Una educación

Resumen del libro: "Una educación" de

Nacida en las montañas de Idaho, Tara Westover ha crecido en armonía con una naturaleza grandiosa pero doblegada a las leyes que impone su padre, un mormón fundamentalista convencido de la llegada inminente del fin del mundo. Al igual que sus hermanos, Tara no va a la escuela ni acude al médico cuando enferma; todos trabajan con el padre mientras la madre asiste como curandera y partera a los vecinos de la zona.

Tara tiene un talento: el canto, y una obsesión: saber, y a pesar de empezar de cero reúne las fuerzas necesarias para preparar el examen de ingreso en la universidad. Cuando, a los diecisiete años, pisa por primera vez un aula, ignora desde la fecha exacta de su nacimiento hasta que ha habido dos guerras mundiales, pero intuye que la educación es la única vía para huir de su hogar. Gracias a ella cruzará el océano y logrará graduarse en Cambridge, aunque para ello deba romper los lazos con su familia. Westover ha escrito una historia extraordinaria —la suya propia—, una formidable epopeya, desgarradora e inspiradora, sobre la posibilidad de cambiar y de ver la vida a través de otros ojos que se ha convertido en un rotundo éxito editorial.

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Nota de la autora

Esta historia no trata sobre el mormonismo ni sobre ninguna otra creencia religiosa. En ella hay tipos de personas, unas creyentes, otras no; unas buenas, otras no. La autora duda que exista alguna relación, positiva o negativa, entre ambas circunstancias.

Los siguientes nombres, citados en orden alfabético, son seudónimos: Aaron, Audrey, Benjamin, Emily, Erin, Faye, Gene, Judy, Peter, Robert, Robin, Sadie, Shannon, Shawn, Susan y Vanessa.

Prólogo

Estoy encima del vagón rojo abandonado, al lado del establo. Cuando el viento arrecia, el pelo me azota la cara y el frío se me cuela por el cuello abierto de la camisa. Los vendavales son fuertes cerca de la montaña, como si la cumbre misma exhalara. El valle está tranquilo, sin que nada lo perturbe. Entretanto, nuestra granja baila: las rotundas coníferas se balancean despacio mientras tiemblan la artemisa y los cardos, que se inclinan ante las ráfagas y las corrientes. Detrás de mí, una colina suave asciende para unirse a la base de la montaña. Si miro hacia arriba, veo la forma oscura de la Princesa India.

La colina está revestida de trigo almidonero. Si las coníferas y la artemisa son solistas, el trigal es un cuerpo de baile en el que cada tallo sigue a los demás en arranques de movimiento y un millón de bailarinas se comban, una tras otra, cuando el ventarrón les abolla la dorada cabeza. La forma de la abolladura se mantiene solo un instante, y es lo más cerca que estamos de ver el viento.

Al volverme hacia nuestra casa, situada en la ladera, percibo movimientos de un género distinto, sombras alargadas que se abren paso con rigidez entre las corrientes. Mis hermanos varones se han levantado y miran qué tiempo hace. Imagino a mi madre frente a los fogones, donde prepara tortitas de harina y salvado. Visualizo a mi padre encorvado junto a la puerta trasera, atándose los cordones de las botas de seguridad para luego enfundarse los guantes de soldador en las manos encallecidas. El autobús escolar pasa por la carretera sin detenerse.

Aunque solo tengo siete años, sé que ese hecho, más que ningún otro, diferencia a mi familia: nosotros no vamos a la escuela.

A papá le preocupa que el Gobierno nos obligue a ir, pese a que no puede obligarnos porque no sabe de nuestra existencia. De los siete hijos de mis padres, cuatro no tenemos partida de nacimiento. No tenemos historia clínica porque nacimos en casa y nunca hemos ido a una consulta médica o de enfermería.[1] No tenemos expediente escolar porque jamás hemos pisado un aula. Cuando cumpla nueve años, inscribirán mi nacimiento en el registro civil, pero ahora, según el estado de Idaho y el gobierno federal, no existo.

Sí existía, desde luego. Había crecido preparándome para los Días de Abominación, esperando a que el sol se oscureciera y la luna rezumara sangre. En verano elaboraba conservas de melocotón y en invierno reordenaba las provisiones según su caducidad. Cuando el Mundo de los Humanos se viniera abajo, mi familia seguiría adelante, incólume.

Me habían educado en los ritmos de la montaña, en los que el cambio no era esencial, sino tan solo cíclico. Todas las mañanas aparecía el mismo sol, que después de recorrer el valle descendía detrás del pico. La nieve caída en invierno se derretía en primavera. Nuestra vida era un ciclo —el ciclo del día, el ciclo de las estaciones—, un círculo de cambio perpetuo que, una vez completado, significaba que nada había cambiado. Creía que mi familia formaba parte de ese modelo inmortal, que en cierto sentido éramos eternos. Pero la eternidad pertenecía solo a la montaña.

Mi padre contaba una historia acerca del pico, antiguo y grandioso como una catedral. Si bien en la cordillera había otros más altos e imponentes, Buck’s Peak era el de factura más bella. Con una base que se extendía un kilómetro y medio, su masa oscura surgía de la tierra y se elevaba para formar un chapitel perfecto. Desde cierta distancia se distinguía la huella de un cuerpo femenino en la cara de la montaña: las enormes quebradas constituían las piernas; el pelo era un conjunto de pinos dispuestos en abanico sobre la cresta septentrional. Su actitud era imperiosa, con una pierna adelantada en un movimiento vigoroso, más una zancada que un paso.

Mi padre la llamaba la Princesa India. Todos los años, cuando la nieve empezaba a fundirse, emergía de cara al sur para observar el regreso de los búfalos al valle. Mi padre decía que los indios nómadas esperaban su aparición como un indicio de la primavera, una señal de que la montaña se deshelaba, de que el invierno había terminado y de que había llegado la hora de volver a casa.

Todos los relatos de mi padre giraban en torno a nuestra montaña, nuestro valle, nuestro abrupto pedacito de Idaho. Nunca me advirtió de lo que debía hacer si me marchaba de la montaña, si cruzaba océanos y continentes y acababa en un territorio desconocido, donde ya no podría buscar en el horizonte a la Princesa. Nunca me contó cómo sabría cuándo había llegado la hora de volver a casa.

Una educación – Tara Westover

Tara Westover. Es una biógrafa, ensayista e historiadora estadounidense. Nacida en Idaho, es licenciada en Arte por la Brigham Young University. Gracias a varias becas pudo seguir estudiando y obtuvo un posgrado en el Trinity College, en Cambridge. Especializada en Filosofía y graduada en Historia por la universidad de Harvard.

En lo literario, debutó con Una educación, libro que ha sido traducido a 22 idiomas y muy aclamado por los lectores y la crítica, además de ser nominada a National Book Critics Circle en la categoría de autobiografías. Fue considerado uno de los libros más importantes del año según The New York Times, BBC, Daily Express, Library Journal y Entertainment Weekly, y ha figurado desde su publicación en las listas de más vendidos.