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Un billete de lotería

Resumen del libro:

Hulda y Joël son dos hermanos que viven junto con su madre en Noruega a orillas del río Maan. Son una familia feliz que están a la espera de que el prometido de Hulda, Ole Kamp, vuelva de su última campaña de pesca para casarse. Sin embargo esta felicidad se ve destruida cuando Hulda recibe noticias de que el barco en el que navega su prometido parece haberse hundido con toda su tripulación. Poco después estos temores se cumplen cuando Hulda recibe una carta que su prometido le ha escrito poco antes de que se produzca el naufragio y en donde le lega su único bien, un billete de lotería. En la carta le pide que este presente por él el día del sorteo. Cuando la historia se conoce se produce una enorme conmoción y Hulda recibe numerosas propuestas para comprarle el billete de lotería a las que ella se niega. Sin embargo una de las personas que desea el billete es un cruel usurero al que la madre de Hulda debe una importante cantidad de dinero y que reclama este billete como pago de la deuda.

—¿Qué hora es? —preguntó la señora Hansen, después de haber sacudido la ceniza de su pipa y arrojado al aire las últimas bocanadas de humo, que se perdieron entre los pintados maderos del lecho.

—Las ocho han dado ya, madre —⁠respondió Hulda.

—No es probable que nos lleguen viajeros durante la noche, hija mía; el tiempo está bastante malo.

—Creo lo mismo. De todos modos, las habitaciones están dispuestas, y yo oiré si llaman desde fuera.

—¿No ha vuelto tu hermano?

—Todavía no.

—¿No dijo que estaría hoy de vuelta?

—No, madre. Joél ha ido a acompañar a un viajero hasta el lago Tinn, y como ha partido muy tarde, no creo que pueda volver a Dal antes de mañana.

—¿Entonces dormirá en Moel?

—Sin duda, a menos que haya ido a Bamble a hacer una visita al granjero Helmboé…

—Y a su hija Siegfrid.

—¡Sí, Siegfrid, mi mejor amiga, a quien quiero como a una hermana! —⁠respondió sonriendo la joven.

—Pues bien. Cierra la puerta, Hulda, y vamos a dormir.

—¿Te sientes mal, madre?

—No, pero pienso levantarme mañana muy temprano. Tengo precisión de ir a Moel.

—¿Y para qué?…

—¿Acaso no hay necesidad de renovar nuestras provisiones para la próxima estación?

—¿Qué? ¿Ha llegado ya a Moel el comisario de Cristianía con su carro de vinos y de comestibles?

—Sí, Hulda, este mediodía —⁠respondió la señora Hansen—. Lengling, el contramaestre de la serrería, le ha encontrado esta tarde, y me ha avisado al pasar. No nos queda gran cosa de nuestras conservas de jamón y de salmón ahumado, y no quiero que me cojan desprevenida. De un momento a otro, sobre todo si mejora el tiempo, los turistas pueden empezar sus excursiones al Telemark. Es necesario que nuestra posada esté en disposición de recibirlos y que encuentren en ella de todo cuanto puedan tener necesidad durante su estancia. ¿Sabes, Hulda, que estamos ya a 15 de abril?

—¡A 15 de abril! —murmuró la joven.

—Mañana me ocuparé de todo eso —⁠añadió la señora Hansen—. En dos horas habré hecho nuestras compras, que el ordinario traerá aquí, y yo volveré con Joél en su kariol[1].

—Si encuentras al correo, madre, no olvides preguntarle si tiene alguna carta para nosotros…

—¡Y sobre todo para ti! Es muy posible, porque la última carta de Ole es de hace ya un mes, y algo más.

—¡Sí, un mes…, un mes largo!

—¡No tengas cuidado, Hulda! Ese retraso no debe alarmarte. Además, si el correo de Moel no ha traído nada, lo que no ha llegado por Cristianía, ¿no puede venir por Bergen?

—Sin duda, madre mía —respondió Hulda⁠—; pero ¿qué quieres? ¡Si estoy preocupada es por la gran distancia que hay de aquí a las pesquerías de Terranova! ¡Todo un mar que atravesar, y cuando la estación es mala todavía! Hace ya cerca de un año que mi pobre Ole ha partido, y ¿quién podrá decir cuándo volverá a vernos en Dal?…

—¡Y si estaremos a su vuelta! —⁠murmuró la señora Hansen, pero tan bajo, que su hija no pudo oírla.

Hulda fue a cerrar la puerta de la posada, que se abría sobre el camino de Vestfjorddal. Ni aun se tomó el cuidado de pasar la llave en la cerradura.

En este hospitalario país de Noruega, semejantes precauciones no son necesarias. Conviene también que todo viajero pueda entrar, tanto de día como de noche, en la casa de los gaards y de las soeters, sin que haya necesidad de abrirle, no siendo de temer ninguna visita de vagabundos o de malhechores, ni en los pueblos ni en las aldeas más retiradas de la provincia. Ninguna tentativa criminal contra los bienes o las personas ha turbado jamás la seguridad de sus habitantes.

La madre y la hija ocupaban dos habitaciones del primer piso en la parte anterior de la posada, dos piezas frescas y limpias, modestamente amuebladas, es verdad, pero cuya conservación indicaba los cuidados de una solícita ama de casa. En la parte superior, bajo la cubierta, volando como el techo de un chalet, se hallaba la habitación de Joél, alumbrada por una ventana, recuadrada con un marco de pino labrado con gusto. Desde allí, la mirada, después de recorrer un grandioso horizonte de montañas, podía descender hasta el fondo del estrecho valle en que mugía el Maan, mitad torrente, mitad río. Una escalera de madera con mesetas robustas y escalones relucientes subía desde el salón de la planta baja a los pisos superiores. Nada más seductor que el aspecto de aquella casa, en que el viajero encontraba un confort muy raro en las posadas de Noruega.

Como hemos dicho, Hulda y su madre ocupaban el primer piso. Allí se retiraban temprano cuando estaban solas. La señora Hansen, alumbrándose con un candelero de cristal de multitud de colores, había subido ya los primeros escalones cuando se detuvo.

Acababan de llamar a la puerta, y una voz gritaba:

—¡Eh, señora Hansen! ¡Señora Hansen!

Ésta volvió a bajar.

—¿Quién puede venir tan tarde? —⁠dijo.

—¿Habrá ocurrido a Joél algún accidente? —⁠añadió con viveza Hulda.

E inmediatamente se dirigió hacia la puerta. Allí estaba un muchacho, uno de esos pilletes que hacen voluntariamente el oficio de skydskarl, que consiste en agarrarse a la trasera de los kariols, y reconducir los caballos al relevo cuando ha terminado la jornada. Éste había venido andando, y estaba de pie en el umbral de la puerta.

—¿Qué quieres, muchacho, a estas horas? —⁠dijo Hulda.

—En primer lugar, darles las buenas noches —⁠respondió el muchacho.

—¿Es eso todo?

—No, no es todo; pero hay que comenzar por ser amable.

—¡Tienes razón! En fin, ¿quién te envía?

—Vengo de parte de su hermano Joél.

—¿Joél?… ¿Y para qué? —replicó la señora Hansen.

Y avanzó hacia la puerta con ese paso lento y mesurado que caracteriza la marcha de los habitantes de Noruega. Que haya azogue en las venas de su suelo, ¡sea!; pero en las venas de su cuerpo, muy poco o nada.

Sin embargo, la respuesta del muchacho, evidentemente, había causado alguna emoción a la madre, porque se apresuró a añadir:

—¿Le ha ocurrido algo a mi hijo?

—Ha recibido una carta que el correo de Cristianía ha traído de Drammen…

—¿Una carta que viene de Drammen? —⁠dijo vivamente la señora Hansen, bajando la voz—. ¿Qué traerá esa carta?

—Lo único que sé —respondió el muchacho⁠— es que Joél no puede volver hasta mañana, y que me ha enviado aquí para traerles esa carta.

—¿Luego es urgente?

—Así parece.

—Dame —dijo la señora Hansen, con un tono que denotaba la más viva inquietud.

—Hela aquí, bien limpia y sin arrugar. Sólo que la carta no es para usted.

La señora Hansen pareció respirar con alivio.

—¿Para quién es? —preguntó.

—Para su hija.

—¡Para mí! —dijo Hulda—. ¡Es una carta de Ole, estoy segura; una carta que habrá venido por Cristianía! ¡Mi hermano no ha querido hacerme esperar!

Hulda había tomado la carta; y después de haberse alumbrado con el candelero que había colocado sobre la mesa, se puso a mirar detenidamente las señas.

—¡Sí!… Es de él…, de él… ¡Quiera que Dios me anuncie la próxima vuelta del Viken!

Entretanto, la señora Hansen decía cariñosamente al muchacho:

—¿No entras?

—¡Sólo un minuto! Tengo que volver esta noche a la casa, porque estoy comprometido mañana temprano para un kariol.

—Pues bien. Dile a Joél que pienso ir a reunirme con él; que me espere.

—¿Mañana por la noche?

—No, por la mañana. Que no salga de Mcel sin haberme visto. Nos volveremos juntos a Dal.

—Está bien, señora Hansen.

—Vamos, ¿un traguito de aguardiente?

—Con mucho gusto.

El mozuelo se acercó a la mesa, y la señora Hansen le presentó un poco de ese reconfortante aguardiente, todopoderoso contra las brumas de la noche, del que no dejó una gota en el fondo de la taza. Después:

God aften —dijo.

—¡God aften, muchacho!

Éstas son las buenas noches de Noruega, y fueron cambiadas sin acompañarlas de la más ligera inclinación de cabeza. El muchacho partió inmediatamente, sin inquietarse por el largo trote que tenía que hacer. Sus pasos se perdieron bien pronto bajo los árboles del sendero que costea el impetuoso río.

Entretanto, Hulda continuaba mirando la carta de Ole, sin apresurarse a abrirla. Aquella delicada cubierta de papel había tenido que atravesar todo el océano para llegar hasta ella; todo aquel inmenso mar adonde van a perderse los ríos de Noruega occidental. Examinaba los diversos sellos. Echada al correo el 15 de marzo, aquella carta no llegaba a Dal hasta el 15 de abril. Como hacía ya un mes que Ole la había escrito, ¡qué de acontecimientos no habrían podido producirse durante aquel mes en las aguas de Terranova! ¿No estaban aún en el período de invierno, la época peligrosa de los equinoccios? Aquellos lugares de pesca, ¿no son los peores del mundo, con las formidables rachas que el polo envía a través de las llanuras del norte de América? ¡Penosa profesión, peligroso oficio el de Ole, el de pescador! Y si lo ejercía, ¿no era para que recibiese los beneficios? ¡Ella, su prometida, que debía desposarse con él a su vuelta! ¡Pobre Ole! ¿Qué decía en aquella carta? ¡Sin duda, que seguía amando a Hulda, como Hulda le seguiría amando a él; que sus pensamientos se confundían, a pesar de la distancia, y que querría hallarse en el día de su llegada a Dal!

Un billete de lotería – Julio Verne

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