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Un montón de migajas

Un montón de migajas - Elena Gorokhova

Un montón de migajas - Elena Gorokhova

Resumen del libro:

Un montón de migajas son las memorias de infancia y primera juventud de Elena Gorokhova, una chica curiosa e inteligente que lucha por sobrevivir en la represora Unión Soviética de los años sesenta. La Rusia en la que crece es un estado burocrático y represor bajo cuyo triunfalismo oficial late una sordidez que impregna cada detalle de la vida cotidiana.
La joven Elena, inquieta y ávida de conocer el mundo más allá del telón de acero, se apasiona por el estudio de la lengua inglesa, pero en la Unión Soviética algo tan inocente puede resultar subversivo. El Estado la controla del mismo modo que la controla su madre, convertida en un espejo de la madre patria: autoritaria y sobreprotectora, es difícil zafarse de ella. A los veinticuatro años, tras varios desengaños, Elena asumirá las consecuencias de su inconformismo y se propondrá emigrar al extranjero para liberarse del doble yugo nacional y materno.
Con una gran agudeza para captar los sinsabores y las pequeñas alegrías de la vida cotidiana, Un montón de migajas nos cuenta cómo era la vida de una familia rusa cualquiera durante la segunda mitad del siglo XX. Este retrato de época halla su luminoso contrapunto en la historia de la propia Gorokhova, una ciudadana anónima y rebelde dispuesta a vivir su vida, a contracorriente de las mentiras que le cuentan los adultos y un estado soviético sumido en la bancarrota moral y material.

1. Ivánovo

Ojalá mi madre hubiera nacido en Leningrado, en el mundo de Pushkin y los zares, entre muros de granito, verjas de hierro forjado y cúpulas de nácar sobre las que reposaba el cielo bajo. Desde su primer aliento de vida, se habría contagiado del glamur de Leningrado, y las fachadas de formas curvas y los puentes majestuosos, impregnados durante más de dos siglos de la humedad y el salitre de la ciudad, habrían dejado un rastro perdurable de refinamiento en su alma.

Sin embargo, no fue así. Mi madre nació en la provinciana ciudad de Ivánovo, en la Rusia central, donde las gallinas vivían en la cocina y se guardaba un cerdo bajo las escaleras, donde las calles estaban sin asfaltar y las casas eran de madera; un lugar donde la gente lame los platos.

Nacida tres años antes de que Rusia se convirtiera en la Unión Soviética, mi madre acabó siendo un reflejo de mi patria: autoritaria, protectora y difícil de abandonar. Nuestra casa era la sede del Politburó, y mi madre, su presidenta perpetua. Dirigía las sesiones en nuestra cocina, delante de una olla de borscht, con un cucharón en la mano, ordenándonos que comiéramos con una voz que hacía temblar a sus alumnos de anatomía. Superviviente de la hambruna, del terror de Stalin y de la Gran Guerra Patriótica, nos controlaba y protegía con férrea determinación. Lo que le había pasado a ella no iba a pasarnos a nosotros. Nos mantenía apartados del peligro, de la experiencia y de la vida misma con un estrecho abrazo que protegía nuestra inocencia al mismo tiempo que nos sofocaba.

Mi madre era quien comandaba, bajo las lluviosas nubes del Báltico, nuestras tropas hacia la ruinosa dacha donde plantábamos, desherbábamos, recogíamos y poníamos en conserva para el invierno todo aquello que se aviniera a crecer bajo un sol esporádico, que nunca asomaba por encima de la pocilga del vecino. Durante el breve verano septentrional, cruzábamos, chapoteando un pantano, hasta las aguas poco profundas del golfo de Finlandia, cálidas y amarillentas como un té muy flojo. Cogíamos setas en el musgo del bosque y las colgábamos de una cuerda sobre el hornillo con el fin de secarlas para el invierno. Mi madre planificaba, dirigía y supervisaba las operaciones, acarreaba cubos de agua hasta los arriates de pepino y eneldo, y lidiaba para no perder el turno en las colas y poder conseguir el azúcar con el que prepararíamos la fruta en conserva que necesitaríamos en invierno para combatir los resfriados. Cuando llegaba septiembre, regresábamos a la ciudad y rebuscábamos en el armario mermelada de grosella para mi tos, o jarabe de grosella negra para hacer bajar la presión sanguínea de mi padre. Entonces volvíamos a los discursos, los abrigos forrados de lana y los preparativos para volver a cavar cuando llegara abril.

Un montón de migajas – Elena Gorokhova

Sobre el autor:

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