Resumen del libro:
Es éste uno de los más conocidos y también más escalofriantes testimonios de la crueldad que sufrieron millones de deportados en los campos de trabajo soviéticos. Las terribles condiciones de vida y las vejaciones descritas con detalle por Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag cobran aquí entidad literaria y, bajo la forma de novela, inmortalizan un drama que nunca caerá en el olvido. El protagonista, Iván DenísovichShújov, lleva encerrado ocho años –de una condena de diez– en un campo de trabajo situado en algún lugar de la estepa siberiana.
A las cinco de la mañana, como siempre, resonó el toque de diana: un golpe dado con un martillo en un carril de la barraca central. El interrumpido sonido penetró débilmente a través de la ventana cubierta con dos dedos de hielo y enmudeció pronto; hacía frío, y en la guardia se les pasaron las ganas de tocar más veces.
El sonido se había extinguido, y detrás de la ventana todo estaba como cuando durante la noche Sujov visitaba las letrinas, tétrico y sombrío. Sólo el triste resplandor de tres lámparas amarillas, dos en la zona exterior y otra en el propio campo, penetraba a través de la ventana.
Por alguna razón nadie venía a abrir la barraca ni se oía tampoco que los que se cuidaban de sus servicios cogieran las letrinas para sacarlas al exterior.
Sujov jamás se había quedado dormido después del toque de diana; se levantaba siempre puntual. Hasta la hora de la marcha quedaban libres una hora y media, las cuales le pertenecían a uno por completo, y quien conoce la vida del campo de concentración aprovecha todas las oportunidades para hacerse merecedor de alguna cosa: uno podía echar un remiendo con cualquier clase de tela en las manoplas de éste o aquél, o alargar a los de la brigada que aún estaban en los catres las polainas secas, a fin de que éstos no tuvieran que dar vueltas con los pies desnudos y escoger sus botas de en medio del montón. O recorrer, uno por uno, los almacenes y mirar a quién se podía hacer un favor, como barrer el suelo o traerle cualquier cosa; o recoger, en la barraca destinada a comedor, los platos de hojalata apilados por todas partes sobre las mesas de madera y llevarlos al fregadero, con la esperanza de encontrar alguna sobra.
Desgraciadamente, la gente se abría paso a codazos para realizar este servicio; y cuando, con mucha suerte, se encuentra un resto ínfimo en una de las escudillas de hojalata, se pierde el dominio de sí mismo y uno lo vacía a lengüetadas. A Sujov se le habían quedado grabadas en la memoria las palabras del primer brigada, Kusiomin, un más que experimentado lebrato de campos de concentración que ya en 1943 llevaba doce años de experiencia en ellos encima de las costillas, y que había dicho una vez en un calvero abierto en el monte en un fuego de campamento y ante el avituallamiento traído del frente: «Aquí, muchachos, impera la ley de la taiga. Pero también aquí viven hombres. En el campo sucumben aquellos que lamen los platos, especulan con la enfermería o denuncian.»
En lo que concierne a denunciar había él, naturalmente, exagerado. Ya se cuidaban ellos bien de no exponerse a ningún peligro, sólo que esta prevención la compraban con la sangre de los demás.
…