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Tres cuentos

Resumen del libro:

Publicados en un solo volumen en 1877, Gustave Flaubert (1821-1880) inició la redacción de estos Tres cuentos en 1875, sumido en un intenso desaliento causado por circunstancias históricas y personales, y en medio de serias dudas acerca de su capacidad literaria. Aparentemente muy dispares entre sí tanto por su ambientación como por sus personajes —«Un corazón simple» se ancla en el realismo del XIX, «La leyenda de san Julián el Hospitalario» bebe en la hagiografía y el mundo medieval, y «Herodías» recupera con fastuosidad el mundo antiguo—, estos tres relatos tienen en común, como apunta en su introducción Mauro Armiño, traductor y anotador de la obra, la simbiosis de religión y violencia, de leyenda maravillosa y de cruda realidad.

Prólogo

No es, desde luego, el mejor momento de Gustave Flaubert este en el que empieza a escribir su última obra concluida, los Tres cuentos, que, con cierta dosis de malevolencia, algunos consideran su obra más redonda por acercarse a las ambiciones de partida más que el resto de sus novelas mayores. Elogio envenenado cuando se exalta el primor del apunte y la delicadeza en menoscabo de la complejidad de mundos novelescos y de personajes psicológicos o históricos como los incluidos en Madame Bovary, La educación sentimental, La tentación de san Antonio o Salammbô. Pese a su brevedad, Tres cuentos ha provocado en las últimas décadas una cantidad de estudios académicos casi comparable a la que han suscitado sus obras mayores; y ello por motivos accidentales —como ese carácter cronológico de última opus—, y por razones que, en cierto modo, la convalidan como ejemplo definitivo de la poética narrativa de Flaubert; y razones que atienden tanto a la limpidez de la prosa como a la síntesis y mezcla de las formas narrativas empleadas hasta ese momento.

En 1875, cuando inicia la redacción definitiva de los Tres cuentos, a Flaubert le quedan cinco años de vida. A sus espaldas tiene esos cuatro títulos y una novela varada sobre la mesa, la que creía que había de ser su testamento, Bouvard y Pécuchet. De toda esa tarea narrativa parece haber sacado más escándalo que reconocimiento público. A su alrededor, además, está desmoronándose el mundo en que el novelista ha arropado su existencia doliente desde 1844, cuando sufrió el primer ataque de una enfermedad nerviosa que lo sumía en un estado «epileptiforme» —se rehúye la palabra «epilepsia» de forma sistemática y consciente—. Aunque los ataques fueron espaciándose —el último del que se tiene noticia documental data de 1852 aproximadamente—, su causa pervivía manteniendo latente la amenaza de un desastre fatal. «No pasa día sin que vea surgir de vez en cuando ante mis ojos una especie de manojos de cabellos o fuegos de Bengala». Sufre ataques puntuales de neurastenia, y hay momentos en que tantas crisis lo llevan a pensar en el suicidio. Condenado al aislamiento, a la abstinencia sexual —por la correspondencia cruzada con su amigo Maxime Du Camp sabemos que en ese enero de 1844 Flaubert también estaba aquejado de sífilis desde mediados del año anterior—, al retiro en una casa de campo que su padre, el doctor Flaubert, ha comprado en Croisset para cuidarlo y, en definitiva, salvarlo, soporta durante los dos años siguientes el acarreo de muertes dolorosas que ese periodo trae: su padre y su hermana (esta al dar a luz a su hija Caroline) en 1846; su gran amigo Alfred Le Poittevin en 1847.

Veinticinco años más tarde, sobre ese cuerpo en parte recuperado a fuerza de cuidados, caen los últimos y definitivos duelos, además de la convicción íntima del fracaso literario. Para todos, Flaubert es autor de un escándalo, Madame Bovary, al que no ha logrado sobrevivir su talento según él mismo, convencido íntimamente de su impotencia para la escritura; y en esa etapa final se agota en arranques narrativos sin futuro, en ensayos, en proyectos que se encabalgan unos a otros sin alcanzar un desenlace; tras poner fin con recio esfuerzo a la tercera versión de La tentación de san Antonio en julio de 1872 —¡había empezado a escribirla en 1849!—, emprende Bouvard y Pécuchet, que abandona desalentado, inseguro de su capacidad para el arte literario.

Está convencido, en cambio, de no pertenecer ya al mundo que lo envuelve en esa última década, cuando Francia se tambalea por efecto de la disolución del Imperio, la guerra franco-alemana y la invasión prusiana: el enderezamiento de la situación política con la proclamación de la Tercera República (1870-1940) inaugura «un estado de cosas que ya no nos afectan. Estamos de sobra», escribe poco después de proclamada esa República a su amigo el dramaturgo Ernest Feydeau. Si Flaubert había soportado a duras penas el poder político anterior, aquel Imperio que lo había condecorado al mismo tiempo que a un escritor de aventuras, el autor de Rocambole, Ponson du Terrail, su mirada sobre la marcha de la historia francesa en esos días no le inspira más que una repugnancia acerba, hasta el punto de haber sentido dentro de sí, por la invasión prusiana, «los sentimientos de un bruto del siglo XIII». Desde los políticos hasta la burguesía y desde esta hasta el pueblo, todo lo irrita, al tiempo que vacía de sentido su vida. Confiesa no poder acostumbrarse «a vivir con lo que hay, es decir, a vivir sin principios», y sentir la necesidad perentoria de aislarse en un mundo aparte, «muy por encima del fango donde chapotea el común de los mortales». Su odio de siempre por «la muchedumbre, el número, el rebaño» crece a la par que la memoria hace una selección en el pasado para recordar a aquellos muertos suyos que ya no pueden volver.

La sensación de asco por la vida francesa, amenazada por una demagogia odiosa y por una burguesía estúpida, irá acompañada de sinsabores y lutos privados: en abril de 1872 muere su madre, «el ser al que más he querido». Para entonces ya habían apuntado problemas económicos a pesar de la elevada herencia dejada por su padre, con la que tendrá que acudir en 1871 en socorro de los negocios de importación de madera del marido de su sobrina Caroline, de la que se había convertido en padre adoptivo; el escritor había dejado en manos de ese marido, Ernest de Commanville, la gestión de su fortuna; y, tras el desastre, se ve obligado, para ayudar al matrimonio, a vender las fincas heredadas (1 200 000 francos), menos la casona de Croisset, también amenazada, que consigue salvar por los pelos en 1875, en medio de una depresión nerviosa desesperada que le hace quedarse sin techo, «idea que me resulta intolerable». Obligado a reducir gastos, ha de dejar su piso parisino para compartir con su sobrina otro en la misma ciudad, en el 240 de la calle del faubourg Saint-Honoré.

La Segunda República ya había dado muestras de dureza durante sus cuatro años de vida (1848-1852), pese a haber decretado desde el inicio la supresión de la censura; las libertades que trajo la Revolución de 1848 fueron degradándose para terminar en un golpe de Estado que convirtió al infausto Napoleón III en emperador de los franceses (1852-1870). Flaubert revisará ese periodo revolucionario y republicano en La educación sentimental[1] (1869), entreverando ficción e Historia y convirtiendo a su protagonista, Frédéric Moreau, en arquetipo de una época. La llegada del Segundo Imperio supone un régimen casi dictatorial y autoritario, como demuestran los juicios contra Madame Bovary y contra Las flores del mal de Baudelaire; su disolución vino acompañada de un cataclismo, la guerra franco-alemana y la subsiguiente invasión prusiana del país en 1870. Ante el peligro, Flaubert se había refugiado con su madre en Croisset; y cuando esta casa de campo sea convertida por los prusianos en cuartel general para la zona, tendrá que retirarse a Ruán. Al año siguiente, el estallido de la Comuna («la última manifestación de la Edad Media») y la proclamación de la Tercera República en 1870 inauguran para Flaubert una etapa en la que solo aspira a vivir aislado, «muy por encima del fango donde chapotea el común de los mortales», pese a que «por lo que a mí se refiere, tengo un exutorio. El papel está ahí, y me alivio». Una demagogia odiosa y una burguesía estúpida se han apoderado de la vida francesa provocándole repugnancia hacia toda ella. La sensación de melancolía y decrepitud se agrava cuando, en 1875, su situación económica le causa la citada depresión nerviosa. Para superar su decaído estado de ánimo, amigos como Zola o Daudet lo invitan a presentar su candidatura a la Academia Francesa; pero lo rechaza de plano: «nunca me expondré a semejante ridículo convencido de que los honores deshonran, el título degrada, la función embrutece». Solo consiguen que acepte, en la primavera de 1879, —cuando encamado por una fractura de peroné a resultas de una caída, y para que obtenga algunos ingresos—, una pensión de 3000 francos que sus amigos consiguen de esa Tercera República que tanto desprecia: a cambio, tiene que aceptar el «humillante» puesto de adjunto en la Biblioteca Mazarino; solo cuenta con un privilegio, además del sueldo: no está obligado a ir a trabajar.

Suma a estos desconsuelos la amargura provocada por el juicio contra su primera novela, Madame Bovary, que, indemne de condena[2], le ganó el calificativo de escritor «escandaloso»[3]; por la mala recepción de la crítica tanto de Salammbô como de La educación sentimental, y, más recientemente, La tentación de san Antonio (1874) no se había visto acompañada de ninguna crítica favorable ni ventas del libro; ese mismo año, fracasa su primera obra teatral, El candidato, escrita de mala gana, porque el estilo, «esas pequeñas frases cortas, ese chisporroteo continuo me irritan como el agua de seltz», y retirada de cartel tras la cuarta representación; en la correspondencia del momento Flaubert descarga su bilis atacando a la «cábala» montada contra él por periodistas y críticos.

En el plano de las relaciones personales, la muerte también toca a rebato entre sus amigos: desde la desaparición de los dos más íntimos, Alfred Le Poittevin (1848) y Louis Bouilhet (1869), Flaubert había intentado sustituir esas amistades profundas por un abultado número de amistades literarias, viejas o recientes, en el que figuran desde Turguénev al orientalista Frédéric Baudry, Théophile Gautier, «el pobre Théo», otro «fósil perdido en un mundo nuevo», Guy de Maupassant, sobrino de Alfred Le Poittevin, sombra muy amada de su juventud, de quien se había convertido en una especie de tutor literario, y cuya madre había compartido sus juegos infantiles. También estaban Taine, Victor Hugo, George Sand, su vieja amiga apreciada a la que apenas estima como escritora pero cuya muerte (junio de 1876) lo sume en una desazón que le anticipa su propio final y le provoca un dolor que ha de servirle para describir la muerte de Virginie en «Un corazón simple». También ese año le llega la noticia de la muerte de Louise Colet, su amada entre 1846 y 1854 y destinataria postal de las confidencias literarias en el momento de la primera versión de La tentación de san Antonio y de Madame Bovary.

Esta situación personal sumida en cierto duelo depresivo mueve a Flaubert hacia una inseguridad literaria que lo lleva a dar tumbos entre proyectos conducentes al fracaso, embriones que no logran llegar a vivir y trabajos inútiles de homenajes a sus amigos: por ejemplo, su trajín para elevar un monumento a su amigo Bouilhet, que lo enfrenta al consejo municipal de Ruán por un lado, y por otro lo lleva a realizar numerosas gestiones con gentes de teatro para representar las mediocres piezas del amigo muerto en el momento en que Flaubert remataba las últimas líneas de La educación sentimental: piezas como Mademoiselle Aïsée, Le cœur à droite, Sexe faible o Le Château des cœurs (esta escrita por ambos).

En semejante situación anímica, política y social, Flaubert se refugia en 1875 en Concarneau, en el Finisterre bretón, frente al Atlántico, para huir tanto de París como de Croisset, tanto de la vida social como de su oficio de escritor: «No he traído ni papel ni plumas». Solo alivia esa soledad frente al mar su amistad con el ruanés Georges Pouchet (1833-1894), cuyo padre había sido profesor de Flaubert y que, a orillas del Atlántico, se entrega a su profesión de anatomista estudiando peces y cetáceos. Mientras Pouchet le enseña a diseccionar langostas, Flaubert le lee en voz alta pasajes del marqués de Sade. Pero no es cierto que no se hubiera llevado los materiales necesarios para escribir; a medida que se relaja, siente que «se pudre en la ociosidad», y va dejando de acompañar al anatomista para pergeñar sobre papel y a pluma la vieja idea de «San Julián el Hospitalario». Empieza lentamente, pero no tarda en apoderarse de él la fiebre de la escritura que lo aleja de las angustias «infernales» —así las califica en carta a Zola en agosto de 1875— por las que ha venido pasando: y solo se permite algunos viajes a Pont-L’Évêque y a Honfleur para revivir su pasado, en el que incrusta la acción de «Un corazón simple»; a París, para ver a sus amigos, jóvenes (Maupassant) y viejos (George Sand, Hugo, Taine, Turguénev, Frédéric Baudry), y documentarse sobre «Herodías», y a Croisset, adonde termina volviendo para rematar este tercer cuento, listo para la imprenta como los dos anteriores. El entusiasmo que provoca en él la Escritura, con mayúscula, lo salva de melancolías y neurastenias y le vuelve soportable la vida durante ese periodo; huye así con la imaginación, con la ensoñación, del espacio y del tiempo que le toca vivir.

Tres cuentos – Gustave Flaubert

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