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Tres enigmas para la Organización

Resumen del libro:

En Tres enigmas para la Organización, Eduardo Mendoza nos transporta a una Barcelona contemporánea, vibrante y caótica, donde una organización gubernamental secreta, creada durante el franquismo, lucha por mantenerse a flote en un entorno democrático que la ha relegado al olvido. Mendoza, con su habitual maestría narrativa, nos presenta una trama cargada de misterio, humor y sátira social, un sello distintivo de su estilo que nunca decepciona.

La historia sigue a un grupo de agentes secretos que, entre la incompetencia y la extravagancia, se ven envueltos en la resolución de tres casos aparentemente inconexos: el hallazgo de un cadáver en un hotel de Las Ramblas, la desaparición de un millonario británico y el enigma financiero de Conservas Fernández. Mendoza juega con los elementos clásicos de la novela de detectives, pero los actualiza con su característico sentido del humor, creando una comedia de enredos que atrapa al lector desde la primera página.

La Organización, una entidad que sobrevive apenas con recursos limitados y a menudo fuera de los márgenes de la ley, se convierte en el escenario perfecto para que Mendoza despliegue su talento en la creación de personajes. Cada uno de los miembros de esta peculiar agencia es un reflejo de la sociedad española: heterogéneos, mal avenidos, y con una mezcla de virtudes y defectos que los hace tan entrañables como patéticos.

Mendoza, autor consagrado de la literatura en lengua española, demuestra una vez más por qué es uno de los grandes narradores contemporáneos. Su habilidad para tejer tramas ingeniosas, cargadas de crítica social y un humor mordaz, brilla en esta novela que, sin duda, se suma a su larga lista de éxitos. Tres enigmas para la Organización es un homenaje al género detectivesco, pero también una reflexión divertida y aguda sobre la burocracia, la política y las instituciones en la España actual. Un libro imprescindible para los amantes de la buena literatura.

1

Barcelona, primavera del año 2022.

En la calle Valencia, a escasos metros del Paseo de Gracia, refulgente de hoteles suntuosos y tiendas lujosas de grandes marcas internacionales, casi enfrente del pequeño pero simpático museo de antigüedades egipcias, donde no faltan momias, sarcófagos y tablillas, así como un número indeterminado de figuritas, se levanta un edificio estrecho, de estilo decimonónico, fachada de piedra gris con algunos relieves florales, balcones alargados con barandas de herraje y zaguán oscuro. No hay portero y es inútil pulsar el interfono. En las gruesas jambas de la puerta de entrada, una docena de placas de latón indican que el edificio, destinado en sus orígenes a vivienda de familias acomodadas, está ocupado ahora por oficinas. Las placas que corresponden al segundo piso son cuatro. Años atrás, las dos viviendas que lo integraban fueron divididas con objeto de sacarles mayor rentabilidad. Hoy son cuatro despachos distintos, cuyas actividades respectivas anuncian las cuatro placas, iguales en tamaño y letra.

2.º 1.ª Arritmia. Obesidad. Demencia. Todo lo cura el doctor Baixet.

2.º 2.ª Academia Zoológica Neptuno: Se adiestran simios.

2.º 3.ª Delitos fiscales, embargos, decomisos, expedientes. Borrachuelo & Associates.

2.º 4.ª Duró Durará. Reparación de lavavajillas, aspiradoras, planchas, cafeteras y demás efectos del hogar.

Un observador perspicaz podría advertir que, pese a lo habitual de la oferta, a las cuatro oficinas apenas acude nadie, ni empleados ni clientes; y si alguien lo hace, hombre o mujer, procura pasar inadvertido, escudriña a derecha e izquierda antes de entrar en el edificio, y repite la maniobra al salir a la calle. El mismo observador se sorprendería al comprobar que algunos de los que entran no salen; y que otros, que nunca entraron, salen con las mismas muestras de cautela; lo cual sería imposible, salvo que en el ínterin se hubiese producido una asombrosa transformación. Pero la posible existencia de tal observador es remota, porque en el edificio, como queda dicho, sólo hay despachos y locales de negocios, con horario reducido, a los cuales cada uno va a lo suyo. En la calle el tráfico rodado es denso y los viandantes, en su mayor parte, son turistas apresurados o cuando menos forasteros, y para ellos la irregularidad de algunas costumbres no constituye motivo de extrañeza.

***

—Buenos días. Vengo por el anuncio. Soy Marrullero.

La chica que le atendía miró con los párpados entrecerrados al hombre que tenía delante. Deliberadamente dejó transcurrir unos segundos antes de preguntar.

—¿Así te llaman?

El hombre movió la cabeza de lado a lado.

—Así me llamo —respondió—. Me llaman cosas peores.

Quien así hablaba era un varón de edad indefinida, quizá cuarenta y pocos años, delgado de cuerpo, ancho de hombros, pálido de tez; vestía con discreción ropa gastada por el uso; miraba fijamente un punto en el vacío y hablaba con voz ronca, como de perro asmático. Con gesto lento sacó del bolsillo interior de la chaqueta un papel mugriento, lo desdobló y lo colocó sobre la mesa.

—Vea la cédula de identidad —dijo señalando la cédula—. Aquí lo dice bien claro. Marrullero Vicente. Tengo otra a nombre de Buenaventura Adelantado. Y un pasaporte a nombre de Olaf Gustafsson, por si me confían una misión en el extranjero.

La chica de la recepción cerró los ojos y levantó la mano.

—Está bien —dijo secamente—. Dejemos lo del nombre. Aquí le proporcionaremos otra identidad. Podrá seguir usando la suya, pero sólo cuando no esté de servicio. ¿Qué sabe hacer?

—Bien, lo mío. Mal, lo que me manden —dijo él.

—No le pregunto qué hacía antes —atajó ella—, pero sí el motivo del cambio.

—Ya tengo una edad —dijo él bajando la voz—. Conviene ir pensando en la jubilación.

—Aquí el trabajo es peligroso —dijo ella—. Pocos llegan a la edad de la jubilación.

—Bueno —dijo él—, tampoco era cuestión de quedarme sentado tocándome el pirindolo, ya me entiende.

—Eso es asunto suyo —dijo ella secamente.

El recién llegado bajó los ojos y pasó una mirada distraída por los peculiares rasgos de la persona que le estaba interrogando: una joven delgada, morena, con una abundante cabellera rubia, piercings en la nariz y las cejas y abigarrados tatuajes que le cubrían los antebrazos y asomaban por el escote de la blusa. Aquella pinta estrafalaria no engañó al recién llegado, que adivinó sin esfuerzo que la joven llevaba peluca, que los tatuajes se disolvían en agua corriente y los piercings eran de quita y pon. Se preguntaba si otros detalles personales también serían ficticios, pero abandonó de inmediato las conjeturas: en su trato con las mujeres, dejarse llevar por la curiosidad le había reportado no pocos líos.

—¿Cuándo empiezo a trabajar? —preguntó.

—Si le aceptan, ya —respondió ella—. El jefe nos ha convocado a todos dentro de un cuarto de hora. Antes le pasaré su solicitud. Si él la aprueba, acuda a la reunión; allí recibirá instrucciones y, de paso, conocerá a sus compañeros.

***

Después de hacer pasillo, el nuevo entró en la sala de reuniones, donde el jefe ya estaba presente, aunque el nuevo no le había visto entrar. La sala era rectangular; en un extremo había una mesa, un proyector de diapositivas y una pantalla enrollada. Frente a la mesa, una docena de sillas colocadas en dos filas separadas por un pasillo central. La chica que le había atendido le tocó discretamente el brazo y le indicó que se sentara y guardara silencio y compostura.

Detrás del recién llegado y su acompañante, entraron dos hombres: uno, de avanzada edad, enjuto, mal afeitado, nariz afilada, ojos protuberantes y unas orejas grandes y alabeadas, como de divinidad hindú, vestido con ropa vieja, arrugada y cubierta de lamparones; el otro era un jorobado de mirada esquiva. Los dos se sentaron sin saludarse ni mirarse siquiera a los ojos, ni tampoco al jefe. Sólo de cuando en cuando, una vez sentados, lanzaban una mirada furtiva al nuevo.

El jefe era un hombre de mediana edad, corta estatura, pelo cano, facciones regulares, aspecto atildado. Ni la entrada del nuevo ni la de los otros dos le hizo levantar la cabeza de unos papeles mecanografiados, en cuya lectura parecía absorto.

Al cabo de unos minutos entraron en la sala dos personas más. Una de ellas era un hombre de piel rosada, mofletudo, con una expresión triste en unos ojos bovinos, que acentuaba una gruesa capa de rímel. La otra era una mujer de distinguida madurez, muy bien vestida, con un perrito repelado y canijo atado a una correa. Al entrar la mujer, la chica de la recepción cerró la puerta de la sala y ocupó un asiento en la última fila. Sólo entonces el jefe levantó la vista y tomó la palabra.

—Antes de pasar al tema objeto de la presente reunión —empezó diciendo con voz pausada—, quiero dar la bienvenida a nuestro nuevo compañero. Oportunamente se informará al resto del personal de su nombre, su domicilio, su profesión, su estado civil y su historial, todos ellos, naturalmente, falsos. Por el momento, tenemos un asunto de más apremio. De modo que paso a enumerar los antecedentes. Como de costumbre, no está permitido tomar notas. Ya sé que ustedes conocen el procedimiento, pero aprovecho la llegada de un novato para recordar algunas normas básicas de esta organización. Nada de notas.

El jefe carraspeó, echó una ojeada a sus notas e inició la exposición.

—Hace dos días un hombre fue hallado muerto en una habitación del hotel El Indio Bravo, sito en la Rambla de San José. Para quien no lo sepa, la Rambla de San José es simplemente la Rambla o, para los barceloneses, las Ramblas. En concreto, el trozo o sector donde se halla ubicado el mercado de la Boquería. De hecho, el mercado de la Boquería se llama mercado de San José, por su ubicación. En algún momento cambió su nombre por el de la Boquería, todo lo cual, por ahora, no nos incumbe. Sí nos incumbe, en cambio, el interfecto hallado en el hotel. Según el atestado de la policía, fue hallado sin vida por el recepcionista de dicho hotel cuando acudió a la habitación de aquél para indicarle que debía abandonarla. Eso ocurría exactamente a las doce del mediodía, hora fijada para el llamado check out, pues es a esa hora, según el recepcionista del hotel, cuando se ha de adecentar la habitación, y se daba la circunstancia de que el cliente aún no había dejado la habitación. Según se deduce del atestado, la razón por la que el ya mencionado cliente no había dejado la habitación era porque colgaba del techo, suspendido de una soga, la cual, a su vez, estaba atada a una viga de madera. En el atestado dice una higa, pero sin duda se trata de un error tipográfico. El difunto se había registrado la víspera con un nombre falso y ostentaba la nacionalidad suiza, según acreditó con un pasaporte expedido por dicho país o, más probablemente, por algún falsificador. El pasaporte suizo es de color rojo y lleva en la tapa la conocida cruz blanca. El que presentó nuestro sujeto era de color amarillo, y las letras decían: Pasaporte Suizo, en castellano. El recepcionista del hotel no reparó en estos detalles, toda vez que el difunto, en vida, se había alojado a menudo en ese mismo hotel, El Indio Bravo, siempre con nombre y pasaporte falsos y siempre pagando en metálico por adelantado. El recepcionista dice recordar al individuo en cuestión, además de por lo dicho, porque en todas las ocasiones insistía en ocupar la misma habitación, la 212, en el segundo piso, y también porque allí recibía compañía femenina o, en palabras del propio recepcionista, putones. En la presente ocasión, la conducta del sujeto había seguido la misma pauta, a saber: check in y visita de una chica, la cual había abandonado la habitación y el hotel transcurrida una hora, poco más o menos. Preguntado si la chica era la misma en la presente ocasión y en las ocasiones anteriores, el recepcionista respondió que no se había fijado, dado que por allí pasaban muchas y muchos y quiénes eran o lo que iban a hacer no era asunto suyo, siempre que no alteraran el orden público, cosa que ni el difunto ni la chica, fuera la misma o no, habían hecho.

El jefe hizo una pausa. Los presentes esperaron en un respetuoso silencio.

—El segundo caso se produjo ayer. Por supuesto, del caso anterior hay más información, pero prefiero dársela luego y pasar al caso siguiente para que puedan formarse una visión de conjunto. Ayer, como digo, un funcionario del consulado del Reino Unido en Barcelona notificó a la policía la desaparición de un súbdito de dicha nacionalidad. La notificación la hizo en la comisaría de Quatre Camins, de donde la policía, o sea, los Mossos, la trasladaron a la Guardia Civil, por considerar a la Benemérita competente en incidencias ocurridas fuera del territorio catalán, como, a su entender, son las aguas portuarias. En el atestado de la Guardia Civil se hace constar que dicho ciudadano británico, de nombre Jenkins, fondeó su yate de recreo en el puerto de Barcelona el pasado jueves. No era la primera vez que visitaba nuestra ciudad, habiéndolo hecho con anterioridad por este mismo medio, es decir, marítimo, en varias ocasiones. Nada más atracar, el señor Jenkins dio permiso a la tripulación, permaneciendo él solo en la embarcación. Cuando la tripulación regresó, entrada la noche, en el yate no había nadie. Tampoco había señales de violencia. A la tripulación le extrañó que el patrón estuviera ausente, pero como todos estaban borrachos, según admitieron los propios interesados, no prestaron mayor atención a dicha anomalía. Sólo al día siguiente, al ver que su patrón no regresaba y que les debía la paga, decidieron poner el hecho en conocimiento de la Guardia Civil, la cual lo trasladó a la representación consular, ésta a la policía autonómica y ésta, como queda dicho, a la Guardia Civil, que en estos momentos realiza pesquisas, por ahora infructuosas.

El nuevo levantó la mano. El resto de los asistentes dio muestras de consternación y la chica de la recepción le susurró que nunca se interrumpía al jefe hasta que éste no abría el turno de preguntas, pero el propio jefe resolvió la situación con una sonrisa y un ademán benévolo, con el que daba la palabra al recién llegado.

—¿Sugiere usted —dijo éste, un tanto cohibido— que el patrón desaparecido y el muerto del hotel pueden ser la misma persona?

El jefe sonrió con mayor benevolencia.

—No sugiero nada —explicó pacientemente—. Tal cosa iría en contra de los métodos de la Organización. Ya se irá adaptando a nuestro modo de funcionar. Me limito a exponer los datos del caso.

El recién llegado agachó la cabeza y los demás mostraron una cortés indiferencia. Sólo el perrito lanzó un ladrido agudo y tiró de la correa, en un intento de atacar al nuevo. El jefe torció el gesto. Cuando el perrito se hubo calmado, prosiguió.

—Desde hace un tiempo vengo observando, cada vez que voy al supermercado, que la marca Conservas Fernández no ha subido precios, a diferencia de otras marcas igualmente prestigiosas, como Ortiz, Cuca, Isabel, etcétera. En lo que va de año, estas tres marcas han subido el precio de sus productos entre un siete y un ocho y medio por ciento. No así Conservas Fernández. Eso es todo. ¿Alguna pregunta?

En vista del silencio y como no tenía nada que perder, el nuevo pidió otra vez la palabra.

—He creído entender —dijo cuando le hubo sido concedida— que usted considera estos tres episodios parte de un solo caso.

—En efecto —respondió el jefe—, lo ha entendido usted bien. Y precisamente por eso los planteo. Como sabe, nuestra función es encontrar una solución global a sucesos que, por ser competencia de distintos cuerpos del orden, nunca llegarían a resolverse de un modo satisfactorio.

—¿Puedo preguntarle en qué se basa para suponer que hay una conexión entre los tres supuestos que nos ha planteado? —insistió el nuevo.

—No tengo pruebas, naturalmente —dijo el jefe con una sonrisa indulgente ante una pregunta tan obvia—. Si las tuviera no estaríamos trazando un plan. Sin embargo, todo me dice que los tres supuestos, como usted mismo los acaba de llamar, tienen mucho en común. Nuestro cometido es encontrar los puntos de unión. Por lo que a mí respecta, sólo puedo decirle que desconfío de las coincidencias, y aquí hay muchas.

«Tres enigmas para la Organización» de Eduardo Mendoza

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