Resumen del libro:
Vagabundos es la primera novela de la trilogía de «Augusto», escrita por Knut Hamsun en 1927 y continúa con «Augusto». (1930) y «El juego de la vida». (1933). La acción de Vagabundos transcurre desde 1864 hasta finales de 1870 y trata de las vivencias y experiencias de un personaje, Augusto mientras viaja por en Noruega con trabajos más o menos temporales dentro de una picaresca exuberante caracterizada por la sátira y crítica social… La trilogía en su conjunto describe los conflictos entre una economía de subsistencia tradicional y una moderna comunidad comercial e industrial, tal como surgió en Noruega a finales de 1800 y principios de 1900. Se inicia como una historia sobre el pequeño pueblo Polden en Nordland, lo más probable cerca de algún lugar donde Hamsun creció y donde Augusto es el personaje principal cuentista y encantador que une a las tres novelas juntas. Los tres libros que forman la trilogía fueron un éxito inmediato y enorme cuando fueron editados.
Capítulo I
Del caserío vecino llegaron dos hombres. Rostros morenos y barbas grises sedeñas. Uno de ellos llevaba un organillo colgado de la espalda.
Nadie en toda la comarca aguardaba en tal día acontecimiento alguno digno de mención, cuando he aquí estos dos forasteros, que después de elegir un emplazamiento asequible a todo el mundo, asegura ron el organillo sobre un palo apoyado en tierra y se pusieron a tocar. De los contornos, afluyó un aluvión de curiosos, mujeres y niños, adolescentes y viejos, que se apresuraron a formar un nutrido corro en torno a los músicos. Ahora, en invierno, cuando todos los hombres están ausentes, de pesca en las islas de Lofot, son raros aquí los sucesos; nadie canta, nadie danza en esta pobre y mísera comarca, donde la llegada de los músicos constituyó un acontecimiento inesperado, una aventura extraordinaria que nadie en su vida podría borrar ya de su memoria.
Uno de los dos hombres daba vueltas al manubrio; tenía un ojo defectuoso y parecía estar ciego. El otro sostenía un saco y no hacía nada; sólo era acompañante del músico y se limitaba a contemplar sus desmedradas botas de caña, inmóvil en su sitio. De pronto, se quitó el sombrero de su cabeza y lo tendió al auditorio. Pero, ¿cómo pretender dinero en este mísero caserío cuyos moradores a duras penas podían ir tirando durante el crudo invierno, en espera de la primavera, que les devolvería sus hombres? Al ver que no le daban nada, volvió a encasquetarse el sombrero. Estuvo quieto un instante; pero no tardó en entablar conversación con su camarada, en lengua extraña, subiendo el tono con creciente dureza, con intento, al parecer, de obligarle a poner fin a la tocata y reanudar la marcha. Sin embargo, el músico seguía tocando. Cambió la pieza y volvió a rodar el manubrio, haciendo resonar una sentimental melodía que se apoderó del alma de todos los circunstantes. Una mujer joven, acaso la de mayores posibilidades entre las presentes, dio rápidamente media vuelta con designio, sin duda, de dirigirse a su vivienda en busca de alguna moneda, gesto que el compañero hubo de interpretar torcidamente, imaginando que se alejaba definitivamente, por lo que le lanzó unos gritos acompañados de una sardónica mueca.
—¡Silencio! —le dijo su camarada y músico.
¿Silencio? No era el acompañante hombre propicio a callarse cuando se lo ordenaran y, estallando en cólera, se abalanzó sobre el ejecutante, cubriéndolo de puñadas. Esto era fácil para él, impedido su compañero, medio ciego, para defenderse, reclama das sus manos por el organillo que oscilaba en la punta del palo, y que hubo de resignarse a hurtar la cabeza. Esta súbita y aleve agresión provocó una unánime lamentación entre los oyentes, cuyo círculo retrocedió repentinamente; la chiquillería, atemorizada, se puso a llorar.
Del corro, surgió Eduardo, chicuelo de unos trece años, pecoso y rubio, echando chispas por los ojos. Presa de cólera, era seguro que había resuelto jugarse la vida. Introdujo una pierna entre las del agresor; pero fracasó, lo que le infundió bríos para reincidir, consiguiendo, al fin, hacerle caer en tierra. El muchacho estaba jadeante como un fuelle. Quiso su madre arrastrarlo consigo; pero él quedó firme en su sitio, haciendo rechinar sus dientes borracho de furia.
—¡En seguida a casa! —gritaba su madre reiteradamente, incapaz de dominar el miedo.
Era flaca y enfermiza, sombra de criatura humana, muy apacible de genio y temerosa de Dios y carente de poder sobre el rapaz.
El forastero caído se levantó del suelo y miró al chico de través; pero no le hizo nada. Al contrario, parecía estar intimidado mientras se sacudía la nieve de su ropa con extremado esmero. Volvió a dirigir la palabra a su camarada, amenazándole con los puños en alto, se alejó y desapareció.
El músico quedó solo, haciendo sorber discreta mente las narices y llorando en silencio. Un surco, rojo hendía una de sus mejillas, sangre de color muy extraño, seguramente por ser el hombre originario de país lejano y tener la piel tan oscura.
—¡Las puñadas las merece aquel! —murmuró la mujer joven persiguiendo al agresor con la mirada.
Y fue a su casa en busca de dinero.
Visto esto por las demás mujeres, ninguna quiso ser menos y también ellas fueron a sus tabucos una tras otra a buscar alguna moneda. Quizás el músico poseyera mayor número de bienes terrenales que las pobres mujerucas que le hacía ofrenda de alguna mi seria; pero cuyas almas desbordantes de misericordia quisieron ofrecerle el sacrificio de medio chelín, incluso de una moneda de dos chelines, de cobre, algo que, en aquel entonces, representaba mucho dinero, deseosas de consolar a un hombre que lloraba.
Por eso el músico no quiso estar a menor altura que sus bienhechoras. De pronto, dejó caer una tapa del organillo, poniendo al descubierto un teatro, un verdadero paraíso que las dejó atónitas.
—¡Aaah! —exclamó todo el mundo.
Jamás nadie había visto semejante maravilla en la comarca: Figuras pequeñas de colores y oro aparecieron en la escena, moviéndose a medida que el músico daba vueltas al manubrio, ora despacio, ora aprisa, girando sobre sí mismas, dando un paso adelante, volviendo la espalda y parándose repentinamente, para volver a agitarse otra vez.
—¡Napoleón! —gritó el músico, indicando la figura central.
Todos habían oído el nombre de Napoleón y fija ron sus ojos asombrados en aquella figura. Junto a él permanecían dos generales exornados con colorines y estrellas, y el músico los designaba por sus nombres. Pero los espectadores preferían contemplar a Napoleón. Vestía un capote gris, y en una mano sostenía un minúsculo catalejo que, de vez en cuando, levantaba a la altura de los ojos y volvía a bajar. Al frente de aquellas elevadas personalidades estaba un rapazuelo sorprendente, desarrapado y con el pelo al aire, que reía adelantando una hortera que sostenía en la mano para pedir dinero. Cuando las monedas caían en el platillo, daba un rápido tirón y vaciaba el dinero en un cajoncito. ¡Qué maravilla! El rapaz era vivaracho y parecía reír con mayor fuerza cada vez que adelantaba la hortera en demanda de más dinero.
El músico tocaba marchas, valses y melodías que resbalaban sobre los oyentes y el caserío; un perro que, a corta distancia, estaba sentado sobre la nieve, ladraba con la cabeza levantada hacia el cielo. Día inolvidable aquel.
Cuando se hubo agotado el dinero y el rapazuelo cesó en sus movimientos, se le ocurrió a una chiquilla ofrecer un botón de metal que se apresuró a depositar en el platillo. Era el único botón que poseía; pero no dinero, y ocurrió algo sencillamente maravilloso: El rapaz de la hortera se volvió rápidamente hacia el lado opuesto y arrojó el botón a la nieve. El asombro impuso silencio a todo el mundo por unos instantes. ¡Por todos los santos! ¿Era de carne y hueso aquella figurilla? Rio la mujer joven y depositó otro botón en la hortera, que igualmente fue arrojado a cierta distancia. Todos rieron de buena gana. Pero la chiquilla se arrodilló encima de la nieve en busca de su despreciado botón de metal.
La broma fue degenerando a tal extremo que los espectadores acabaron por depositar en el platillo objetos sin ningún valor, alfileres, piedrecillas, astillas de madera, que el diminuto mendigo rechazaba impaciente, hasta que los importunos desistieron de su porfía. ¿Sería tal vez el muñeco la única inteligencia allí presente? El músico cesó de tocar, volvió a subir la tapa y destornilló el manubrio, profiriendo hondos suspiros.
—¿Por qué lleva usted semejante compañero? —le interrogó Eduardo muy serio.
El músico se explicó como mejor supo:
—El organillo es de los dos. Pero mi camarada es muy malo, tan malo que una vez me dio una cuchillada en el ojo.
El músico no se atrevía a enseñar a Napoleón ni a las otras figuras en presencia de su compañero, quien, por ser muy impulsivo, hubiera sido capaz de destruir el teatro entero.
—¿De qué tierra sois? —preguntó Eduardo.
—De Armenia.
—¿Dónde está eso?
—Muy lejos de aquí. Hay que atravesar muchos países, muchas montañas y grandes mares. Un año de viaje hasta allí…
—Entrad, os daremos algo de comer —le dijo la mujer joven.
En su compañía entraron tantos cuantos permitía la capacidad de la estancia, y los demás hubieron de resignarse a mirar desde fuera, por las ventanas. Nada más quedaba por ver en aquel hombre, quien, sentado en el interior, con cabeza humillada, excitaba la compasión general. Vieron cómo musitaba una oración antes de empezar a comer arenque, patatas y sopa de cebada; cuando hubo terminado el yantar, repitió el rezo y se dispuso a ausentarse, deshaciéndose en gestos de agradecimiento.
La joven dueña de la casa le dijo:
—Si tuviese café, os daría una taza.
—Yo tengo en casa —advirtió otra mujer servicial.
—Entonces, préstame una cucharada.
Las mujeres estaban empeñadas en retenerlo, deseosas de alejarle de su inhumano camarada el mayor tiempo posible.
—¿A dónde ha ido? —le preguntaban.
Nadie supo dar razón. El hombre del manubrio, tampoco.
—Quizás ahora lo pierda de vista para siempre.
—¡Ah, no!
El pobre hombre movía la cabeza suspirando, se puso a agitar los pies, dándose golpes con las botas.
Le preguntaron si tenía frío en los pies y dijo que sí. También se interesaron por sus calcetines, que, respondió, estaban rotos y tenían agujeros.
Las mujeres se miraron unas a otras, moviendo tristemente la cabeza, y la joven, al parecer la de más posibilidades, le buscó un par de medias nuevas —de las que alcanzan hasta la rodilla— y se las dio. Tenían arriba un borde azul y eran buenas y bonitas.
—¡Ah, Ana María! ¡Siempre serás la misma! —murmuraron las otras mujeres, admiradas.
—¡Ponéoslas! —le dijo Ana María.
El hombre se resistía, y revelando no tener corazón para malbaratar aquellas medias, las llevó a su mejilla y las guardó después en el pecho. Todos los corazones se conmovieron.
Alguien asistía a la escena, desde un ángulo de la estancia, que tomó una determinación: era Eduardo. Dio el organillero gracias por todo y colgándose el organillo a la espalda salió trotando.
—¡Dios os acompañe! —le gritaron las mujeres.
Eduardo le siguió discretamente a alguna distancia. Cuando el hombre hubo alcanzado el bosque, se volvió lentamente y descubrió a Eduardo.
—¿A dónde vas? —le preguntó.
—A ninguna parte —respondió Eduardo.
—¿A ninguna parte? ¿De veras?
Eduardo declaró:
—Quiero defenderte contra tu camarada.
—¿Defenderme? ¡Vamos…!
—¡Le romperé la crisma!
El hombre sonrió.
—Mi camarada tiene una fuerza enorme, es húngaro, de raza guerrera, y lleva puñal.
Eduardo no se dejó intimidar por eso; pasó por su lado y prosiguió caminando delante de él.
—¡Tonto! ¡Tozudo! —le gritó el hombre, poniéndose repentinamente hosco—. ¡Vuelve a tu casa! ¿Qué te reclama aquí?
De pronto, de entre un boscaje de enebros, surgió el camarada. Primero, observó la situación e interpeló luego al músico. Este respondió y ambos a una rompieron a reír.
Eduardo se detuvo a contemplarlos con gesto asombrado. El húngaro avanzó hacia él con aire amenazador, insuficiente, empero, para intimidar al muchacho; pero también el organillero se le acercó, después de haber depositado en tierra la caja, dispuesto a increparle:
—¿Qué significa esto?
La cabeza de Eduardo no estaba acostumbrada a trabajar con ideas turbias. El muchacho era torpe en letras y números; pero estaba dotado de buenos puños, y cuando se enardecía era valeroso. Esta vez retrocedió.
Los forasteros no se preocuparon de él y lo deja ron plantado en su sitio. Cogió el músico un puñado de nieve y se lavó la mancha de sangre de la mejilla, en el sitio que le indicaba su camarada. Terminada esta operación, abrieron el cajón del organillo y contaron las monedas; también la media salió a luz y pasó al saco del húngaro.
Entonces, el músico volvió a depositar la carga sobre sus espaldas, saludaron ambos a Eduardo con un movimiento de cabeza y se pusieron en marcha camino del Norte, hacia el poblado inmediato.
Eduardo no acertó a comprender la conducta de los dos forasteros, esta vez menos que la anterior, y les vio partir con ojos de mansedumbre. Sin embargo, al darse cuenta, por fin, de la burla, hurgó con afán en la nieve y modeló una pelota; y cuando estuvo bien dura, la dejó rodar sobré la nieve.
…