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Uno, ninguno y cien mil

Uno, ninguno y cien mil, una novela de Luigi Pirandello

Resumen del libro:

Luigi Pirandello, nacido en 1867 en Italia, es uno de los escritores más influyentes del siglo XX. Ganador del Premio Nobel de Literatura en 1934, Pirandello es conocido por sus obras que exploran la naturaleza de la realidad y la identidad. Su capacidad para retratar la complejidad humana y su estilo innovador han dejado una marca indeleble en la literatura mundial.

“Uno, ninguno y cien mil”, publicada en 1927, es la última novela de Pirandello y, según sus propias palabras, su testamento literario. La trama sigue a Vitangelo Moscarda, un hombre común que entra en una profunda crisis de identidad tras una observación aparentemente trivial de su esposa sobre su nariz. Esta insignificante observación actúa como un catalizador que destruye la percepción que Moscarda tiene de sí mismo. La novela se adentra en la psique de Moscarda, quien comienza a verse reflejado en los ojos de los demás, descubriendo que no es “uno” sino “cien mil”, una persona con tantas identidades como las percepciones que los otros tienen de él. Este descubrimiento lo lleva a una desoladora conclusión: para sí mismo, se ha convertido en “ninguno”.

Pirandello explora con maestría la fragilidad y multiplicidad de la identidad humana, llevándonos a cuestionar la autenticidad del ser frente a las máscaras que la sociedad impone. La obra, de estirpe cervantina, se sumerge en el juego del ser y el parecer, desenmascarando las ilusiones que damos por realidades. La narrativa es una reflexión profunda sobre la soledad inherente al ser humano, obligándonos a enfrentarnos a la desconcertante idea de que somos, en esencia, construcciones de las percepciones ajenas. “Uno, ninguno y cien mil” es, sin duda, una obra cumbre que encapsula la esencia del pensamiento de Pirandello, dejándonos una reflexión duradera sobre la complejidad de la identidad y la percepción.

Mi mujer y mi nariz

—¿Qué haces? —me preguntó mi mujer al ver que me entretenía de manera inusitada delante del espejo.

—Nada —le respondí—, me estoy mirando dentro de la nariz, en esta aleta. Al apretarme, noto un dolorcillo.

—Creía que te mirabas de qué lado la tienes torcida.

Me volví como un perro al que hubieran pisado el rabo.

—¿La tengo torcida? ¿Yo? ¿La nariz?

A lo que mi mujer repuso tan tranquila:

—Pues sí, querido. Míratela bien: la tienes torcida hacia la derecha.

Tenía yo veintiocho años y hasta entonces siempre había considerado mi nariz, si no propiamente bonita, al menos muy presentable, igual que el resto de partes de mi persona. Por ello me había sido fácil admitir y sostener lo que acostumbran a admitir y sostener todos aquellos que no han tenido la desgracia de recibir en suerte un cuerpo deforme, es decir, que es de necios envanecerse de las propias facciones. Por eso, el descubrimiento imprevisto e inesperado de aquel defecto me irritó como si fuera un castigo inmerecido.

Quizá mi mujer vio mucho más profundamente que yo en aquella irritación mía y se apresuró a añadir que, si me preciaba de no tener el menor defecto, no tardaría en desengañarme, porque, así como la nariz la tenía torcida hacia la derecha, del mismo modo…

—¿Qué más?

¡Ah, más, más cosas! Mis cejas parecían, sobre los ojos, dos acentos circunflejos, ^ ^, mis orejas estaban como mal pegadas, sobresaliendo una más que la otra; y otros defectos…

—¿Más aún?

Pues sí, más aún: en las manos, el dedo meñique; y en las piernas (¡no, torcidas no!), la derecha, un poquito más arqueada que la izquierda: hacia la rodilla, un poquito.

Tras un atento examen hube de reconocer que todos estos defectos eran ciertos. Y sólo entonces mi mujer, tomando sin duda por dolor y humillación el asombro que sentí inmediatamente después de la irritación, con el fin de consolarme me exhortó a que no me afligiera demasiado por ello, pues incluso con estos defectos seguía siendo, a fin de cuentas, un hombre apuesto.

Desafío a no irritarse a quien reciba como concesión graciosa lo que antes le ha sido negado como derecho. Solté un venenosísimo «gracias» y, convencido de no tener ningún motivo para sentirme afligido ni humillado, no di ninguna importancia a esos leves defectos, pero sí una grandísima y extraordinaria al hecho de que durante muchos años había vivido sin cambiar nunca de nariz, siempre con ésa, y con esas cejas y esas orejas, esas manos y esas piernas, y que tenía que haber esperado a tomar mujer para darme cuenta de que las tenía defectuosas.

—¡Uh, pues vaya sorpresa! ¿No sabemos todos cómo son las mujeres? Están hechas que ni pintadas para descubrir los defectos del marido.

Sí, claro, las mujeres, no lo niego. Pero también yo, si me lo permitís, en aquella época era de tal manera que, ante cualquier palabra o mosca que volara, me sumía en abismos de reflexión y de consideraciones que me minaban por dentro y perforaban mi espíritu por el derecho y por el revés, como una topera; sin dejar que nada de ello se trasluciera.

—Se ve —diréis vosotros— que tenías todo el tiempo del mundo que perder.

“Uno, ninguno y cien mil” de Luigi Pirandello

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