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Trilogía del abismo

Resumen del libro:

Este libro -cuenta William H. Hodgson en su introducción a Los piratas fantasmas -puede ser considerado el último de un grupo de tres. El primero se publicó bajo el titulo de Los botes del “Glen Carrig”; el segundo, como La casa en el confín de la Tierra, por fin, este tercero, completa lo que, quizá, pueda ser considerado una trilogía; pues, aun cuando los tres difieren mucho en los contenidos, todos ellos coinciden en una determinada forma de tratar unos conceptos elementales. Con este libro, el autor cree que cierra una puerta, en cuanto a lo que a él concierne, sobre una determinada fase de su etapa creadora.

Los botes del “Glen Carrig”‘ (1907), relata unos hechos sorprendentes en los que se ven envueltos los tripulantes de un buque náufrago. La historia está llena de colorido, aventuras y extraños sucesos, y poblada por las criaturas fantasmales y extraordinarias tan propias de Hodgson.

La casa en el confín de la Tierra (1908) es posiblemente su novela más famosa. Admirada por H. P. Lovecraft, contiene varios capítulos difícilmente superados en toda la literatura sobrenatural. Es una historia de horror y una historia cósmica, que nos comunica de manera sorprendente la soledad y el paso del tiempo en una persona aislada en una terrible casa asentada en medio de una puerta temporal.

En Los piratas fantasmas (1909) nos encontramos de nuevo con una historia ambientada en el mar. Trata del acoso de un buque ‘maldito’, el Mortzestus, que es soliviantado por la aparición de unos extraños y fantasmales hombres que van acabando con la tripulación. La descripción de la atmósfera, el relato de los hechos hasta que van alcanzando el climax, están magistralmente narrados, y la novela tiene momentos de verdadera fuerza sobrenatural. Los fantasmas apenas se ven, pero se sienten…

I

LA TIERRA DE LA SOLEDAD

Por entonces llevábamos cinco días en los botes, y en todo ese tiempo no habíamos divisado tierra. Pero a la mañana del sexto día el contramaestre, que estaba al mando del bote salvavidas, se puso a gritar que había algo parecido a la tierra por el costado de babor de la proa; pero apenas sobresalía por encima del horizonte, y nadie pudo asegurar si en verdad se trataba de tierra o de una simple niebla matinal. Sin embargo, y como un atisbo de esperanza comenzó a latir en nuestros corazones, remamos con fuerza en aquella dirección, y así, tras casi una hora, descubrimos que en verdad sí se trataba de la costa de un país achaparrado.

Luego, un poco después del mediodía, estábamos tan cerca que podíamos distinguir con facilidad la forma de la tierra que se asentaba más allá de la costa, y descubrimos que era abominablemente llana, de una desolación que me resultaba difícil de imaginar. Parecía cubierta aquí y allá por racimos de una extraña vegetación; aunque me resultaba imposible discernir si se trataba de grupos de árboles pequeños o de grandes arbustos; pero si de algo estaba seguro era de que no se parecían a nada de lo que yo hubiera visto antes.

Meditaba todas estas cosas mientras remábamos lentamente acercándonos a la costa, en busca de una ensenada en la que poder desembarcar; sin embargo, aún pasó un buen rato antes de que pudiéramos encontrar lo que buscábamos. Pero, al fin, descubrimos una lengua de arena legamosa, que parecía el estuario de un gran río, aunque nosotros siempre nos referimos a él llamándolo riachuelo. Nos adentramos en él, remando lentamente a través de su curso ondulante; y mientras avanzábamos, contemplando las chatas orillas, buscábamos un trozo de tierra en el que poder desembarcar; pero no encontramos ninguno, pues los bancos arenosos estaban compuestos de un cieno detestable en el que no nos atrevíamos a tomar tierra imprudentemente.

Luego, después de navegar más de una milla por el gran río, llegamos a las primeras agrupaciones de aquellas plantas que yo había divisado desde el mar, de forma que, encontrándose a tan poca distancia, pudimos estudiarlas con mucho más detenimiento. Así comprobé que, efectivamente, se trataba de una especie de árboles grandes, muy bajos y achaparrados, que tenían una apariencia que puede ser definida como malsana. Fue por culpa de sus ramas por lo que antes los había confundido con arbustos, pero ahora que estaba más cerca descubrí que eran delgadas y lisas, y que caían sobre la tierra bajo el peso de un simple y enorme fruto, semejante a la coliflor, que parecía brotar del extremo de cada rama.

Entonces, tras dejar las primeras agrupaciones de aquella extraña vegetación, y al comprobar que las orillas seguían siendo demasiado legamosas, me subí a una bancada para poder examinar con atención la tierra que nos rodeaba. Descubrí, hasta donde llegaba mi vista, que estaba llena por todas partes de innumerables arroyos y charcas, algunas de gran tamaño, y que, como ya he mencionado antes, se trataba de una región plana y achaparrada, como una enorme llanura cubierta de cieno; mirarla me producía una terrible sensación de tristeza. A lo mejor, inconscientemente, ese silencio extremo que pesaba sobre toda la región me transmitía un pavor reverencial; no podía ver nada vivo, ni pájaro ni planta, excepto esos árboles chaparros que se agrupaban en bosquecillos diseminados por todo el país hasta donde me alcanzaba la vista.

Cuando fui totalmente consciente de ese silencio sentí un miedo aún más profundo, pues no lograba encontrar entre mis recuerdos un lugar de semejante quietud. Nada se movía delante de mis ojos, ningún pájaro solitario planeaba en el cielo opaco, y a mis oídos ni tan siquiera llegaban los gritos de un ave marina, ¡no!, ni el croar de una rana, ni el chapoteo de un pez. Era como si hubiésemos llegado al País del Silencio, que algunos han llamado la Tierra de la Soledad.

Llevábamos tres horas remando sin parar y ya no podíamos ver el mar; sin embargo, aún no habíamos descubierto ningún sitio en el que poder tomar tierra, ya que todo estaba cubierto de un barro gris y negro… Realmente nos hallábamos en un paraje desolado y viscoso. Por lo tanto, seguimos remando con la esperanza de que al fin pudiéramos encontrar tierra firme.

Un poco antes de la puesta de sol dejamos los remos e hicimos una comida frugal con parte de las provisiones que aún nos quedaban; mientras cenábamos pude ver cómo el sol se hundía en medio de aquella región baldía y me distraje un poco observando las sombras grotescas de los árboles que se dibujaban en el agua por el costado de babor del bote, ya que nos habíamos parado cerca de un grupo de ellos. Re cuerdo que fue entonces cuando sentí en su totalidad el espantoso silencio que reinaba sobre aquella región, y supe que no era producto de mi imaginación, pues tanto los hombres de nuestro bote como los del bote del contramaestre parecían igualmente intranquilos y apenas hablaban entre murmullos, como si temieran romper la ominosa quietud.

Y en ese preciso instante, mientras me sentía abrumado por tanta soledad, se produjo la primera señal de vida procedente de aquella región salvaje y triste. Al principio lo oí como si llegase desde muy lejos, tierra adentro… era una especie de sollozo apagado y extraño que subía y bajaba de tono como el aullido de un viento solitario atravesando un enorme bosque. Sin embargo, no hacía viento. Luego, enseguida, el sonido cesó por completo, y el silencio que volvió a cubrir aquella región se hizo aún más espantoso. Miré a los hombres que te nía al lado y a los que iban en el bote del contramaestre, y todos estaban atentos intentando escuchar algún sonido más. De esta manera pasó un minuto, sin que nadie osara moverse ni hablar, y entonces uno de los hombres soltó una carcajada, producida por la tensión que había hecho presa en nosotros.

El contramaestre le susurró que se callara de inmediato y, en ese mismo momento, volvió a dejarse oír el lamento de aquel plañido salvaje. De repente sonó un poco más lejos, a nuestra derecha, y al rato fue respondido, como si el eco rebotase en algún distante lugar río arriba.

Me subí a uno de los bancos, con la intención de echarle otro vistazo a la región en la que nos encontrábamos, pero las riberas del río eran ahora más altas y la vegetación actuaba como una pantalla, impidiéndome ver más allá de las orillas, a pesar de mi estatura y de la altura adicional del banco.

Y así, al poco rato, el sollozo murió y el silencio volvió a reinar sobre el lugar. Luego, mientras permanecíamos sentados a la espera de algún acontecimiento nuevo, George, el más joven de los grumetes, que estaba a mi lado, me tiró de la manga de la camisa y me preguntó con voz entrecortada si tenía alguna idea de qué podía ser aquel llanto; hice un gesto negativo con la cabeza y le dije que no sabía más que él, aunque, para tranquilizarle, añadí que a lo mejor se trataba del viento. Sin embargó, él no se quedó satisfecho, pues en realidad aquella explicación no tenía sentido ya que reinaba una calma total.

Trilogía del abismo – William Hope Hodgson

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