Resumen del libro:
Una cena muy original es una novela corta del escritor portugués Fernando Pessoa, publicada póstumamente en 1981. Se trata de una obra singular y sorprendente, que narra la reunión de seis personajes en un restaurante de Lisboa, donde cada uno de ellos expone su visión del mundo y de la vida.
La novela se divide en seis capítulos, cada uno dedicado a uno de los comensales: el banquero, el poeta, el filósofo, el político, el artista y el anarquista. Cada uno de ellos representa una faceta de la personalidad de Pessoa, que se caracterizó por crear numerosos heterónimos con estilos y biografías propias.
El libro es una muestra de la genialidad y la complejidad de Pessoa, que logra crear un diálogo fluido y profundo entre sus distintas voces. Cada personaje expresa sus ideas con lucidez y originalidad, abordando temas como el dinero, el arte, la política, la religión, el amor y la muerte.
La novela es también una crítica a la sociedad portuguesa de su época, marcada por el autoritarismo y la decadencia. Pessoa denuncia la falta de libertad y de creatividad de sus compatriotas, así como la hipocresía y el conformismo que los domina.
Una cena muy original es una obra maestra de la literatura universal, que invita al lector a reflexionar sobre su propia identidad y sobre el sentido de la existencia. Es un libro que se puede leer varias veces, descubriendo siempre nuevos matices y perspectivas.
Dime qué comes y te diré lo que eres.
Alguien
I
Fue en el transcurso de la décima quinta sesión anual de la Sociedad Gastronómica de Berlín cuando su presidente, herr Prosit, hizo su célebre invitación a los miembros. La sesión, por supuesto, era un banquete. A los postres se discutía acaloradamente sobre la originalidad en el arte de la cocina. Corrían malos tiempos para todas las artes. La originalidad había entrado en declive. La gastronomía también acusaba decadencia y debilidad. Cualquier obra culinaria presentada como «nueva» no era más que una variación de platos ya conocidos. Una salsa diferente, una forma ligeramente distinta de condimentar o de sazón: esta era la forma en la que el último plato se distinguía de sus predecesores. Pero no había verdaderas invenciones. Solo eran innovaciones. Un coro unánime de voces deploraba todos estos males, en una gran variedad de entonaciones y diversos grados de vehemencia.
A pesar del fervor y convencimiento con que se aliñaba la conversación, entre nosotros se hallaba un hombre —aunque no era el único que guardaba silencio— cuyo mutismo resultaba elocuente, ya que de él, por encima de todos, era de quien más se podría esperar una intervención. Este hombre, por supuesto, no era otro que herr Prosit, presidente de la sociedad y quien dirigía la sesión. Herr Prosit era el único que parecía no prestarle demasiado interés a la discusión, aunque en realidad estaba más callado que distraído. Se echaba en falta la autoridad de su voz. Él, Prosit, permanecía pensativo; él, Prosit, permanecía en silencio; él, Wilhelm Prosit, presidente de la Sociedad Gastronómica, estaba serio.
A la mayoría de los presentes el mutismo de herr Prosit les resultaba extraño. Se asemejaba (valga la comparación) a una tormenta. El silencio no era una de sus cualidades. La reserva no formaba parte de su naturaleza. Y como una tormenta (por continuar con el símil), si guardaba silencio, no era más que la pausa y el preludio que preceden al más grande de los estallidos. Así era como se le percibía.
El presidente era un hombre extraordinario en muchos aspectos. Era una persona jovial y sociable, aunque de una vivacidad anormal y dotado de unos modales ostentosos que le conferían siempre un aire de lo más afectado. Su cordialidad parecía patológica; sus ocurrencias y bromas, sin dar la impresión de ser forzadas, parecían brotar de su fuero interno en virtud de una facultad del espíritu que no es la del ingenio. Su humor parecía impostado y disimulaba su excitación con una apariencia de naturalidad.
En compañía de sus amigos —y eran muchos los que tenía— mantenía una corriente constante de júbilo, todo en él era alegría y risa. Y aun así resultaba sorprendente que el semblante de este hombre extraño no expresase contento o felicidad. Cuando se apagaba su risa, parecía sumirse, remarcado por el contraste que expresaba su rostro, en una seriedad nada natural, como hermanada con el dolor.
Tanto si esto se debía a una infelicidad propia de su carácter o si era consecuencia de las penas de su pasado o de cualquier otro mal del espíritu, quien esto escribe no sería capaz de aventurarlo. Además, solo un observador atento percibiría esta contradicción de su personalidad o, al menos, sus manifestaciones; los demás no lo veían ni sentían necesidad alguna de ello.
Al igual que una noche en la que las tormentas se suceden a intervalos el testigo la describe como una sola e incesante tempestad, olvidándose de las pausas entre las descargas y bautizándola a partir de esa singularidad que más lo ha conmocionado, de la misma forma, obedeciendo a una natural predisposición humana, los hombres se referían a Prosit como alguien jovial porque lo que más les llamaba la atención era el estruendo de su felicidad, el alboroto de su alegría. En el fragor de la tormenta el testigo olvida el hondo silencio de los intervalos. En el caso de este hombre, con facilidad olvidábamos, ante sus risotadas salvajes, el silencio triste, el malestar apesadumbrado de los intervalos de su naturaleza social.
El semblante del presidente, insisto, también manifestaba y delataba esta contradicción. Su rostro risueño carecía de animación. Su eterna sonrisa se asemejaba a la mueca grotesca de un rostro deslumbrado por el sol, cuyos músculos se contraen de forma natural por la potencia de la luz; en su caso, esa expresión perenne resultaba de lo más forzada y grotesca.
Era habitual entre quienes conocíamos su carácter que justificásemos su entrega a una vida despreocupada como si en ella buscase alivio a alguna clase de enfermedad nerviosa, quizá de naturaleza congénita, ya que era hijo de un epiléptico y entre sus ancestros —por no mencionar un considerable número de libertinos de lo más extravagantes— se contaban varios neuróticos inconfundibles. Él mismo podría haber sufrido alguna patología mental. Pero estoy hablando sin verdadero conocimiento de causa.
Lo que sí puedo asegurar sin lugar a dudas es que Prosit se había iniciado en la sociedad que nos ocupa gracias a un joven oficial, también amigo mío y un tipo de lo más alegre, que se lo había encontrado por ahí en cualquier parte y a quien habían entusiasmado sobremanera sus bromas.
Esta sociedad —la misma en la que se movía Prosit— era, a decir verdad, uno de esos grupos marginales que suelen ser tan frecuentes, compuestos por elementos de clases altas y bajas en una curiosa síntesis como la que pueda darse en cambios químicos, que a menudo dan como resultado una personalidad nueva, distinta a la de sus componentes individuales. Esta era una sociedad cuyas artes —y así debemos denominarlas— eran las de comer, beber y amar. Todo muy artístico, sin duda. Y también vulgar, por supuesto. Pero formaba un conjunto muy bien avenido.
A este grupo de personas, inútiles sociales, de naturaleza corrompida, las comandaba Prosit porque era el más basto de todos ellos. No puedo entrar, obviamente, en la psicología, simple pero intricada, de este caso. No puedo explicar aquí la razón por la que el cabecilla de semejante sociedad hubiese sido elegido entre sus estratos más bajos, aunque a lo largo y ancho de la literatura se han examinado con notable sutileza e intuición casos de esta ralea. Son manifiestamente patológicos. Poe dio a los sentimientos complejos que los inspiran, pensando que eran uno solo, la denominación genérica de perversidad. Pero mi cometido aquí es el de escribir la crónica de este caso y no de ningún otro. El elemento femenino de la sociedad provenía, convencionalmente hablando, de abajo; el elemento masculino, de arriba. El pilar de este acuerdo, el guion de este compuesto —no, mejor aún, el agente catalizador de este cambio químico— era mi amigo Prosit. Las sedes, los puntos de encuentro de esta sociedad, eran dos: un determinado restaurante o el respetable hotel X, dependiendo de si la celebración consistía en una juerga descerebrada o si se trataba de una sesión artística, casta, varonil, de la Sociedad Gastronómica de Berlín. Con respecto a lo primero, cualquier descripción resulta imposible: hasta la más mínima mención incurriría en indecencia. Porque la grosería de Prosit no era normal, sino más bien anormal; su influjo conseguía rebajar aún más los propósitos de los más bajos instintos de sus amigos. La cosa mejoraba con la Sociedad Gastronómica: representaba la faceta espiritual de las aspiraciones concretas del grupo.
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