Resumen del libro:
Esta primera novela, de Edgar Rice Burroughs, su Serie Marciana —once volúmenes llenos de aventura, intriga y, quizá, ciencia ficción— nos lleva a recorrer un planeta Marte donde conviven multitud de razas de muy diversa índole, condición y colores, todas ellas enfrentadas en una serie continua de guerras y enfrentamientos. Allí es donde llega, huyendo de los apaches, nuestro héroe, John Carter, un soldado de la Confederación que decide hacerse buscador de oro (como su padre literario) cuando acaba la guerra entre los Estados y que se ve misteriosamente trasladado a un planeta Marte que no es otro que el Marte soñado por el astrónomo Percival Lowell, con sus canales y todo; un mundo lleno de vida. Las aventuras de John Carter le hacen encontrarse con la hermosa Dejah Thoris, princesa de Hélium, a quien, en una serie ininterrumpida de hechos trepidantes que le llevarán a recorrer todo el planeta, acabará encontrando y perdiendo en numerosas ocasiones. Su amor, capaz de romper la barrera que separa los mundos, nos hará descubrir todo el exotismo y variedad de ambientes de uno de los mundos alienígenas más coloridos que se han dado en la literatura.
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En las colinas de Arizona
Soy un hombre de edad muy avanzada, aunque no podría precisar cuántos años tengo. Posiblemente tenga cien, o tal vez más, pero no puedo afirmarlo con exactitud porque no envejecí como los demás hombres ni recuerdo niñez alguna. Hasta donde llega mi memoria, siempre tengo la imagen de un hombre de alrededor de treinta años. Mi apariencia actual es la misma que tenía a los cuarenta, o tal vez antes, y aun así siento que no podré seguir viviendo eternamente, que algún día moriré, como los demás, de esa muerte de la que no se regresa ni se resucita. No sé por qué le temo a la muerte, yo que he muerto dos veces y todavía estoy vivo, pero aún así le tengo el mismo pánico que le tienen los que nunca murieron. Es justamente a causa de ese terror que estoy plenamente convencido de mi mortalidad.
Por esa misma convicción me he decidido a escribir la historia de los momentos interesantes de mi vida y de mi muerte. No me es posible explicar los fenómenos, solamente puedo asentarlos aquí en la forma sencilla que puede hacerlo un simple aventurero. Esta es la crónica de los extraños sucesos que tuvieron lugar durante los diez años en que mi cuerpo permaneció sin ser descubierto en una cueva de Arizona.
Nunca relaté esta historia, ni ningún mortal verá este manuscrito hasta que yo haya pasado a la eternidad. Sé que ninguna mente humana puede creer lo que no le es posible comprobar, de modo que no es mi intención ser vilipendiado por la prensa, ni por el clero, ni por el público, ni ser considerado un embustero colosal cuando lo que estoy haciendo no es más que contar aquellas verdades que un día corroborará la ciencia.
Posiblemente las experiencias que recogí en Marte y los conocimientos que pueda exponer en esta crónica lleguen a ser útiles para la futura comprensión de los misterios que rodean nuestro planeta hermano. Misterios que aún subsisten para el lector, aunque ya no más para mí.
Mi nombre es John Carter, pero soy más conocido como Capitán Jack Carter, de Virginia. Al finalizar la Guerra Civil era dueño de varios cientos de miles de dólares en dinero confederado sin valor y del rango de Capitán de un ejército de caballería que ya no existía. Era empleado de un Estado que se había desvanecido junto con las esperanzas del Sur. Sin amos ni dinero y sin más razones por las que ejercer el único medio de subsistencia que conocía, que era combatir, decidí abrirme camino hacia el Sudoeste y rehacer, buscando oro, la fortuna que había perdido.
Pasé alrededor de un año en la búsqueda junto con otro oficial confederado, el Capitán James K. Powell, de Richmond. Tuvimos mucha suerte, ya que hacia el final del invierno de 1866, después de muchas penurias y privaciones, localizamos la más importante veta de cuarzo aurífero que jamás hubiésemos podido imaginar.
Powell, que era ingeniero especialista en minas, estableció que habíamos descubierto mineral por un valor superior al millón de dólares en el insignificante lapso de unos tres meses.
Como nuestro material era excesivamente rudimentario decidimos que uno de nosotros regresara a la civilización, comprara la maquinaria necesaria y volviera con una cantidad suficiente de hombres para trabajar en la mina en forma adecuada.
Como Powell estaba familiarizado con la zona, así como con los requisitos mecánicos para trabajar la mina, decidimos que lo mejor sería que él hiciera el viaje.
El 3 de marzo de 1866 empezamos a cargar las provisiones de Powell en dos de nuestros burros. Después de despedirse montó a caballo y empezó su descenso hacia el valle a través del cual debería realizar la primera etapa del viaje.
La mañana en que Powell partió era diáfana y hermosa como la mayoría de las mañanas en Arizona. Pude verlos a él y a sus animalitos de carga siguiendo su camino hacia el valle. Durante toda la mañana pude verlos ocasionalmente cuando cruzaban una loma o cuando aparecían sobre una meseta plana. La última vez que lo vi a Powell fue alrededor de las tres de la tarde, cuando quedó envuelto en las sombras de las sierras del lado opuesto del valle.
Alrededor de media hora más tarde se me ocurrió mirar a través del valle y me sorprendí mucho al ver tres pequeños puntos en el lugar aproximado donde había visto por última vez a mi amigo y sus dos animales de carga. No acostumbro preocuparme en vano, pero cuanto más trataba de convencerme de que todo le iba bien a Powell, y que las manchas que había visto en su ruta eran antílopes o caballos salvajes, menos seguro me sentía.
Yo sabía que Powell estaba bien armado y, más aún, sabía que era un experimentado cazador de indios; pero yo también había vivido y luchado durante muchos años entre los sioux, en el norte, y sabía que las posibilidades de Powell eran pocas contra un grupo de apaches astutos. Finalmente no pude soportar más la ansiedad, y tomando mis dos revólveres Colt, una carabina y dos cinturones con cartuchos, preparé mi montura y comencé a seguir el camino que Powell había tomado esa mañana.
Apenas llegué a la parte comparativamente llana del valle, comencé a andar al galope, y continué así donde el camino me lo permitía, hasta que comenzó a ponerse el sol. De pronto descubrí el lugar donde otras huellas se unían a las de Powell: eran las de tres potros sin herradura que iban al galope.
Seguí el rastro rápidamente hasta que la oscuridad cada vez más densa me forzó a esperar a que la luz de la luna me diera la oportunidad de calcular si mi rumbo era acertado. Seguramente había imaginado peligros increíbles, como una comadre vieja e histérica, y cuando alcanzara a Powell nos reiríamos de buena gana de mis temores. Sin embargo, no soy propenso a la sensiblería, y el ser fiel al sentimiento del deber, adonde quiera que éste pudiera conducirme, había sido siempre una especie de fetichismo a lo largo de toda mi vida, de lo cual pueden dar cuenta los honores que me otorgaron tres repúblicas y las condecoraciones y amistad con que me honran un viejo y poderoso emperador y varios reyes de menor importancia, a cuyo servicio mi espada se tiñó en sangre más de una vez.
Alrededor de las nueve de la noche, la luna brillaba ya con suficiente intensidad como para continuar mi camino. No tuve ninguna dificultad en seguir el rastro al galope tendido y, en algunos lugares, al trote largo, hasta cerca de la medianoche En ese momento llegué a un arroyo donde era de prever que Powell acampara. Di con el lugar en forma inesperada, encontrándolo completamente desierto, sin una sola señal que indicara que alguien hubiese acampado allí hacía poco.
Me interesó el hecho de que las huellas de los otros jinetes, que para entonces estaba convencido de que estaban siguiendo a Powell, continuaban nuevamente detrás de éste, con un breve alto en el arroyo para tomar agua, y siempre a la misma velocidad que él.
Ahora estaba completamente seguro de que los que habían dejado esas huellas eran apaches y que querían capturarlo con vida por el mero y satánico placer de torturarlo. Por lo tanto dirigí mi caballo hacia adelante a paso más ligero: con la remota esperanza de alcanzarlo antes que los astutos pieles rojas que lo perseguían lo atacaran.
Mi imaginación no pudo ir más allá, ya que fue abruptamente interrumpida por el débil estampido de dos disparos a la distancia, mucho más adelante de donde yo me encontraba. Sabía que en ese momento Powell me necesitaba más que nunca e instantáneamente apreté el paso al máximo, galopando por la senda angosta y difícil de la montaña.
Avancé una milla o más sin volver a oír ruido alguno. En ese punto el camino desembocaba en una pequeña meseta abierta cerca de la cumbre del risco. Había atravesado por una cañada estrecha y sobresaliente antes de entrar en aquella meseta y lo que vieron mis ojos me llenó de consternación y desaliento.
El pequeño llano estaba cubierto de blancas carpas de indios y había más de quinientos guerreros pieles rojas alrededor de algo que se hallaba cerca del centro del campamento. Su atención estaba hasta tal extremo concentrada en ese punto que no se dieron cuenta de mi presencia, de modo que fácilmente podría haber vuelto al oscuro recoveco del desfiladero para emprender la huida sin riesgo alguno.
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