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Un mundo sin fin

Resumen del libro:

“Un mundo sin fin” es una cautivadora novela histórica escrita por Ken Follett, reconocido autor de “Los pilares de la Tierra”. Siguiendo el éxito de su predecesora, esta obra maestra literaria nos transporta nuevamente a la ciudad ficticia de Kingsbridge en el siglo XIV, ofreciendo una visión vívida y detallada de la época medieval.

La trama de “Un mundo sin fin” se desarrolla dos siglos después de los eventos ocurridos en “Los pilares de la Tierra”, aunque los personajes y sus descendientes son independientes de la historia anterior. La novela se inicia con la llegada de Merthin, un joven audaz y talentoso constructor, quien se convierte en el catalizador de una serie de eventos que transformarán la vida en Kingsbridge.

Follett teje habilidosamente una red de intrigas, pasiones y luchas de poder en medio de un trasfondo histórico auténtico. Los lectores son arrastrados a una sociedad medieval marcada por la peste negra, la guerra y los conflictos religiosos. A través de los ojos de los personajes principales, somos testigos de la vida cotidiana, los desafíos y las luchas de supervivencia en un mundo incierto.

El autor demuestra su maestría al combinar una narrativa emocionante con una investigación minuciosa. Los detalles históricos son impecables, desde la descripción de la arquitectura gótica de las catedrales hasta las tensiones políticas y religiosas de la época. La trama se desarrolla de manera fluida, manteniendo el interés del lector en cada página y creando un ambiente rico y realista.

Los personajes de “Un mundo sin fin” son complejos y memorables. Desde Caris, una joven y valiente mujer que desafía las restricciones impuestas por su género, hasta Ralph, un noble ambicioso y despiadado, cada uno tiene su propia historia y motivaciones. Sus interacciones y evoluciones a lo largo de la trama agregan profundidad y emoción a la historia.

Además de su enfoque en los personajes y la historia, Ken Follett también aborda temas más amplios, como la religión, la política y la lucha de clases. Estos temas se entrelazan hábilmente en la narrativa, brindando al lector una comprensión más amplia de la sociedad medieval y sus desafíos.

En conclusión, “Un mundo sin fin” es una obra magistral de Ken Follett que no defraudará a los amantes de la novela histórica. Con una trama fascinante, personajes bien desarrollados y una ambientación histórica detallada, el autor nos sumerge en un mundo medieval lleno de vida y complejidad. Esta novela es una prueba del talento de Follett para contar historias y su habilidad para mantener a los lectores cautivados de principio a fin.

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Gwenda sólo tenía ocho años, pero no le temía a la oscuridad. Todo estaba como boca de lobo cuando abrió los ojos, aunque no era eso lo que la inquietaba. Sabía dónde estaba, en el priorato de Kingsbridge, en el alargado edificio de piedra al que llamaban hospital, tumbada sobre la paja que había esparcida en el suelo. Por el cálido olor lechoso que llegaba hasta ella, imaginó que su madre, que descansaba a su lado, estaría amamantando al recién nacido, al que todavía no le habían puesto nombre. A continuación yacía su padre y, al lado de éste, el hermano mayor de Gwenda, Philemon, de doce años.

El hospital estaba abarrotado y aunque no llegaba a distinguir con claridad a las otras familias que ocupaban el suelo del recinto, hacinadas como ovejas en un redil, percibía el rancio hedor que desprendían sus cálidos cuerpos. Faltaba poco para que despuntaran las primeras luces del día de Todos los Santos, fiesta de guardar que ese año además caía en domingo, por lo que sería día de especial precepto. Por consiguiente, la víspera había sido noche de difuntos, azarosa ocasión en que los espíritus malignos vagaban libremente por doquier. Cientos de personas habían acudido a Kingsbridge desde las poblaciones vecinas, igual que la familia de Gwenda, a pasar la noche en el interior de los recintos sagrados del priorato para asistir a la misa de Todos los Santos con las primeras luces del alba.

A Gwenda le inquietaban los espíritus malignos, como a cualquier persona en su sano juicio, pero le preocupaba aún más lo que tendría que hacer durante el oficio.

Con la mirada perdida entre las sombras, intentó apartar de su mente el motivo de su angustia. Sabía que en la pared de enfrente se abría una ventana arqueada, y a pesar de que ésta carecía de cristal, pues sólo los edificios más importantes estaban acristalados, una cortinilla de hilo los protegía del frío aire otoñal. Sin embargo, ni siquiera alcanzaba a distinguir la débil silueta grisácea de la ventana. Se alegró; no quería que amaneciera.

Puede que no viera nada, pero sí llegaban hasta sus oídos multitud de sonidos distintos, como el de la paja que cubría el suelo y que susurraba constantemente cuando la gente se removía y cambiaba de postura durante el sueño. El murmullo de unas palabras cariñosas no tardó en acallar el llanto de un niño que parecía haber despertado de una pesadilla. De vez en cuando se oía a alguien farfullar, hablando en sueños. En algún lugar una pareja hacía eso que hacían los padres pero de lo que nunca hablaban, eso que Gwenda llamaba «gruñir» porque no sabía con qué otra palabra describirlo.

Vio una luz antes de lo esperado. En la puerta del extremo oriental de la alargada estancia, detrás del altar, apareció un monje con una vela en la mano. La dejó sobre el ara, encendió una pajuela con la llama y recorrió la estancia para acercarla a las lámparas de las paredes, donde su sombra se alzaba hasta el techo, como un reflejo; la pajuela se unía a su propia sombra en la mecha de la lámpara.

La luz fue avivándose deprisa e iluminó hileras enteras de figuras ovilladas desperdigadas por el suelo, envueltas en sus anodinas capas o acurrucadas junto a sus vecinos en busca de calor. Los enfermos ocupaban los camastros dispuestos cerca del altar, donde podrían beneficiarse mejor de la santidad del recinto. Una escalera en el extremo opuesto conducía al piso superior, donde se encontraban las habitaciones para las visitas de la nobleza, estancias ocupadas en ese momento por el conde de Shiring y otros miembros de su familia.

El monje se inclinó sobre Gwenda para encender la lámpara que quedaba justo encima de su cabeza. El hombre se fijó en ella y le sonrió. La niña observó su rostro bajo la vacilante luz de la llama y vio que se trataba del hermano Godwyn, un joven apuesto que la noche anterior había tratado a Philemon con mucha amabilidad.

Junto a Gwenda había otra familia de su aldea: Samuel, un próspero campesino con grandes extensiones de tierra, su esposa y sus dos hijos, el menor de los cuales, Wulfric, era un arrapiezo de seis años convencido de que lanzar bellotas a las niñas y salir corriendo era lo más divertido del mundo.

La prosperidad no sonreía a la familia de Gwenda. Su padre no tenía tierras, por lo que se ofrecía de jornalero a quien pagara por sus servicios. En verano nunca faltaba trabajo, pero tras la recogida de la cosecha y la llegada del frío, la familia solía pasar hambre.

Por eso Gwenda tenía que robar.

Un mundo sin fin: Ken Follett

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