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Tristram Shandy

Tristram Shandy

Resumen del libro:

«Una obra rica, ambiciosa, compleja, burlona y poco definible, que valió a su autor en su época tanto fama como denuestos, y en todas las demás épocas hasta hoy conocidas una ardiente admiración: el incomparable ritmo de su prosa, su ingenio inagotable, los inverosímiles juegos de palabras, la complicada estructura narrativa, la negación absoluta de una concepción lineal del tiempo, su vibrante y aguda escritura y su originalísima puntuación, su irónica aplicación a la novela de teorías filosóficas y científicas, su perfecto manejo de la parodia y sus numerosas extravagancias y osadías sintácticas y tipográficas, hablan por sí solos de su modernidad y nos hacen ver como simples imitaciones, ya anticuadas, a demasiadas “originalidades” contemporáneas. Tristram Shandy es mi libro favorito: es, a un mismo tiempo, la novela clásica más cercana al Quijote y a la del siglo en que escribo; tanto su recuerdo como su frecuentación esporádica me producen un indefectible placer; puede abrirse por cualquier página, con asombro y sonrisa siempre. No creo haber aprendido más sobre el arte de la novela que durante su traducción. Sin duda, mi mejor obra.» Javier Marías

Tristram Shandy es una obra ante la que difícilmente se puede reaccionar de manera moderada, y siempre, desde su aparición, los lectores han respondido ante ella bien con entusiasmo bien con desazón. De un lado, la novela de Sterne ha suscitado los más vehementes arrebatos: al igual que Byron dos generaciones después, un día Sterne (tras la publicación de los dos primeros volúmenes de Tristram Shandy) se despertó con la noticia de que era famoso. De repente se vio transportado desde la oscuridad de Yorkshire a la celebridad de Londres, que lo encumbró y agasajó como asimismo haría París cuando, más adelante, el novelista viajó a Francia. Tristram Shandy convirtió a Sterne en una figura de culto, y como tal ha quedado. De otro lado, la novela ha provocado las más fervientes desaprobaciones. La figura dominante de las décadas centrales del siglo en Inglaterra, Samuel Johnson, despachó Tristram Shandy de un plumazo: «Nada extravagante permanecerá, y Tristram Shandy no lo ha hecho», díjole a su biógrafo Boswell en 1776. Y no fue el doctor Johnson el único de los contemporáneos de Sterne en relegarle prematuramente al olvido con una especie de esperanzada rotundidad en la que las ganas de ver cumplidos los propios deseos dan paso al bon mot. Un panfletista anónimo escribió la siguiente «carta» al autor de Tristram Shandy en 1760: «¡Oh, Sterne! Estás cubierto de costras, y es tal la lepra de tu mente que no podrás curarla, como se cura la lepra del cuerpo, ni sumergiéndote nueve veces en las aguas del Jordán». De hecho, la consideración de la novela como algo empalagoso o indecente (o ambas cosas a la vez) persistió basta bien entrado el siglo XIX. En un célebre artículo, Thackeray atacó a la sombra de Sterne en términos de inusitada vehemencia: «Sterne no ha escrito una sola página en la que no asome algo que mejor estaría proscrito: una corrupción latente, como el atisbo de una presencia impura». La observación de Thackeray data de 1851, y Sterne era muchos menos importante para los Victorianos de lo que desde entonces ha pasado a ser: no es exagerado decir que, de todos los novelistas ingleses de primera fila del siglo XVIII, ha sido Sterne el que ha ejercido un influjo más penetrante en la literatura del siglo XX: James Joyce, Virginia Woolf, Samuel Beckett y Michael Butor son tan sólo los ejemplos más ilustres de esta influencia. Dicho de otra manera, Sterne habla al siglo XX en un idioma que le es más accesible, emplea formas que se le acomodan mejor que las de Defoe, Richardson, Fielding y Smollett.

Y, sin embargo, Sterne no es ninguna broma. Sin duda pertenece a la tradición dieciochesca tanto como las demás figuras de envergadura literaria de su tiempo. De no haber sido por los logros de sus predecesores, Sterne jamás habría podido escribir Tristram Shandy. Defoe y Richardson y Smollett trataban de particularidades, de los detalles domésticos de la vida cotidiana; y Sterne reduce este método a un absurdo parcial o aparentemente loco. Fielding proclamaba ser un historiador (en oposición a los mendaces escritores de romances, sobre todo a los escritores de romances franceses del siglo XVII); y Sterne llevó la noción de historia como evaluación crítica (más que como idealización) a unos extremos que no parecerían tan trastocados si no hubiera antípodas con los que comparar su esfuerzo. Pero Sterne es tradicional no sólo por poner la tradición cabera abajo: lo es además por centrar su mirada en lo que de excéntrico hay en la conducta humana.

Pues el siglo XVIII inglés cultivaba y disfrutaba de la extravagancia. En el espléndido logro formal que, en lo referente a la versificación, fue el pareado heroico (el pentámetro rimado de Dryden, Pope y tantos otros), hay, junto a un severo rigor formal, una alternancia y un jugueteo dentro de las exigencias voluntariamente limitadoras de la forma que resultan de una fluidez maravillosa. Y Pope, sin duda el mejor de todos ellos, fue capaz de introducir una enorme originalidad en la convención del pareado, al igual que su contemporáneo J. S. Bach lo consiguiera en la composición musical. Y, como Pope, Sterne tomó una tradición y la utilizó para hacer una obra de arte profundamente original.

Pero mientras Pope se las arreglaba bien dentro de unos límites voluntariamente impuestos, Sterne decidió romper los moldes y edificar su novela sobre los pedazos que, una vez coronada con éxito la subversión, quedaron esparcidos a sus pies. En este sentido, la excentricidad de Sterne es mucho más evidente y llamativa que la de Pope y sus contemporáneos. Y, en este mismo sentido, Sterne obraba dentro de una tradición que él reconocía plenamente, la de la miscelánea o «bolsa ilustrada de plagios y préstamos»; y en ella sus héroes eran Rabelais, Robert Burton y Jonathan Swift. Sterne se acercó al enciclopedismo con tanta naturalidad como Burton, pero era menos culto que Rabelais y menos desesperado que Swift. Y, sin embargo, la afinidad entre las mentes de los cuatro escritores es patente. E incluso existe una afinidad todavía más estrecha, como reconocerán con prontitud los lectores de la traducción española: la afinidad con Cervantes, a quien Sterne hace referencia repetida y admirativamente en Tristram Shandy. De esta afinidad se hablará más adelante.

Sterne pertenece también a la tradición en tanto que principal defensor de la doctrina o religión (amo casi debería llamársela) de la sensibilidad: Viaje sentimental (1768) vino a tocar en un nervio internacional: la epistemología que propone (en el más encendido de los apóstrofes) no era nueva en modo alguno; es, por el contrario, la suprema articulación de un movimiento filosófico y literario que ya llevaba tomando impulso muchos años:

¡Adorada sensibilidad! ¡Inagotable manantial de cuanto en nuestras alegrías es precioso o en nuestras penas valioso! Encadenas a tu mártir a su lecho de paja, y eres tú quien al CIELO lo eleva. ¡Fuente eterna de nuestros sentimientos! Aquí siento tu huella y es tu «divinidad lo que se agita en mi interior»; no es que en algunos momentos lánguidos y tristes «mi alma se contraiga y sobresalte ante la destrucción», ¡mera pompa de las palabras!, sino que siento alegrías y cuitas generosas que están más allá de mí; ¡todo procede de ti, gran, gran SENSORIO del mundo!

Por lo menos desde los tiempos de las Características de los hombres, maneras, opiniones y épocas (1711) del Conde de Shaftesbury, que contenía los argumentos para un sentido moral basado en el sentimiento, éste adquirió una importancia que con posterioridad ya no ha vuelto a perder, aunque (casi no hace falta decirlo) se lo haya considerado a luces muy diferentes según los tiempos; en el siglo XVIII tomó un giro morboso, produciendo no sólo Las penas del joven Werther (1774) (y Goethe fue un ardiente admirador de Sterne), sino además una verdadera lluvia de novelas góticas durante el último tercio del siglo en Inglaterra.

Tristram Shandy – Laurence Sterne

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