar la solución antes que la dé el autor; los segundos se conforman con seguir desinteresadamente el relato. Aquéllos podrán interesarse en esas figuras; éstos, desestimarlas sin perjuicio.
Tampoco he renunciado a otra convención que hunde su raíz en la esencia misma de la novela policial: el desafío al lector. En las tres narraciones de este libro hay un punto en que el lector cuenta con todos los elementos necesarios, si no para resolver el problema en todos sus detalles, al menos para descubrir la idea central, ya del crimen, ya del procedimiento que sirve para esclarecerlo. En «Las Pruebas de Imprenta» ese momento transcurre en la página 39. En «Variaciones en Rojo», en la página 110. En «Asesinato a Distancia», en la página 162.
…