Resumen del libro:
En el tejido literario de Agatha Christie, encontramos la joya titulada “Tres ratones ciegos”, un thriller clásico que se erige como un referente en el género desde su publicación en 1952. Este inquietante relato, que más tarde conquistaría los escenarios teatrales, nos sumerge en una trama de misterio y crimen que se desenvuelve en los sombríos pasillos de una mansión victoriana convertida en un crisol de secretos y oscuros designios.
La historia se despliega en una gélida noche invernal, cuando los protagonistas, una ecléctica selección de inquilinos, arriban a la lúgubre casa de huéspedes. La autora teje la trama con un dominio magistral, presentando a cada personaje como un eslabón en una cadena de eventos que culminan en un asesinato inesperado. La prosa de Christie evoca los contrastes entre la atmósfera opulenta de la mansión y la inminente amenaza que se cierne sobre sus habitantes.
La narrativa adquiere un giro audaz con la intervención de la policía después del fatídico crimen. El interrogatorio meticuloso y penetrante por parte de las autoridades convierte la casa en una auténtica ratonera, donde los secretos emergen a la luz de forma gradual, y la tensión aumenta página tras página. Los lectores se ven atrapados en un juego psicológico en el que cada detalle, cada palabra, puede contener la clave para desentrañar el enigma.
La maestría de Agatha Christie radica en su habilidad para tejer una red de sospechas y alianzas cambiantes entre los personajes. Cada uno es presentado con habilidad, cargado de motivaciones y pasado turbulento, creando un tapiz de complejidad humana que mantiene a los lectores en vilo. La autora utiliza los elementos de la mansión victoriana como metáfora visual de los laberintos mentales de los protagonistas, añadiendo profundidad a la trama.
En resumen, “Tres ratones ciegos” se revela como una obra maestra del género, donde Agatha Christie ejerce su genio narrativo al máximo. La combinación de una casa de huéspedes envuelta en misterio, personajes intrigantes y un crimen que trasciende las páginas, logran mantenernos cautivos en esta intrigante ratonera literaria. Con cada interrogante que se resuelve, emerge otro enigma, hilando una historia que perdura en la mente del lector mucho después de la última página. Una lectura que debe ser saboreada, apreciada y recordada en el vasto repertorio de la gran dama del crimen.
Capítulo I
Molly Davis dio unos pasos hacia atrás en la carretera para admirar el letrero recién pintado de la empalizada:
MONKSWELL MANOR
Casa de Huéspedes
Hizo un gesto de aprobación. Realmente tenía un aspecto muy profesional. O tal vez pudiera decirse casi profesional, ya que la última a de Casa bailaba un poco y el final de «Manor» estaba algo apretujado; pero, en conjunto, Giles lo hizo muy bien. Era muy inteligente. ¡Sabía hacer tantas cosas! Molly no cesaba de descubrir nuevas virtudes en su esposo. Hablaba tan poco de sí mismo que sólo muy lentamente iba conociendo sus talentos. Un ex marino siempre es un hombre «mañoso», se decía.
Pues bien, Giles tendría que hacer uso de todos sus talentos en su nueva aventura, ya que ninguno de los dos tenía la menor idea de cómo dirigir una casa de huéspedes. Pero era divertido y les resolvía el problema de alojamiento.
Había sido idea de Molly. Cuando murió tía Catalina y los abogados le escribieron comunicándole que le había dejado Monkswell Manor, la natural reacción de ambos jóvenes fue vender aquella propiedad. Giles le preguntó:
—¿Qué aspecto tiene?
Y Molly había contestado:
—Oh, es una casona antigua, llena de muebles victorianos, pasados de moda. Tiene un jardín bastante bonito, pero desde la guerra está muy descuidado; sólo quedó un viejo jardinero.
De modo que decidieron venderla, reservándose únicamente el mobiliario preciso para amueblar una casita o un pisito para ellos.
Pero en el acto surgieron dos dificultades. En primer lugar no se encontraban pisos ni casas pequeñas, y en segundo lugar todos los muebles eran enormes.
—Bueno —decidió Molly—, tendremos que venderlo todo. Supongo que la comprarán.
El agente les aseguró que en aquellos días se vendía cualquier cosa.
—Es muy probable que la adquieran para instalar un hotel o casa de huéspedes, en cuyo caso pudiera ser que se quedaran con el mobiliario completo. Por fortuna la casa está en muy buen estado. La finada señorita Emory hizo grandes reparaciones y la modernizó precisamente antes de la guerra y apenas se ha deteriorado. Oh, sí, se conserva muy bien.
Y entonces fue cuando a Molly se le ocurrió la idea.
—Giles —le dijo—, ¿por qué no la convertimos nosotros en casa de huéspedes?
Al principio su esposo se burló de ella, pero Molly siguió insistiendo.
—No es necesario que tengamos a mucha gente… por lo menos al principio. Es una casa fácil de llevar; tiene agua fría y caliente en los dormitorios, calefacción central y cocina de gas. Y podríamos tener gallinas y patos que nos proporcionarían huevos, y plantar verduras en el huerto.
—Y quién haría todo el trabajo… Es muy difícil encontrar servicio.
—Oh, lo haremos nosotros. En cualquier sitio en que vivamos tendremos que hacerlo, y unas cuantas personas más no representan mucho más trabajo. Cuando hayamos empezado podemos hacer que venga una mujer a ayudarnos en la limpieza. Con sólo cinco personas que nos pagasen siete guineas por semana…
Molly se abismó en optimistas cálculos mentales.
—Y además, Giles —concluyó—, sería nuestra propia casa. Con nuestras cosas. Y me parece que si no nos decidimos por esto, vamos a tardar años en encontrar otro sitio donde vivir.
Giles tuvo que admitir que aquello era cierto. Habían pasado tan poco tiempo juntos después de su agitado matrimonio, que ambos estaban deseosos de instalar su hogar ya perdurable.
Así es que el gran experimento pasó a ser puesto en práctica. Publicaron anuncios en los periódicos de la localidad y el Times de Londres, obteniendo varias respuestas.
Y aquel día precisamente iba a llegar el primero de sus huéspedes. Giles había salido temprano en el coche para tratar de adquirir varios metros de alambrada que había pertenecido al Ejército y que se anunciaba en venta al otro lado del condado. Molly tuvo que ir andando hasta el pueblo para hacer las últimas compras.
Lo único malo era el tiempo. Durante los dos últimos días había sido extremadamente frío, y ahora comenzaba a nevar. Molly apresuróse por el camino mientras espesos copos se fundían sobre el impermeable y su rizoso y brillante cabello. El parte meteorológico había sido en extremo descorazonador: eran de esperar intensas nevadas.
Pero que no se helaran las cañerías. Era una lástima que fueran a salirles mal las cosas cuando acababan de empezar. Miró su reloj. ¡Ya más de las cinco! Giles ya habría vuelto… y se estaría preguntando por dónde andaba ella.
—Tuve que volver al pueblo a comprar algunas cosas que había olvidado —le diría.
Y él preguntaría:
—¿Más latas de conserva?
Siempre bromeando por eso; en la actualidad su despensa estaba bien provista para casos de apuro.
Y ahora, pensó Molly mirando al cielo preocupada, parecía que los apuros iban a presentarse bien pronto.
La casa estaba vacía. Giles aún no había regresado, Molly fue primero a la cocina, y luego subió a revisar los dormitorios recién preparados. La señora Boyle, en la habitación sur, la de los muebles de caoba. El mayor Metcalf, en el cuarto azul, de roble. El señor Wren, en el ala este, en el del mirador. Todos eran bonitos… y ¡qué suerte que tía Catalina tuviera un surtido tan espléndido de ropas de cama! Molly ahuecó un edredón y volvió a bajar. Era casi de noche, y la casa le pareció de pronto muy silenciosa y vacía. Era una casa solitaria, situada a dos millas del pueblo. A dos millas…, pensó Molly, de cualquier parte.
A menudo se había quedado sola en la casa…, pero nunca hasta aquel momento tuvo aquella sensación de soledad…
La nieve batía blandamente contra los paneles de la ventana, produciendo un susurro inquietante… ¿Y si Giles no pudiera regresar?… ¿Y si la capa de nieve fuese tan espesa que no dejara avanzar el automóvil? ¿Y si tuviera que quedarse allí sola… tal vez durante varios días?
Contempló la cocina, grande y confortable, que parecía reclamar una cocinera rolliza que la presidiera moviendo las mandíbulas rítmicamente al comer pasteles y beber té muy cargado, teniendo a un lado de la mesa a un ama de llaves entrada en años, al otro una doncella sonrosada y enfrente una fregona que las miraría con ojos asustados. Y en vez de eso, allí estaba ella sola. Molly Davis, representando un papel que aún no encontraba muy natural. Toda su vida, hasta aquel momento, parecía irreal… lo mismo que Giles. Estaba representando un papel, sólo representando…
Una sombra pasó ante la ventana y Molly se sobresaltó… Un desconocido se acercaba quedamente. Molly oyó abrir la puerta lateral. El desconocido se detuvo en el umbral, sacudiéndose la nieve antes de penetrar en aquella casa vacía.
Y de pronto se tranquilizó.
—¡Oh, Giles! —exclamó—. ¡Cuánto me alegro de que hayas vuelto!
…