Un héroe de nuestro tiempo

Resumen del libro: "Un héroe de nuestro tiempo" de

“Un héroe de nuestro tiempo”, obra maestra de Mijaíl Lérmontov, representa un hito crucial en la transición literaria de Rusia del Romanticismo al Realismo. Compuesta por cinco relatos entrelazados, la novela sigue la vida del intrigante Pechorin, un joven oficial ruso desencantado con la existencia y la humanidad. Su alma, según él mismo describe, yace medio muerta, y encuentra la felicidad en el ejercicio de poder sobre los demás.

La estructura narrativa espiral de la obra, como señala Nabokov en su perspicaz prólogo, revela y enmascara sus contornos mientras las cinco historias crecen, giran y ofrecen nuevas perspectivas, similar a las cimas montañosas que acompañan a un viajero por los intrincados cañones del Cáucaso. Lérmontov, al igual que otros grandes autores rusos como Pushkin y Tolstói, rinde un homenaje literario a las indomables gentes de las montañas caucásicas, que se resistieron tenazmente a la dominación rusa, protagonizando innumerables rebeliones. Este conflicto entre los habitantes de las montañas y los cosacos, encargados de proteger las fronteras del imperio zarista, se teje con una complejidad que oscila entre el respeto y el odio.

En este viaje literario, Lérmontov no solo desentraña la psicología de su protagonista, sino que también ofrece una mirada penetrante a la sociedad rusa de la época. La obra se erige como una poderosa exploración de los matices del alma humana, la búsqueda de significado y la interacción entre el individuo y la sociedad. “Un héroe de nuestro tiempo” no solo es un testimonio de la maestría narrativa de Lérmontov, sino también un testimonio inmortal de la complejidad de la condición humana en la encrucijada de dos eras literarias.

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I. BELA

Iba desde Tiflis en una silla de posta. Todo lo que llevaba en mi carruaje consistía en un maletín, lleno hasta la mitad de apuntes de viaje sobre Georgia. La mayor parte de ellos, por fortuna para vosotros, se perdieron, y la maleta con las cosas restantes, felizmente para mí, quedó intacta.

El sol ya había comenzado a ocultarse tras las nevadas crestas, cuando entré en el valle de Koishaur. El cochero, un osetio, arreaba incansable los caballos, para ascender antes de que anocheciese al monte de Koishaur, y cantaba a voz en cuello. ¡Hermoso lugar aquel valle! Por todos lados montañas inaccesibles, peñas rojizas, tapizadas de verde hiedra y coronadas por bosquecillos de plátanos; precipicios amarillentos, surcados por arroyadas; allá en lo alto, una dorada franja de nieve, y abajo, abrazándose a un riachuelo sin nombre, que surge tumultuoso de un negro y brumoso desfiladero, se extiende cual cinta de plata el Aragva, brillante como escamosa serpiente.

Al llegar a la falda del monte de Koishaur nos detuvimos junto a una taberna, donde se agolpaban bulliciosos unos veinte georgianos y montañeses; allí cerca había acampado para pernoctar una caravana de camellos. Tuve que alquilar bueyes para subir mi carreta a la maldita montaña, porque ya estábamos en otoño, el camino estaba helado y hasta la cima había unas dos verstas…

Así pues, alquilé seis bueyes y contraté a varios osetios. Uno de ellos cargó con mi maleta y los restantes se pusieron a ayudar a los bueyes, aunque su ayuda se limitaba a dar gritos.

Detrás de mi carreta, cuatro bueyes arrastraban otra como si tal cosa, a pesar de que iba cargada hasta arriba. Eso me sorprendió. La seguía su dueño, fumando una pequeña pipa kabarda, montada en plata. Vestía capote de oficial sin charreteras e iba cubierto con un peludo gorro circasiano. Parecía tener unos cincuenta años; su morena tez denotaba que estaba familiarizado hacía mucho con el sol transcaucasiano, y el prematuramente encanecido bigote no estaba en consonancia ni con la firmeza de su paso ni con su vigoroso aspecto. Me acerqué a él y le saludé; me correspondió con una silenciosa reverencia, y lanzó una enorme bocanada de humo.

—¿Al parecer, somos compañeros de viaje?

Asintió en silencio con una nueva inclinación.

—¿Seguramente se dirige usted a Stávropol?

—Sí, señor, con enseres del ejército.

—Dígame, por favor, ¿por qué su pesada carreta la arrastran con tanta facilidad cuatro bueyes, mientras que la mía, que va vacía, apenas si la pueden mover seis animales, ayudados por los osetios?

Sonrió maliciosamente y me miró con aire significativo.

—Por lo visto, lleva usted poco tiempo en el Cáucaso.

—Cosa de un año —respondí.

Volvió a sonreír.

—¿Por qué se sonríe?

—Por nada. ¡Estos asiáticos son unos bestias terribles! ¿Usted cree que ayudan con sus gritos? ¡Solo el diablo sabe lo que vociferan! Los bueyes sí que los entienden; unza incluso veinte, que si ellos les gritan a su manera, no se moverán del sitio. ¡Son unos granujas tremendos! ¿Y qué puede uno hacer con ellos? Les gusta despellejar a los viajeros. Están demasiado consentidos, los muy truhanes; ya verá usted cómo le sacarán aún para vodka. Yo los conozco ya y conmigo no valen tretas.

—¿Hace mucho que sirve usted aquí?

—Sí, ya estaba aquí en tiempos de Alexiéi Petróvich —respondió con apostura—. Cuando llegó aquí, a la línea fronteriza, era yo suboficial —añadió—. Y a sus órdenes ascendí dos grados por acciones contra los montañeses.

—¿Y qué es usted en la actualidad?

—Ahora pertenezco al tercer batallón fronterizo. ¿Y usted, permítame preguntarle?

Se lo dije.

Ahí terminó nuestra conversación, y seguimos caminando en silencio, uno junto al otro. En la cumbre de la montaña tropezamos con nieve. Se puso el sol, y la noche sucedió al día sin transición, como suele ocurrir en el Sur; pero gracias al fulgor de la nieve podíamos distinguir fácilmente el camino, que seguía ascendiendo, aunque ya no era tan empinado. Ordené que pusieran mi maletín en la carreta, que sustituyeran los bueyes por los caballos y dirigí una última mirada al valle, pero la espesa niebla que emanaba en oleadas de los desfiladeros lo ocultaba por completo y a nuestro oído no llegaba desde allí el menor sonido. Los osetios me rodearon con gran algazara, exigiéndome que les diera para vodka; pero el capitán les gritó con ceño tan amenazador, que se dispersaron en un abrir y cerrar de ojos.

—Así son —dijo—, ni siquiera saben decir «pan» en ruso, pero han aprendido muy bien a repetir: «¡Oficial, dame para vodka!». Yo creo que hasta los tártaros son mejores, por lo menos no beben.

Hasta la posta faltaba todavía alrededor de una versta. En torno nuestro todo estaba en silencio, tanto que por el zumbido de un mosquito se podía seguir la dirección de su vuelo. A la izquierda negreaba un profundo desfiladero; tras él, y delante de nosotros, cumbres montañosas de color azul oscuro, surcadas de rugosidades y cubiertas por capas de nieve, se proyectaban en el pálido horizonte que iluminaban aún los últimos resplandores del crepúsculo. En el oscuro cielo comenzaban a parpadear las estrellas y, cosa extraña, me pareció que estaban mucho más altas que en nuestras regiones del Norte. A ambos lados del camino sobresalían piedras desnudas y negras; en algunos sitios asomaban matorrales por entre la nieve, pero ni una sola hoja seca se movía, y causaba alegría oír, en medio del sueño muerto de la Naturaleza, el jadear de los fatigados caballos de la troika de posta y el irregular tintineo de los cascabeles rusos.

—Mañana hará un tiempo magnífico —dije yo. El capitán no respondió palabra y me señaló con el dedo una alta montaña que surgía frente a nosotros.

Un héroe de nuestro tiempo: Mijaíl Lérmontov

Mijaíl Lérmontov. Educado en su domicilio por varios tutores, no concluyó estudios en la escuela de Ciencias Morales y Políticas de Moscú, ingresando en la escuela Militar de San Petersburgo. Oficial de húsares, fue enviado al Cáucaso por un poema dedicado a Pushkin, amigo suyo. A su vuelta a San Petersburgo, y tras un año, fue desterrado nuevamente al Cáucaso, esta vez por un duelo, y en un duelo, como Pushkin, murió.

Su obra es poética, escasa y muy mermada por la censura. Está considerado como uno de los máximos exponentes del romanticismo ruso.