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Trainspotting

Resumen del libro:

“Trainspotting” de Irvine Welsh es una obra que se alza como un fenómeno literario y cultural, aclamada con fervor por Rebel Inc., quienes afirmaron que merecía vender más ejemplares que la Biblia. Este vertiginoso relato, que captura la esencia de la otra cara de Edimburgo, el lado oscuro alejado de los festivales, se convirtió rápidamente en un evento literario y trascendió al teatro y al cine bajo la dirección de Danny Boyle. La trama sigue a un grupo de jóvenes atrapados en las garras de la desesperación, la drogadicción y la cruda realidad de un futuro incierto en la capital europea del sida y la desocupación.

Irvine Welsh, maestro del lenguaje callejero y colorido, teje la narrativa en un áspero y vigoroso dialecto escocés que da vida a sus personajes. En este rincón de Edimburgo, donde la miseria y la prostitución son moneda corriente, Welsh retrata la existencia de aquellos que han nacido en el lado duro de la vida, sin ilusiones de un futuro prometedor. La droga, para estos jóvenes, se convierte en el elixir que les da vida y, a su vez, se la arrebata, dando forma a una odisea vital impulsada por la desesperación.

Entre borracheras, encuentros sexuales y la vibrante banda sonora del rock and roll, Welsh teje una epopeya sombría que refleja la crudeza de la vida en el lado menos explorado de Edimburgo. La narrativa se sumerge en la negra picaresca de aquellos cuya única salida parece ser la huida o el intento de amortiguar el dolor de existir con cualquier cosa al alcance de sus manos. “Trainspotting” no es solo una novela, es una experiencia literaria que desafía las convenciones y deja una huella imborrable en la conciencia del lector.

Para Ana

Gracias a los siguientes: Lesley Bryce, David Crystal, Margaret Fulton-Cook, Janice Galloway, Dave Harrold, Duncan McLean, Kenny McMillan, Sandy Macnair, David Millar, Robin Robertson, Julie Smith, Angela Sullivan, Dave Todd, Hamish Whyte, Kevin Williamson.

Arrancando

Los Chicos del Jaco,
Jean-Claude Van Damme y La Madre Superiora

Sick Boy sudaba a chorros; temblaba. Yo estaba allí sentado, concentrado en la tele, intentando pasar del capullo. Me cortaba el rollo. Traté de mantener la atención sobre el vídeo de Jean-Claude Van Damme.

Como sucede en este tipo de películas, empezaba con la típica escena dramática. La siguiente fase consistía en ir acumulando tensión mediante la presentación del villano y hacer que la débil trama mantuviese su cohesión. De todas formas, de un momento a otro el viejo Jean-Claude estaría listo para ponerse manos a la obra y repartir candela en serio.

«Rents, tengo que ver a la Madre Superiora», boqueó Sick Boy, sacudiendo la cabeza.

«Aah», digo yo. Sólo quería que el mamón se fuera a tomar por culo donde no le viera, que se fuese solo, y me dejara a mí con Jean-Claude. Por otra parte, yo no tardaría mucho en ponerme chungo, y si ese cabrón iba y pillaba, me dejaría tirado. Le llaman Sick Boy no porque siempre esté chungo por el síndrome de abstinencia, sino simplemente porque es un cabrón de lo más chungo.

«Vámonos de una puta vez», saltó desesperadamente.

«Espera un segundo.» Quería ver a Jean-Claude destrozar a aquel arrogante hijoputa. Si nos íbamos ahora, no podría verlo. Estaría demasiado follao cuando volviéramos, y en cualquier caso probablemente sería algunos días más tarde. Eso significaba que tendría que pagar un jodido suplemento en la tienda por un vídeo al que ni siquiera le había echado una mirada.

«¡Tengo que salir de aquí, tío!», grita, poniéndose en pie. Se acerca a la ventana y se apoya en ella, respirando con dificultad, con aspecto de animal acosado. En sus ojos sólo había urgencia.

Apagué la caja tonta con el mando. «Un puto desperdicio. Eso es lo que es, un puto desperdicio», le gruñí al cabrón, a aquel jodido bastardo irritante.

Echa la cabeza atrás y eleva la vista hacia el techo. «Te daré el dinero para volver a sacarla. ¿Es eso todo lo que te provoca tanta cara de agobio? ¿Cincuenta míseros peniques para Ritz?»

A este capullo se le da bien hacer que uno se sienta un hijo de puta mezquino y superficial.

«Ésa no es la cuestión», digo, pero sin convicción…

«Ya. ¡La cuestión es que aquí estoy yo sufriendo de verdad, y mi presunto colega arrastra los pies deliberadamente, disfrutando de cada segundo!» Sus ojos parecen dos balones y tienen aspecto hostil, pero al mismo tiempo suplicante, punzantes testigos de mi supuesta traición. Si alguna vez vivo lo bastante como para tener un crío, espero que nunca me mire como lo hace Sick Boy. Cuando se pone así, el capullo es irresistible.

«Yo no quería…», protesté.

«¡Entonces ponte la puta chaqueta ya!»

No había taxis en el Pie de Leith Walk. Aquí sólo se reúnen cuando no les necesitan. Estamos en agosto, pero se me están helando las pelotas. Aún no estoy con el mono, pero ya está en camino, de eso no hay duda.

«Se supone que tiene que haber una parada. Se supone que tiene que haber una jodida parada de taxis. En verano nunca se puede conseguir uno. Están a la caza de gordos y ricos capullos festivaleros, demasiado vagos para caminar cien putos metros de un infecto local eclesiástico a otro para ver un puto espectáculo. Taxistas. Cabrones cicateros…» Sick Boy deliraba, murmurando sin aliento, los ojos desorbitados y los tendones del cuello tensos mientras subía Leith Walk.

Finalmente vino uno. Había un grupo de tíos jóvenes vestidos con chándals de acetato y chaquetas bomber que llevaban allí más tiempo que nosotros. Dudo que Sick Boy les viese siquiera. Salió disparado al medio de la calzada gritando: «¡TAXI!»

«¡Eh! ¿De qué cojones vais?», pregunta un tío con un chándal negro, violeta y azul con el pelo cortado a cepillo.

«Que te follen. Nosotros estábamos antes», dice Sick Boy, abriendo la puerta del taxi. «Ahí viene otro.» Señaló calle arriba hacia un taxi negro que se aproximaba.

«Por suerte para vosotros, listillos.»

«Vete a tomar por culo, pendoncito cara pan. ¡Que te folle un pez!», berreó Sick Boy mientras nos apretujamos en el taxi.

«A Tollcross, colega», le digo al conductor mientras un japo hacía blanco en la ventana lateral.

«¡Uno contra uno, cabrón espabilao! ¡Venga, cagaos hijos de puta!», gritó el acetato. Al taxista no le parecía muy divertido. Tenía aspecto de ser todo un cabrón. Como casi todos. Los autónomos que pagan sus licencias son en verdad la especie más baja de alimaña de la viña del señor.

El taxi giró en U y subió rápido por Leith Walk.

«¿Ves lo que has hecho, bocazas? La próxima vez que uno de nosotros vuelva a casa solo, tendrá problemas con esos mamones.» No estaba nada satisfecho con Sick Boy.

«¿No te darán miedo esos jodidos pringadillos, eh?»

Este capullo realmente empieza a tocarme los huevos. «¡Sí! ¡Sí me lo dan, si voy solo y se me echa encima un puto pelotón de acetatos! ¿Te crees que soy el jodido Jean-Claude Van Damme? Vaya un puto memo estás hecho, Simon.» Le llamaba «Simon» en vez de «Si» o «Sick Boy» para subrayar la seriedad de lo que le decía.

«Quiero ver a la Madre Superiora y me importa un cojón cualquier otro tipo o cualquier otra cosa. ¿Te enteras?» Se mete el dedo entre los labios, con los ojos como platos. «Simon quiere ver a la Madre Superiora. Mírame a los putos labios.» Después se vuelve y se queda mirando la espalda del taxista, como hechizando al cabrón para que se dé prisa mientras palmea nerviosamente un ritmo sobre sus muslos.

“Trainspotting”: Un relato de Irvine Welsh

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